Número 6, 2017 (2), artículo 9


La identidad, bajo sospecha


Pedro Gómez García

Catedrático de Filosofía jubilado. Universidad de Granada




RESUMEN
Las identidades étnica, social, cultural, nacional, como plasmaciones históricas de la identidad humana, están bajo sospecha, porque, aunque a veces unan, también conllevan el riesgo grave de fracturar la sociedad y sabotear la construcción de un mundo donde todos podamos convivir sin perder las libertades ni ver comprometidos nuestros derechos.


TEMAS
identidad cultural · identidad humana · identitarismo · laicidad · multiculturalismo · nacionalismo



Al afirmar que la identidad está bajo sospecha, lo primero es aclarar de qué identidad se trata. Pues el concepto en sí mismo resulta tan abstracto que es forzoso hacerlo aterrizar de alguna manera. Por lo general, cuando hablamos de identidad, se puede asimilar casi siempre a la identidad cultural. A veces se habla de identidad étnica, a veces de identidad nacional, a veces de identidades más particulares, de signo político, de género, etc. La principal dificultad que encuentro en este tema es que la terminología que utilizamos para abordar el tratamiento del problema es una terminología poco asentada, que se emplea de distintas maneras. Incluso quienes se dedican, desde la antropología o desde la filosofía, a disertar sobre este asunto de la identidad la entienden de maneras enormemente dispares, si es que no completamente equívocas. Casi nunca sabemos exactamente de qué se está hablando, pero eso no impide que se pronuncie un discurso de una hora hablando de la "identidad", como si todo el mundo tuviera claro de qué se trata. Yo doy por sentado que no lo sabemos. Ni siquiera yo mismo estoy muy seguro de saberlo, por lo que voy a comenzar planteando algunas cuestiones que sirvan para hacernos pensar sobre esto y, con suerte, progresar un poco en el análisis del problema y en el desarrollo de instrumentos teóricos   que nos permitan abordarlo de una manera más clarificadora.

En el fondo, se trata de la identidad humana, aunque esto cabe entenderlo en escalas muy diferentes. Porque la propia realidad humana no se da en una sola escala. Somos una especie biológica: todas las sociedades humanas del planeta Tierra pertenecemos a la misma especie. Ahí encontramos ya una base para nuestra identidad: todos somos especímenes de la especie homo sapiens. Esta es una referencia de orden más bien zoológico, natural, biológico, genético. No se suele referir a esto, habitualmente, el tema de la identidad, que se entiende más bien como algo cultural, histórico y social, lo cual, a su vez, se puede interpretar de muchas maneras. Por tanto, una cosa es la especie biológica y otra, bien distinta, aunque inseparable de ella, son las sociedades humanas, que siempre están constituidas por poblaciones de la especie, que se han dispersado geográficamente y que vienen existiendo desde los orígenes de la especie, hace unos doscientos mil años. Todas esas poblaciones se han constituido en sociedades de muy diverso tipo, cada una de ellas con su "identidad" peculiar. Sería esta identidad poblacional y cultural la que se aborda fundamentalmente cuando se plantea el problema. Pero con estas dos, la identidad genética o biológica y la identidad sociocultural, todavía no hemos dicho ni una palabra de otra más cercana, que es la identidad individual, que cada uno de nosotros poseemos, por supuesto siendo miembros de la especie y siendo socios de una sociedad, pero con un perfil propio.

La articulación entre estos tres niveles o escalas no es obvia, ni es lineal. Ni el ADN determina nuestro comportamiento social, ni las estructuras de nuestro sistema social determinan directamente cómo vamos a comportarnos individualmente, como si fuéramos robots a los que les han instalado un programa cultural para que actúen de una manera predeterminada. Hay ámbitos específicos, interdependientes a la vez que autónomos. Desde luego, el individuo no llega siquiera a ser humano si no incorpora una cultura, pero si se limitara al cumplimiento de un programa preestablecido, el individuo quedaría anulado. No obstante, algo así es lo que pretenden los comunitaristas, defensores de una estereotipada "identidad cultural" o "identidad nacional", a imagen y semejanza del modelo de su fabulación. De modo que la "identidad" particularista postula la negación de las libertades ciudadanas y, en último término, atenta contra la libertad humana. Las tres escalas se dan en una temporalidad muy desigual y entre ellas operan relaciones muy complejas, que habría que analizar más afondo. Contentémonos, al menos, con detectar y tener en cuenta el problema.

