Número 12, 2020 (2), artículo 1


Por la tercera cultura


Vladimir López Alcañiz

Investigador independiente




RESUMEN
En 1959, Charles Percy Snow certificó la existencia de “las dos culturas”: la humanística y la científica. Sesenta años después, diversos trabajos procedentes de cada una de esas culturas exploran las virtualidades de su encuentro y la posibilidad de dar cuerpo a una tercera cultura.


TEMAS
cambio cultural · creatividad · cultura científica · cultura humanística · Ilustración · imaginación



El 7 de mayo de 1959, cerca de las cinco de la tarde, C. P. Snow certificó ante un selecto auditorio de la Universidad de Cambridge la existencia de las dos culturas: la científica y la literaria —que identificaremos por extensión con la humanística—. Con un pie en cada una, el físico y novelista inglés se quejó de la condescendencia con que, en las reuniones literarias, se hablaba de los científicos que no habían leído las grandes obras de la literatura inglesa. En alguno de esos encuentros, respondió a esa actitud preguntando provocativamente si alguien era capaz de describir la segunda ley de la termodinámica. Además de fría, la respuesta que obtuvo fue negativa. Y eso que, según él, su pregunta era el equivalente científico de: “¿Han leído una obra de Shakespeare?”.

Pero si hoy recordamos aquella sesión de la prestigiosa conferencia Rede no es solo por esa anécdota, sino porque Snow planteó un problema serio y todavía vigente. El desconocimiento entre humanistas y científicos, aseveró, a veces se vuelve desconfianza e incluso antipatía. Así, por ejemplo, si creen que los científicos solo tienen en mente el futuro, entonces los literatos abrazan el pasado y desean que ese futuro no exista. Semejante polarización es una pérdida para todos, puesto que ahí donde colisionan dos disciplinas, dos culturas, se producen oportunidades de creación que jamás existirán si los dos mundos viven de espaldas al otro.

Nuestras sociedades no solo no tienen una cultura común, lamentó, sino que parecen haber renunciado a ella. La especialización académica ha mermado drásticamente nuestra capacidad de comunicar el conocimiento de forma a la vez sofisticada y comprensible. La cultura humanística no quiere saber nada del lenguaje formal y la científica descuida el lenguaje verbal, olvidando así que el pensamiento simbólico y la imaginación narrativa son dos facultades específicamente humanas, y por eso imprescindibles.

Pongamos dos ejemplos del encuentro de tales facultades. El primero, que facilita el propio Wilson, es la ciencia ficción: el conocimiento científico y técnico, tratado por el genio de la ficción, es una fuente de creatividad que tiende puentes entre la ciencia y las artes creativas. El segundo, al que aludió varias veces el añorado George Steiner, es la belleza matemática. La belleza es un concepto que solemos asociar a las artes, pero su uso en el contexto de las matemáticas no es una mera analogía. “Equivale rigurosamente a ‘verdad’, como en la ecuación de Keats” (Steiner 2001: 182): una demostración es bella porque es verdadera y es verdadera porque es bella. En efecto, las matemáticas poseen también criterios de belleza. En sus construcciones hay tanta imaginación y creatividad como pueda haberlas en las composiciones de Haydn o Berlioz. Y hay también elegancia y estilo personal. Igual que puede reconocerse el estilo de un literato —por ejemplo, el de Julio Cortázar en su traducción de los cuentos de Poe—, puede también identificarse al proponente de una demostración por razones estilísticas —como hizo Bernoulli con Newton en el célebre episodio de la garra del león—.

Retomemos el hilo. Tener dos culturas incomunicadas no es solo insensato, sino también peligroso. En un momento en que la ciencia determina una parte importante de nuestro destino, de nuestra vida y muerte en definitiva, es peligroso en el sentido más urgente y literal de la palabra. La cultura dividida —a la que hoy cabe añadir, evocando a la gran Nicole Loraux, la ciudad dividida— es además un obstáculo para entender la magnitud de las transformaciones que experimenta nuestro mundo. Y ahora que la velocidad de los cambios y una nueva revolución tecnológica desafían nuestra imaginación, nada es más necesario que un esfuerzo de comprensión conjunto. Pues solo la inteligencia puede vencer el malestar en la cultura.

