Diez pautas para encaminarse hacia una mística centrada en la nada.
Introducción
Hemos recibido la común enseñanza de que somos alguien distinto a los demás en todos los aspectos y que en esa diferencia debemos ser amados. A partir de tal parámetro, la mayoría de las personas acepta la idea de ser apreciado, visto o considerado por lo que es. No obstante, poner en duda tal diferencia sustancial y entenderla solo como una cuestión accesoria es un preámbulo para la comprensión de una visión más amplia y menos centrada en la univocidad del ser.
En ese sentido, reconocer la incompatibilidad de lo que somos con lo que creemos que somos permite desprenderse de lo que se ha solido nombrar como "autoconocimiento", lo cual está sujeto a la validación que la misma persona hace de sí, condicionando con ello la veracidad de su versión. El conocimiento que otros tengan de nosotros o las etiquetas con las que somos identificados carecen de legitimidad si comprendemos que están sustentadas en percepciones parciales. Sustentada en el punto de vista de la vacuidad, es decir, la parcialidad y simpleza de lo que hemos creído como sustento del ser, podría notarse el carácter poco sustentable de las apreciaciones y de las categorías humanas, que no hay certezas sobre la verdad de nuestras simbolizaciones y que lo que conocemos es vacío, más que absoluto.
Liberarse de la compulsión de autoetiquetarse es una de las principales encomiendas del hombre y la mujer contemporáneos; saberse distintos a lo que han creído y permitirse vivir de un modo diverso la existencia. De lo que se habla aquí no es de un nihilismo tradicional, sino de una vivencia mística de la vacuidad, concibiéndola como fundamento primario de lo existente y regazo final de todo lo que es. La intención es mostrar que una mística centrada en la vacuidad conlleva la superación de obstáculos arraigados en las distintas culturas.
Entre los caminos que permiten adentrarse en la lógica de la vacuidad se encuentra el de romper con los ídolos, lo cual implica confrontar las religiones existentes y sus parámetros de vida. Asimismo, es fundamental asumir una disciplinada tolerancia situacional de acuerdo con los sucesos de la vida que acontecen fuera de la propia voluntad. En ese sentido cabe privilegiar la comprensión interpersonal y entender que el resto de los individuos con los que compartimos el mundo tienen la misma incertidumbre sobre las cosas o, bien, la fantasía de la certidumbre. Comprometerse con una mística centrada en la vacuidad conduce a la comprensión de que las decisiones del pasado son parte de un conjunto azaroso de situaciones y que conviene aniquilar toda culpa, así como dar un nuevo significado a las cosas.
Los nuevos significados derivados de esta postura deben realizarse en forma ajena a posiciones autoritarias y estar derivadas de una genuina vivencia de la levedad que como humanos nos corresponde. Lo anterior conllevaría a la conexión con la situación de los demás y propiciaría una actitud solidaria en lo colectivo. Todas las personas tienen pesares y viven el dolor, comprender esta debilidad desarrolla la eliminación de polarizaciones morales y desentraña la necesidad de juzgarlo todo desde el parámetro de lo bueno y lo malo.
En suma, la presentación de todos los elementos que coadyuvan a la mística centrada en la vacuidad, tiene la meta de permitir una vivencia personal de la nada individual, la cual es un antecedente de la Nada absoluta a la que estamos llamados tras la muerte. Sin embargo, la comprensión de la vacuidad tiene obstáculos precisos que aletargan el proceso o lo fracturan irremediablemente. El objetivo del presente artículo es delimitar tales barreras y referir la manera en que funcionan y restringen la vivencia mística. Los siguientes son diez aspectos que constituyen una barrera directa a la liberación humana a partir de un enfoque de vacuidad.
La religión institucional
Romper con los ídolos es una premisa necesaria para asumir la vacuidad, puesto que si al vacío se le ha llenado con ídolos no podrá ser vivenciado. No obstante, uno de los principales obstáculos para el progreso humano, la comprensión de otros y de uno mismo desde la perspectiva de la concepción de la vacuidad ha sido la religión institucionalizada. El problema en sí mismo no es la religión, sino la opción de imposibilitar a través de ella la capacidad crítica del individuo. Tal criticidad obstruida podría ser útil para los mismos religiosos si les fuese posible cuestionar, argumentar, confrontar, dudar e ir más allá de los esquemas previstos por su estructura de credo; lastimosamente, en muchas ocasiones dentro de los esquemas de una religión institucionalizada, tales posibilidades de desacuerdo y discordia son inexistentes debido al uso de la autoridad ideológica o dogmática, lo cual limita la opción de disuadirse de la fe y retirarse.