¿Cómo definir, entonces, la identidad, poniendo el foco fundamentalmente en la escala colectiva del plano sociocultural, antroposocial? De entrada, veo más claro lo que no es que lo que es. Pues no está bien definida la identidad social o cultural, si nos atenemos al sentido en que la entienden los movimientos identitarios, es decir, nacionalistas, indigenistas, feministas, pero también, en el plano político, los movimientos socialistas, anarquistas, comunistas, nacionalsocialistas y liberales. Creo que todas esas son formas parciales, erróneas, perversas de entender la identidad social, por cuanto crean una visión sectorial, frecuentemente sectaria, cuya ambivalencia y destructividad están bien atestiguadas en la historia del último siglo. ¿Cómo definirla, entonces? Para intentarlo, partimos de un enfoque que considera que toda identidad es resultado de un proceso histórico y social de formación. Es algo que se construye en la vida de la sociedad. No está determinado por los genes. Tampoco está determinado por ninguna "necesidad histórica", concepto contradictorio, si el tiempo histórico es algo abierto a la incertidumbre. Por consiguiente, toda identidad tiene historia en un sentido fuerte y solo se puede conocer en la historia. Esto significa que no hay identidades originarias, atávicas, identidades sacralizadas, como si desde siempre hubieran sido así y debieran permanecer inmutables. En ninguna sociedad humana ha habido jamás tal identidad originaria. Todas constituyen un precipitado de mezclas culturales. Y en la mayor parte de los casos, incluso lo más típico de una sociedad es algo que procede de otra parte, lo mismo que, remontándonos en el tiempo, todas las poblaciones actuales vinieron de otra parte, todas hablaban otra lengua, todas tenían otras costumbres, todas vivían de otra manera. Con lo cual, pretender establecer modelos fijos identitarios supone siempre una maniobra de engaño y autoengaño. Y dígase lo mismo con respecto a las propuestas de futuro.

 

Teorías un tanto deficientes

Hace falta aplicar un método antroposocial lo más científico posible y una reflexión filosófica más crítica. ¿Cómo se lo plantea hoy la antropología? Podemos decir que hay tres modelos de interpretación o teorías básicas, a las que aludiré muy esquemáticamente, La primera es la teoría esencialista, que viene a sustentar que la identidad cultural procede del "alma del pueblo", sobreentendiendo que cada pueblo tendría su esencia particular (caigamos en la cuenta de que el concepto de "pueblo", más bien mítico, se opone al de sociedad). Habría un "espíritu del pueblo", cuasieterno, del que el pueblo realmente existente se aleja, pero entonces surgen los defensores de las verdaderas esencias, empeñados en rescatar al pueblo y devolverlo al redil de su verdadera identidad. Esta orientación presenta un doble matiz. Por una parte, es como algo de orden metafísico: el alma eterna del pueblo, su identidad nacional, su identidad étnica o cultural. Al mismo tiempo, es algo mítico: siempre es un relato que, escogiendo de forma arbitraria y sesgada ciertos hechos históricos, los inserta en una historia que es absolutamente una creación fantasiosa, que cumple sus funciones sociales, pero que no es historia, sino una narración mitificada, una manipulación ideológica.

La segunda teoría, planteada por algunos antropólogos, podemos llamarla objetivista. Considera que la identidad está constituida de modo efectivo por una serie de "marcadores de identidad" que pueden inventariarse. Tales marcadores consistirían en un conjunto característico de hechos observables que forman parte de la estructura misma de la sociedad. ¿Cuáles son estos rasgos? Por lo general, abreviando, se suelen tener en cuenta sobre todo la lengua, el parentesco, la religión y algunas costumbres típicas. Suelen dar menos importancia al plano económico, al modo de producción, que sin duda pertenece al núcleo sólido de la sociedad, al que tampoco es ajeno el sistema político. De lo contrario, aparece la tendencia a quedarse con un repertorio de marcadores folclóricos de la identidad, seleccionados en virtud del gusto del investigador o por la manipulación del político interesado en fabricar un "hecho diferencial". El colmo de esta deriva se alcanza cuando se caracteriza la identidad étnica por unos rasgos objetivos que la sociedad o la mayoría de sus miembros no tienen en realidad. Por ejemplo, cuando se dice que los vascos tienen el factor Rh negativo y resulta que no es así en más del 60 por ciento de la población vasca; o cuando se cifra en poseer tantos apellidos vascos, cuando el 55 por ciento de la población actual no cuenta con ninguno; o cuando se dice que son vascos los que hablan eusquera, siendo así que apenas un cinco por ciento lo tiene como lengua materna.

La tercera teoría se puede denominar subjetivista. Es quizá la preferida últimamente por los antropólogos sociales y los etnógrafos. Sostienen que la identidad consiste fundamentalmente en el "sentimiento de pertenencia" o en la conciencia de pertenencia, mediante la cual uno se adscribe a sí mismo a un grupo, o bien es adscrito a un grupo por otros. Ahora bien, si la explicación radica en un sentimiento que se justifica por sí mismo, mala teoría vamos a elaborar, basándola en un absoluto irracionalismo. En la práctica, la identidad podría depender de que un embaucador, con suficiente capacidad para agitar las emociones de la gente, les haga sentir intensamente adhesión a cualquier fantasía, a cualquier utopismo. Es lo ocurrido con tantos movimientos de masas que siguieron a los grandes demagogos de la historia con un entusiasmo alucinado. Pero ¿se reduce a esto la identidad social?