“Si construimos cajas mentales para dejar fuera todo lo que no encaja, nos volvemos más mezquinos” (Snow 1959: 93). Alguien podría haber pronunciado hoy mismo estas palabras, si acaso con mayor aprensión ahora que entonces, pues la polarización social, ciertos medios de comunicación, las redes sociales, el filtro burbuja y la corrosión del civismo no han hecho más que agravar el problema. Porque si es malo que no haya istmos entre las islas de cultura, peor aún es que haya trincheras de incultura. Necesitamos una base de hechos probados y un mínimo acuerdo sobre la realidad en que vivimos para poder discutir sobre el mejor modo de actuar y decidir en ella. “Puede enseñarse un mito, pero cuando el mito se ve como un hecho y el hecho se refuta, el mito se vuelve una mentira. Nadie puede enseñar una mentira” (Snow 1959: 84).

En esta coyuntura crítica, necesitamos toda la creatividad que seamos capaces de reunir. Por eso debemos volver, sesenta años después, a la encrucijada entre las dos culturas y tender puentes entre ellas. La confluencia de la ciencia, las artes y las humanidades puede llevarnos hacia una tercera cultura, como quería Snow; el espíritu de la ciencia básica aplicado al campo de las ideas puede ayudarnos a reactivar la imaginación creativa y recomponer el tejido de conocimientos que protege a una sociedad de la ignorancia y la impostura.

 

Los orígenes de la creatividad

Dos libros recientes, uno de cada lado de la frontera entre las dos culturas, convergen en la necesidad de sellar la brecha para liberar la creatividad y comprender el cambio histórico. El primero de ellos, Los orígenes de la creatividad humana de Edward O. Wilson, se abre con esta declaración de intenciones: “Las dos grandes ramas del conocimiento, la ciencia y las humanidades, son complementarias en nuestra persecución de la creatividad” (Wilson 2018: 11), que no es otra cosa que la búsqueda de la originalidad.

De acuerdo con el biólogo y entomólogo estadounidense, el nacimiento de las humanidades se produjo hace milenios a la luz de una hoguera, en los primeros campamentos humanos. Un acontecimiento pequeño tuvo entonces grandes consecuencias. Según parece, el paso de una dieta fundamentalmente vegetariana —compuesta de frutos, semillas y hojas blandas— a una más cárnica impulsó a los australopitecinos a hacerse más sociales. Todo lo que acarrea establecer un campamento y mantener vivo el fuego hace que el grupo se mantenga unido durante horas antes de dormir. Es el momento para tejer alianzas, ajustar cuentas y contar historias. A la luz de la fogata, la charla se convierte en narración y esta da paso al canto, el baile y los rituales religiosos. Pero, sobre todo, ahí se elabora el lenguaje, la sustancia del pensamiento: “El lenguaje no es solo una creación de la humanidad, es la humanidad” (Wilson 2018: 34). Por eso es tan importante cultivar hoy el lenguaje como entonces lo era preservar las llamas —y por eso quienes persiguen degradar a la humanidad empiezan por pervertir el lenguaje—.

Esa tradición milenaria basada en el lenguaje narrativo y las artes creativas, sin embargo, en la actualidad atraviesa una crisis. Mientras que la ciencia y la tecnología se duplican cada diez o veinte años —aunque también están sujetas a la ley de rendimientos decrecientes, como sucede por ejemplo con la inversión para descubrir nuevos medicamentos—, las humanidades están atascadas. Según Wilson, la historia nos ha hecho retroceder con éxito hasta los albores del Neolítico, pero ese tracto de tiempo no basta para explicar el doble acervo, cultural y génico, de la naturaleza humana. Y hasta que eso no ocurra, las humanidades carecerán de raíces. Para robustecerlas, Wilson apuesta por una combinación de cinco disciplinas fronterizas: la paleontología, la antropología, la psicología, la biología evolutiva y la neurobiología.

Solo así podrán las humanidades competir con las religiones y las ideologías y hacer valer aquello que las distingue de ellas: su capacidad de innovar. Pero la fe religiosa y la mistificación ideológica no son la única competencia. Lo son también el profundo descrédito del conocimiento y la doctrina de la rentabilidad de la educación, que privilegia las ciencias aplicadas frente a la ciencia básica y las humanidades. “STEM —las siglas en inglés de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas— se ha convertido en el símbolo de poder de Estados Unidos, el equivalente del SPQR de Roma” (Wilson 2018: 83).