No se trata de estar en contra de los individuos que forman parte de las religiones institucionales, incluidos sus líderes, pues ellos también son engañados por el sistema que proponen a los demás. Se les ha enseñado a creer que han sido elegidos para, una vez convencidos de su membresía distintiva, buscar más adeptos para "convertirlos" a la fe. No es imperativo reclamarles directamente, pues tal reclamo sería inadmisible en un esquema místico (el de la vacuidad) que aspira a ser más amplio que el de lo religioso. El desarrollo de lo humano desde un enfoque centrado en la vacuidad es algo más natural, menos proselitista.
No es posible negar que muchos individuos creyentes, que han ofrecido su testimonio a través de las religiones, hayan tenido o tengan vidas valiosas; pero cabe pensar que lo valioso que han hecho se ha fundado en su entidad humana más íntima y no en la pertenencia a una religión determinada; su virtud les permitió ver más allá de la estructura religiosa en la que estuvieron situados.
No se ataca la necesidad honesta de encontrar un sentido a la vida por medio de la religión, lo que no puede permitirse es el abuso de las instituciones religiosas que inhiben el pensamiento crítico y la voluntad de los individuos que intentan realizar la búsqueda por sí mismos. La liberación humana desde la vacuidad no favorece la imposición de ninguna postura dogmática que se aprecie a sí misma como la mejor o que se considere con el derecho de moralizar y excluir.
Sistemas económicos polares
No hay individuo sin situaciones o circunstancias que lo acompañen, de modo que cierta tolerancia es necesaria para entender la fricción a las que nos conducen las circunstancias de los demás. Cuando la tolerancia se evapora, la opción restante es la polarización, la cual incluso puede volverse un sistema. En ese sentido, pocas cosas han dañado más al hombre y la mujer contemporáneos que los sistemas económicos, específicamente los relacionados al modelo neoliberal, producto de un capitalismo voraz. Si estos sistemas persisten por mucho tiempo, favoreciendo la polarización de la población, hará que la pobreza y miseria de millones de individuos sea insostenible.
La pésima distribución de la riqueza y la creciente pobreza de la mayor parte de la población mundial no resultan proporcionales a los recursos reales que el planeta ofrece. Son los sistemas económicos los que han limitado a los ciudadanos, haciendo imposible que la mayoría de ellos logren las satisfacciones básicas para su vida o, menos aún, que cubran sus necesidades trascendentales. Preocupados por alimentarse y por satisfacer las necesidades de los propios hijos, los adultos de hoy no observan más allá de su propia perturbación.
Tener un hueco en el estómago no es un camino seguro para la comprensión de la vacuidad. Es necesario un poco de tranquilidad monetaria para indagar sobre uno mismo y sobre la vida, la realidad o la muerte. Al hombre y la mujer de hoy no les queda tiempo para pensar filosóficamente, a menos que realicen un esfuerzo excepcional. Atormentados, enrolados, sometidos a las estructuras, a las instituciones y a sus propias necesidades económicas, los individuos han tenido que laborar prolongadas jornadas de trabajo. Los monopolios, las restricciones financieras y los acuerdos internacionales, sumados a las políticas globales y al control imperial, no han permitido el progreso personal en lo colectivo, restringiéndolo solo a pocas minorías capaces de costearse semanalmente su clase de yoga, su terapia reconstructiva, su grupo de escucha o sus medicamentos tranquilizadores. No estoy en contra de cualquier estrategia que suponga una revitalización que permita al individuo sentirse "parte del universo", sino que semejante conciencia es inoperante si no se dirige a la evidencia y vivencia de la parte en nosotros que pertenece a la vacuidad.
Sabemos que hay hombres detrás de la cortina de las instituciones globales que controlan los mecanismos económicos a partir de sus intereses. El uso del poder militar, manejado con intenciones económicas en las distintas esferas políticas, ha sido desastroso para la vida singular de muchos individuos. Lo íntimo, que es lo menos global de todo, se ve afectado. Es sencillo encontrar concepciones unívocas detrás de los argumentos de quienes controlan el mundo, muchas veces sostenidos en visiones religiosas o inflexibles; por ello, es imprescindible enfrentar los enfoques unívocos.