Desde un punto de vista ecuánime, quizá cada una de estas teorías contenga algo de verdad, pero no es menos cierto que cada una comporta su propio extravío epistemológico. En la identidad, siempre hay elementos míticos, siempre hay elementos objetivos de la estructura social y hay también alguna proyección emocional respecto a aquello que creemos que nos identifica. El problema estriba en que cada uno de esos enfoques se encuentra marcado predominantemente por su peculiar ideología, de modo que el investigador no se puede conformar con la visión propia los protagonistas y lo que estos creen que fundamenta su "identidad", sino que tiene que considerar que se enfrenta a una ideología que conspira ahí y que debe ser analizada. Hay que averiguar cómo está estructurado el sistema de ideas, cómo induce a engaño a la gente y qué función social viene a cumplir. Toda identidad es ideológica. La ideología produce efectos sociales, pero nunca puede darnos la explicación científica del comportamiento de la sociedad. Aunque muchos antropólogos han sustituido la ciencia por la ideología, por la vía del posmodernismo.

 

Toda identidad es una ideología de matriz religiosa

¿Qué significa que toda identidad es ideológica? Una ideología no es solo una serie de ideas que nos rondan por la cabeza, sino que está constituida como una especie de marco de referencia que, sirviendo de guía al pensamiento y las emociones, acaba influyendo decisivamente en el comportamiento. Implica una visión del mundo que va más allá de lo que se puede constatar empíricamente. Posee un carácter interpretativo, orientativo, normativo, en última instancia de orden mítico, en la medida en que, mediante unos relatos canónicos, produce una comprensión de los hechos que desborda ampliamente lo que una descripción científica podría alcanzar. En suma, la ideología comporta siempre una vertiente mítica, sea cual sea la índole de la ideología: cultural, o política, o religiosa.

Toda ideología va acompañada, además, de algún tipo de actuaciones simbólicas estereotipadas, o ritos, que son compartidos por los seguidores de tal visión del mundo. Da igual que aparezcan como celebración religiosa o cívica, una procesión o una manifestación, o cualquier otra ceremonia. Se trata de la expresión simbólica de las creencias mitificadas y las aspiraciones profundas. La sacralidad está ineluctablemente presente, de modo que la distinción entre el simbolismo político y el religioso me parece irrelevante o, al menos, muy secundaria. Por último, toda ideología apunta a la acción práctica, ofrece normas que rigen los comportamientos éticos y políticos, cosa que se entiende sin dificultad.

Pues bien, la combinación de mito, rito y práctica eticopolítica, con la promesa de una mejora de la vida referida al sentido del mundo, es precisamente lo que constituye la estructura de los sistemas religiosos. Esto pone de manifiesto que toda ideología, lo mismo que toda identidad social, es en el fondo algo de carácter religioso. En este punto, habría que poner una nota a pie de página para justificar el concepto de religión que estoy utilizando. En cualquier caso, entiendo por religión no solo las religiones organizadas, sino todos los movimientos sociales que conllevan una visión mítica, unos rituales y unas estrategias de acción práctica, a las que se adhieren los seguidores fielmente.

Desde esta teoría de la religión, por mi parte y a pesar del tópico establecido, opino que en Europa no ha habido realmente un proceso de "secularización". Todo lo contrario, ha habido un auge tremendo de la religiosidad y el fanatismo, cuya demostración más irrefutable cabe observar en las catástrofes de las dos guerras mundiales del siglo XX. Y en España, por ejemplo, los partidos y sindicatos revolucionarios de los años 1930 se comportaron como auténticos movimientos mesiánicos, finalmente sectarios, que impulsaron a miles y miles de personas, con un fervor inaudito, a dar su vida por la causa. A su manera, crearon su propia visión del mundo y sus propias divinidades (el Pueblo, la Revolución, etc.). Pues no hay que confundir "religión" con un Dios concreto ni con una organización tradicional concreta. Basta que se dé una movilización dotada con un tipo de pensamiento mítico o utópico, junto a un fuerte vínculo emocional y una forma de intervención social con pretensiones soteriológicas. De ahí que se haya hablado de "religiones políticas" y de "religiones de salvación terrestre". Una religión puede entrar en crisis, pero la religiosidad no se destruye, sino que se transforma, se desplaza hacia otro sistema que parezca prometer la salvación o alguno de sus sucedáneos. Quienes afirman que no tienen religión deberían interrogarse cuál es la religión que practican, sin llamarla así, porque no es imaginable que los humanos vivan en el mundo sin interpretarlo y sin ir en su actuación más allá de toda demostrabilidad científica.