Las humanidades deben hacerse valer porque su importancia es capital: “Las humanidades crean valor social” (Wilson 2018: 76). Su lenguaje, impelido por el poder de la emoción y la metáfora, genera motivación e impulsa a la acción; es un motor de la civilización. Así, por ejemplo, hoy salta a la vista que los problemas que ha generado la dominación humana de la naturaleza superan con mucho la capacidad de las comunidades en que se ha organizado la especie, comunidades egoístas que demasiadas veces se han revelado insensibles al bien común de la especie y el planeta. Pues bien, las humanidades tienen el poder de hacer virar esta trayectoria moral, de corregir la tendencia a identificar el mundo con nosotros mismos en lugar de identificarnos nosotros con el mundo. Pero para ello tendrán que hacer suyo y difundir también el valor del saber científico y tecnológico. “Necesitamos unas humanidades y una ciencia unificadas para construir una imagen completa y honesta de lo que somos realmente y de aquello en lo que podemos convertirnos” (Wilson 2018: 96).

Hoy estamos empezando a comprender en qué medida nuestro comportamiento social está condicionado por la herencia genética, por el aprendizaje predispuesto genéticamente y por la invención cultural, así como la retroalimentación entre estos factores. Esta comprensión renovada puede abrirnos las puertas de una “tercera Ilustración”, un tiempo en el que “parecería apropiado devolver la filosofía a la posición apreciada que tuvo antaño”, por ejemplo hace dos mil quinientos años en el ágora de Atenas, “esta vez como centro de una ciencia humanística y de unas humanidades científicas” (Wilson 2018: 196). La alternativa, no nos engañemos, bien puede ser una nueva edad oscura.

 

Un pie en el río

Según Wilson (2018: 194), “la piedra filosofal de la autocomprensión humana es la relación entre la evolución biológica y la evolución cultural”. Sin embargo, en el siglo diecinueve el estudio del cambio se bifurcó: el cambio orgánico y el cambio cultural se convirtieron en campos de estudio distintos. Nos aproxima a ese momento Felipe Fernández-Armesto en el segundo de los libros que sigo, Un pie en el río. El historiador británico de ascendencia española detecta dos circunstancias que ayudan a explicar esa separación: la imbricación de la historia y la construcción de Estados nación, que absorbió la energía de los historiadores, y la obsesión textual de los académicos humanistas, que los alejó de las disciplinas fronterizas de entonces: la arqueología y la paleontología.

En la época del positivismo, además, la historia y otras disciplinas que empezaron a llamarse ciencias sociales quisieron beneficiarse del prestigio de la ciencia incorporando, pretendidamente, sus métodos, no siempre con buenos resultados: la tendencia teológica “fundamentalista”, que hoy consideramos la más alejada de la ciencia y la racionalidad, nació como un intento, por parte de teólogos de Princeton y Chicago, de basar el estudio de Dios en hechos irrefutables; el darwinismo social, la eugenesia y los proyectos de ingeniería social del socialismo científico tampoco han tenido una posteridad amable.

La cientifización de lo social engendró un producto especialmente pernicioso: el determinismo. Así, por ejemplo, una de las certezas supuestamente científicas que se tenía en Occidente hacia finales del siglo diecinueve era la superioridad de determinadas razas y culturas, una imagen que servía a los países imperialistas para justificar su dominio sobre otros pueblos y, en Estados Unidos, era la coartada para mantener la segregación racial después del fin de la esclavitud. Por suerte, desde el campo de la antropología social, Franz Boas lideró “una reacción en favor de la autonomía de la cultura” (Fernández-Armesto 2016: 89). Boas y sus discípulos, como Margaret Mead, hicieron insostenible la clasificación de las sociedades según el modelo evolutivo e impugnaron la existencia de patrones y determinantes universales. Pero, nuevamente, apareció la división entre las dos culturas: la antropología cultural y la antropología física se separaron, reforzando las trincheras disciplinarias.