La imposición de enfoques unívocos
Privilegiar la comprensión interpersonal es un paso a favor del punto de vista de la vacuidad, pero esto se obstruye por la imposición de enfoques unidireccionales. Incluso en los ambientes e instituciones donde se busca "lo mejor" para lo humano suelen utilizarse enfoques unívocos sobre lo que es o debería ser el verdadero desarrollo. Esto, naturalmente, limita el enfoque de las intervenciones realizadas, incluso teniendo la buena intención de querer "construir" o "ayudar".
Los enfoques unívocos suponen la separación entre quien los tiene y quien elige no compartirlos. La flexibilidad de una creencia es menor si en ella se ha depositado la confianza personal o incluso la propia identidad, de eso resulta claro que un fanático sea obtuso. Las personas llegan a creer que dejar de pertenecer a un grupo particular les robará su identidad, les restará valor o los convertirá en personas indignas de confianza. Todo ello resulta insostenible si consideramos que nuestras creencias pueden cambiar y que no somos estables respecto a lo que valoramos. Es comprensible que la inseguridad genere la necesidad de ser cobijados por un sistema unívoco, pero esto solo aleja de la aceptación de la levedad, la cual es necesaria para realmente entender las cosas.
Las posturas inflexibles, fundamentalistas, cerradas e inmóviles se encuentran en todos lados, quizá en el mismo núcleo familiar, probablemente en la propia cosmovisión; por esto es tan difícil liberarse de tales cuestiones. Por atender a los unívocos, sintiéndonos mejores por ello, tendemos a la moralización separatista.
La moralización
Desde el punto de vista de la vacuidad no hay culpa que deba ser sostenida, pues las conductas se asumen sin el tono distorsionante de un enfoque moral. Ahora bien, dado que todas las personas viven relacionadas con alguna cultura específica, esta les supone una manera particular de comprender la realidad. Todo esquema de la realidad propicia ideas sobre lo bueno y lo malo que son percibidas de acuerdo con la colectividad en cuestión. Por tanto, toda cultura implica una moralización. Si bien es imposible ser educado amoralmente, sí cabe considerar trascender la compulsión por moralizar los actos de los demás.
Es cierto que no hay manera de ir a algún lado en donde no se aplique alguna idea moral. No hay amoralidad en el mundo de lo fenoménico, de tal modo que el juicio moral está en todos lados o, mejor dicho, en cada mente, al menos en lo que refiere a la manera automática de reaccionar ante los acontecimientos. Sin embargo, es posible que el individuo, tras el juicio moral automático o robotizado que pueda emitir, se permita dudar del rigor de sus propios juicios y los cuestione. Es irónico que incluso la forma de cuestionar dicho contenido moral incluirá una tendencia moral y que nuestros juicios sobre los juicios mismos están delineados por una perspectiva. No hay forma de eliminar las perspectivas sobre lo que es conveniente, funcional, correcto, deseable, merecido, justo, valioso y tantas cosas más. Sin embargo, al cuestionar los propios juicios habremos llegado a un plano ético, ya no solo moral.
Si además somos capaces de establecer un juicio crítico sobre nuestro análisis ético, entonces accedemos a un plano meta-ético del cual se desprenderá la conclusión de que siempre hay al menos una línea valorativa de partida. En caso de realizar un análisis racional sobre nuestros juicios, no podremos deslindarnos de la intencionalidad racional de los mismos, lo cual supone cierta tendencia en el propio análisis. En el mundo de lo fenoménico no hay posibilidad de la amoralidad, pero sí hay opción de disminuir el número de moralizaciones que hacemos a diario o de reducir la intensidad de los juicios dirigidos a las conductas de otros y las propias. No se trata con ello de dejar de ser autocríticos, sino de evitar ser destructivos y parciales. La amoralidad no existe en el mundo de las valoraciones humanas, pero existe espacio para lo amoral en la medida de la poshumanidad o la superación de lo humano en lo transfenoménico.
En la frontera de las posibilidades humanas hay dos formas concretas de entender el mundo: la humana, centrada en lo fenoménico; y la transhumana, ubicada en lo nouménico, la cual no puede incluirse en el mundo representacional. Ahora bien, el territorio de lo nouménico no puede ser más que intuido. Para adentrarnos en la posibilidad de la amoralidad tendremos que haber asumido a profundidad la amoralidad en el plano de la vacuidad.