Como toda ideología y toda religión, cuya valoración no tiene por qué ser forzosamente negativa, la manía identitaria arrastra muchas veces, cuando se radicaliza, a que personas y sectores sociales y sociedades enteras exhiban comportamientos patológicos. Lo patológico no es privativo de ningún sistema determinado, ni requiere una vertebración institucional.

¿Cuáles son los riesgos que lleva consigo el énfasis en la identidad? En primer lugar, un riesgo de dogmatismo: los defensores de una "identidad" están poseídos por la evidencia de su verdad absoluta y no vacilarán en declarar herejes a todos aquellos que no participen de su misma creencia. En segundo lugar, el riesgo subsiguiente de fanatismo, en la medida en que a la visión dogmática se le adhieren grandes dosis de identificación sentimental, que puede convertirse en agresividad contra quienes niegan la verdad sacralizada. Cuando el dogmatismo se refuerza y el fanatismo vivido se intensifica con gran vehemencia, en situaciones críticas, fácilmente se desencadenará la violencia social, política, bélica. La historia nos muestra cómo, en determinados contextos, han operado así algunas instituciones religiosas, lo mismo que las criptorreligiones políticas representadas por las organizaciones políticas revolucionarias. Son estas últimas las que en menor tiempo han amontonado la monstruosidad de millones y millones de personas sacrificadas en aras de sus dioses. La apología de una identidad que se tiene por sagrada contribuye a justificar y legitimar ideológicamente, religiosamente, el asesinado en masa, al que la imaginación dogmática atribuye siempre un valor salvífico. Igual que en las formas más arcaicas de religión.

A pesar de todo, lo que estoy exponiendo no es una condena simple de la identidad social o cultural, sino que es un llamamiento para considerar de manera crítica el problema de las identidades colectivas. En realidad, siempre estamos identificándonos en lo que hacemos, pero esto no tiene por qué equivaler a la sumisión gregaria a un patrón cultural impuesto por otros. La cuestión es si el orden social y las instituciones promueven las condiciones más favorables para la libertad de los individuos, en lugar de lo contrario. Los sistemas totalitarios, y en algún grado todos los movimientos identitaristas lo son, pretenden sojuzgar las libertades.

 

Desacralizar, relativizar las identidades

En fin, hemos de cobrar conciencia de que el asunto de la identidad, de quiénes somos, resulta siempre algo ambivalente, ante lo que tenemos que estar permanentemente en guardia y rectificando cada vez que sea aconsejable. El reforzamiento de una identidad es un arma de doble filo, pues puede cumplir tanto la función de unir como la de dividir. Y ahí quizá habría un criterio de discernimiento: las propuestas identitarias que llevan a una convivencia social más amplia son más sanas que las que crean fracturas y enfrentamientos. El desafío está en cómo crear modelos de identificación donde, a diferencia de las asociaciones de signo sectario, se pueda integrar toda la pluralidad de identidades efectivas. El problema se plantea hoy desde la escala local a la escala mundial. En último término, la cuestión es cómo hacer convivir todas las poblaciones de la especie humana, todas las sociedades y culturas, en una civilización planetaria a la que parece que estamos abocados en un futuro más o menos distante. Cómo ir construyendo una sociedad mundial, sin sucumbir a la imposición sobre la totalidad de un modelo identitario cerrado e imperial.

Creo que la reflexión sobre la "identidad" nos debe ayudar a ponerla en cuestión una y otra vez, ejercitando siempre la crítica, pero también la autocrítica, esto es, decididos a revisar y relativizar la propia identidad. Todo lo contrario de esa actitud del converso que, una vez que ha sido deslumbrado por lo que cree su verdadero modelo identificativo, está dispuesto a dar toda la vida por él y, llegado el caso, a quitársela a los demás.

Probablemente esta relativización de la identidad, que sugiero, se deba interpretar como un aspecto importante de la laicidad, tan necesaria en las sociedades complejas contemporáneas. Frente a la tendencia a la sacralización, no solo la inherente a las instituciones y los grandes movimientos sociales, sino la más próxima de nuestra personal identidad y la de los múltiples niveles de pertenencia a los que nos adherimos, se nos propone la tarea de desacralizar, secularizar, relativizar y rechazar cualquier tentación de sectarismo.

La identidad está bajo sospecha, por cuanto no cesa de tender trampas a la libertad.

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Artículos de Ensayos de Filosofía citados:

Pedro Gómez García:

– "Conceptos contra el multiculturalismo"


Publicado 02 septiembre 2017