El comienzo del siglo veinte fue un momento de ebullición cultural. Poincaré subrayó el papel de “la idiosincrasia del individuo” en la elección de las hipótesis de la ciencia; Einstein formuló su famosa teoría de la relatividad; se descubrió el núcleo atómico y se desarrolló la mecánica cuántica. Mientras la ciencia se encaminaba hacia el principio de incertidumbre, el lingüista Ferdinand de Saussure desestabilizó la relación entre las palabras y las cosas, desvelando que el significado es un constructo cultural que no se aprende del mundo. El arte trató de plasmar esas transformaciones. El primitivismo contribuyó a cuestionar las jerarquías raciales; la abstracción respondió a la división de la materia en partículas elementales; el jazz y la música atonal transformaron las armonías del pasado como la física cuántica alteró el orden newtoniano. A pesar de todo, “las narrativas lineales del cambio sobrevivieron a esta explosión y la voluntad intelectual de explicar el cambio cultural de manera científica siguió en boga” (Fernández-Armesto 2016: 96).

Deshecho el prejuicio sobre la superioridad del hombre blanco, el siguiente paso fue seguir a los “gorilas en la niebla” para descubrir las culturas no humanas. Para disciplinas como la historia o la antropología, la posibilidad de comparar a los seres humanos con otros animales culturales resulta iluminadora, puesto que permite ponderar mejor lo que nos acerca y aleja de ellos. “Ahora podemos ver el pasado humano desde una nueva perspectiva y, en consecuencia, con más claridad que antes”, señala Fernández-Armesto (2016: 161), que vuelve a encontrarse con Wilson (2018: 63), para quien “el principal defecto de los estudios humanísticos es su antropocentrismo extremo”, que “nos deja muy poco para comparar con el resto de la vida” y, por tanto, para comprendernos y juzgarnos mejor a nosotros mismos.

La conclusión a la que se ha llegado a menudo al hacer frente a las culturas no humanas ha sido que, puesto que tradicionalmente se ha estudiado el comportamiento animal a partir del evolucionismo, ahora deberíamos hacer lo mismo con la conducta humana. La brecha entre las dos culturas regresa para obstaculizar nuestra comprensión. “La mayoría de los primatólogos no consigue ir más allá del darwinismo a la hora de entender la cultura mientras que los antropólogos a menudo se niegan a incluir en su trabajo las aportaciones de la ciencia” (Fernández-Armesto 2016: 167). Pero si aproximamos los dos extremos de la fractura cultural y los ponemos a trabajar en pie de igualdad, percibimos la necesidad de superar los límites del evolucionismo para investigar tanto la conducta de los primates no humanos como la cultura humana.

Para entender el cambio cultural —que es el principal objetivo de Fernández-Armesto y también una de las tareas de mayor calado en la que hoy deberían converger las ciencias y las humanidades—, “puede ser más útil pensar que el hombre pertenece a muchas especies culturales distintas que a una sola especie biológica” (Fernández-Armesto 2016: 172). Esta tarea debe propiciar el entendimiento entre la historia y la biología sobre la base de esta doble afirmación: la cultura depende de la evolución, pero puede cambiar al margen de ella. Y, en este punto, hay algo que distingue a la cultura humana del resto.

 

La imaginación que atraviesa el río

Recordemos este bello pasaje de Nietzsche (1874: 41): “Es asombroso: ahí está el instante presente, pero en un abrir y cerrar de ojos desaparece. Surge de la nada para desaparecer en la misma nada. Sin embargo, luego regresa como un fantasma perturbando la calma de un presente posterior. Continuamente se separa una hoja del libro del tiempo, cae y se aleja aleteando para, de repente, volver al seno del hombre. Entonces, al mismo tiempo que el hombre dice ‘me acuerdo’, envidia al animal que olvida inmediatamente mientras observa cómo ese instante presente llega a morir realmente, vuelve a hundirse en la niebla y en la noche desapareciendo para siempre”.

Aunque las palabras del filósofo apuntan a una crítica de la historia y no tanto de la memoria, es cierto que con frecuencia se ha asumido que los recuerdos humanos son más precisos que los de los animales. Los datos de los que disponemos, sin embargo, desmienten tal apreciación. Más aún: al menos en determinadas circunstancias, nuestra memoria es mala en comparación con la de otras especies. La explicación que ofrece el psicólogo norteamericano Daniel Schacter —que recuerda al motivo que fabuló Jorge Luis Borges en el cuento “Funes el memorioso”— es plausible: “La evolución nos ha dado una memoria poco fiable porque si fuera fiable nuestra vida sería un suplicio” (Fernández-Armesto 2016: 205). La fragilidad no es, por tanto, solo un defecto de la memoria. Al contrario, pone de manifiesto su singularidad: su vínculo con la imaginación.

En efecto, el estudio de la estructura cerebral corrobora la cercanía entre la memoria y la imaginación, puesto que ambas activan zonas coincidentes del cerebro. Además, las dos son facultades que “nos hacen ver lo que no está ahí”. La capacidad de la memoria de distorsionar los recuerdos de lo que realmente sucedió “tiene un poder creativo: puede reconvertir la realidad en fantasía, convertir la experiencia en una especulación”. Como esas malas lecturas creativas de las que hablaba Harold Bloom, “cada falso recuerdo es un anticipo de lo que podría ser un nuevo futuro, un mundo distinto al que podemos aspirar” (Fernández-Armesto 2016: 206-208).

La imaginación desafía el evolucionismo, toda vez que no es fruto de las necesidades de la supervivencia. Surge de dos facultades sujetas a las leyes de la evolución, la mala memoria y la buena capacidad de anticipación, pero su desarrollo es cultural. Prueba de ello, recuerda Fernández-Armesto (2016: 208), es que “alabamos al bardo, pagamos al músico, tememos al chamán, obedecemos al sacerdote y veneramos al artista”. Pero, si es cierto que la cultura estimula la imaginación, no lo es menos que “la imaginación es el motor de la cultura”. La imaginación y las ideas que ella alumbra “dirigen el cambio cultural” (Fernández-Armesto 2016: 208) y son tanto más prolíficas cuanto más interactúan. Por eso las sociedades culturalmente más productivas son aquellas que mantienen un contacto más estrecho y fértil con las otras. Para cerrar el círculo, insistiremos en que la conexión entre las dos culturas es un estímulo para la imaginación y una fuente de creatividad. O, lo que es lo mismo según hemos visto, de humanidad.

A pesar de todas las dificultades, son tiempos de esperanza. De acuerdo con Wilson y Fernández-Armesto, la brecha entre las dos culturas ya se está sellando —aunque todavía es notable la que existe, dentro de cada cultura, entre el espíritu teórico y el espíritu práctico, entre la investigación fundamental y la investigación aplicada—. El análisis de nuestra relación con la naturaleza y la tecnología, la respuesta a la crisis climática y la evaluación del papel de la especie humana como agente geológico —cuya importancia llevó al químico neerlandés Paul Crutzen a acuñar la noción de “Antropoceno” en el año 2000 y, en 2017, a la Organización Meteorológica internacional a incluir la “antroponube” en su lista oficial de formaciones nubosas— son algunos de sus lugares de encuentro. El reto de dar forma al futuro después de la pandemia también debe serlo.

 

Cultura con rostro humano

Dos obras complementarias, La nueva edad oscura de James Bridle y Nueva ilustración radical de Marina Garcés, describen desde sus mismos títulos la situación en que nos hallamos y hacia dónde deberíamos encaminarnos. Sintomáticamente, coinciden en uno de sus diagnósticos casi palabra por palabra. “Todo el mundo sabe lo que está pasando y nadie puede hacer nada al respecto” (Bridle 2020: 203), afirma el artista y tecnólogo inglés. “Lo sabemos todo, pero no podemos nada. Con todos los conocimientos de la humanidad a nuestra disposición, solo podemos frenar o acelerar nuestra caída en el abismo” (Garcés 2017: 9), remacha la filósofa barcelonesa.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Según Garcés, una de las razones es haber perdido el timón de la historia y haber naturalizado la inevitabilidad del curso de los acontecimientos. El tiempo en que el destino todavía estaba en nuestras manos —el tiempo histórico— es hoy un tiempo en ruinas. Al romperse el vínculo entre lo que pueda suceder y lo que podemos hacer, se ha clausurado el horizonte del futuro. “La acción humana, tanto individual como colectiva, no está ya a la altura de la complejidad que ella misma genera” y, en consecuencia, “el sujeto, como conciencia y voluntad, ha perdido la capacidad de dirigir la acción en el mundo” (Garcés 2017: 21). Una nueva Ilustración radical debe empezar a pensar ya lo que aún no somos capaces de entender y proporcionarnos herramientas de todo tipo —conceptuales, históricas, políticas, poéticas, estéticas, científicas y técnicas— para recuperar la centralidad de la participación personal y colectiva en la vida del presente y la construcción del futuro.

Por su parte, Bridle pone de manifiesto que la aceleración tecnológica ha transformado el planeta, pero no nuestra forma de entender esas transformaciones, por lo que el mundo se ha vuelto más opaco. (Y el meteorólogo computacional William B. Gail vaticina que nuestros nietos sabrán todavía menos del mundo en que vivirán de lo que sabemos nosotros del nuestro). Además, enfatiza que “las nuevas tecnologías no se limitan a aumentar nuestras capacidades, sino que las determinan y dirigen activamente” (Bridle 2020: 12). Por eso necesitamos una alfabetización tecnológica para comprenderlas y manejarlas. Para ello, el primer paso es desterrar la creencia en la neutralidad de la tecnología y en el solucionismo, es decir, en el dogma según el cual la tecnología logrará resolver cualquier problema que se nos presente. El pensamiento computacional, en efecto, “fusiona pasado y futuro” y “reduce lo posible a lo computable”, por lo que reduce nuestro margen de acción en el presente. Cuando organizamos el mundo a partir de la máquina, este puede ser eficiente desde el punto de vista computacional, pero resulta incomprensible y opresivo para nosotros, los humanos. Como sentencia Bridle (2020: 252), “la explotación está codificada en los sistemas que estamos construyendo” y, de momento, estamos siendo incapaces de entender las implicaciones de los mecanismos que hemos puesto en marcha.

¿Qué hacer? Según cuenta la anécdota, una vez un estudiante le preguntó a Margaret Mead cuál era, según ella, el primer signo de civilización en una cultura. Su respuesta fue: “Un fémur fracturado y sanado”. En la vida salvaje, ningún animal sobrevive hasta que el fémur sana porque nadie se preocupa de cuidarlo durante ese tiempo. Así pues, el grado de civilización depende en primera instancia del cuidado de la comunidad, no del progreso tecnológico. (En Atapuerca, por cierto, el hallazgo de un cráneo de una niña discapacitada conocida como Benjamina indica que el grupo cuidó de ella hace más de medio millón de años).

En la dicotomía entre la edad oscura y la Ilustración —que en otros idiomas revela más claramente su carácter luminoso: Lumières, Enlightenment—, deberíamos tener muy presente la respuesta de Mead y apostar decididamente por la segunda. Y, para ello, tenemos que batallar por poner la tecnología a nuestro servicio a través del trabajo conjunto de las dos culturas. O, dicho más claramente: la tercera Ilustración de la que habla Wilson solo podrá sustentarse en la tercera cultura.

A este respecto, la filósofa Ana Carrasco-Conde (2020: pos. 4171) escribe que “la literatura, la historia, las artes y la filosofía” sitúan a “la frágil condición humana” en el punto de partida del conocimiento. Además, sigue la autora, si la ciencia tiene objetivos, las humanidades proporcionan sentido; si la técnica tiene utilidad, las humanidades aportan valor. Y, si en un ámbito que escapa al control humano las cosas tienden a hacerse porque se puede, las humanidades nos muestran que es necesario empezar a hacerlas porque se debe.



Notas

Agradezco a Agustín Moreno Fernández que me animara a escribir este texto, así como su lectura del primer borrador. También estoy en deuda con los comentarios que me han hecho llegar el filósofo Emilio Isidoro Giráldez y el físico Alfredo Tomás Alquézar. Si este artículo todavía tiene carencias, es por no haberles hecho más caso.



Bibliografía

Bridle, James
2020 La nueva edad oscura. La tecnología y el fin del futuro. Barcelona, Debate.

Carrasco-Conde, Ana
2020 “Humanizar la tecnología: ciencias y humanidades frente a la pandemia”, en Dulcinea Tomás Cámara (ed.), Covidosofía. Reflexiones filosóficas para el mundo pospandemia. Barcelona, Paidós: pos. 4101-4266.

Fernández-Armesto, Felipe
2016 Un pie en el río. Sobre el cambio y los límites de la evolución. Madrid, Turner.

Garcés, Marina
2017 Nueva ilustración radical. Barcelona, Anagrama.

Nietzsche, Friedrich
1874 Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida [II Intempestiva]. Madrid, Biblioteca Nueva, 2003.

Snow, Charles Percy
1959 The Two Cultures. Nueva York, Cambridge University Press, 2012.

Steiner, George
2001 Gramáticas de la creación. Madrid, Siruela.

Wilson, Edward O.
2018 Los orígenes de la creatividad humana. Barcelona, Crítica.


Publicado 01 julio 2020