Nuestra distancia del mundo de lo nouménico no representa un impedimento para evitar el efecto perjudicial de las moralizaciones. Relativizar lo moral es posible, a menos que se presente una actitud soberbia o necesitada de hacer diferencias.
La soberbia suprema
Cuando existe apertura para ver las cosas de un modo distinto emerge la resignación activa. El obstáculo para esta cualidad es la soberbia, la cual resalta cuando el individuo se afirma arquitecto de su propia vida, conocedor de las verdades absolutas y poseedor de la razón universal. Este distintivo aumenta cuando realmente asume que todo es posible para él.
Pensar que se es suficientemente voluntarioso o que se tiene la capacidad para lograr cualquier cosa es indicativo de un proceder soberbio e ingenuo. No hay manera de posicionarnos con tal protagonismo a menos que seamos realmente ignorantes. Cuando se observa todo lo que está fuera del propio control se asume que en vez de fuertes y omnipotentes somos débiles. Esto no implica que la aceptación de la fragilidad sea una conducta endeble y apática derivada del consentimiento de la debilidad, sino que al contemplar la vacuidad se acepta que no todo es posible, y que cabe realizar las cosas que están al alcance.
La soberbia suprema tiene que ver con el egocentrismo. Si se cree que todo gira en función de uno mismo, pero no se advierte que el "yo" es una ilusión de la conciencia, entonces se mantiene la ilusión. Procede utilizar el adjetivo de iluso para quien se deposita sin medida en su propio yo, que es la mayor de las ilusiones. Ciertamente, la persona puede experimentar un poco más de confianza en sí misma al creer que está centrada en su yoidad, pero tal confianza es temporal, pasajera y leve. Más frutos podrían redituarse al entender nuestra entidad de poseídos de la vacuidad o al ser conscientes de la incertidumbre que provoca y de las ambigüedades que nos presenta al no abordarla desde bases cognoscibles estables, sino desde una especulación.
La vacuidad es inabarcable y por ello recurrimos al "yo", al cual se espera poseer cuando se lo define como una identidad inamovible. El hecho de que existan personas que mantienen este esquema durante toda su vida evidencia irreflexión, soberbia e ignorancia. No solo se genera soberbia partiendo de uno mismo, sino que las instituciones educativas indican y convencen de que es posible tener y aprender la Verdad, que se debe de competir o que cada persona está obligada a ser mejor que las demás, a vencerlas y así ser feliz. Uno puede creerlo mientras se encuentre dormido.
La educación adormecedora
Si bien es necesario desentrañar las visiones unívocas y autoritarias que proponen un yo que debe elevarse sobre los demás, algunas instituciones educativas han hecho justo lo contrario: adormecer el criterio. No obstante, son comunes los discursos en los que se deposita en la educación la solución de todos los problemas sociales y se la señala como un camino unívoco para el desarrollo de los individuos. Sin embargo, no todas las formas de educación coadyuvan a tales intereses.
Podría parecer raro que la educación sea señalada como un posible obstáculo para comprender a otros o para comprendernos a nosotros mismos. Es claro que algunos de entre los muchos sistemas didácticos, filosofías educativas y entornos de aprendizaje no siempre son realmente posibilitadores, inspiradores y formativos. No todas las experiencias educativas son una elocuente canalización de la energía y potencial de los estudiantes. Está también, por supuesto, la educación adormecedora, dogmática, memorística, intelectualista, acrítica y castrante.
Con el adjetivo de "adormecedora" se entiende a un tipo de educación que propicia que el estudiante aprenda a obedecer sin razones, sin entender el motivo de la orden. No se trata, evidentemente, de enseñar a la desobediencia gratuita, pero sí de que elijan obedecer por convicción si así lo determinan. Es una educación adormecedora la que propone contenidos que no son revisados analíticamente, la que no se sustenta en el debate, o la discusión honesta, y provoca que el alumno sea repetidor de la información. Esta educación puede volverse dogmática cuando los contenidos se vinculan con lo religioso, se habla de verdades inamovibles o se prohíbe la crítica y la duda.
La educación se vuelve adormecedora cuando es intelectualista, cuando se afirma que la razón humana no tiene límites o que solo lo humano y sus construcciones son la realidad. Perdemos de vista que el humano no es exclusivamente racional, sino también emocional, efusivo, cambiante y necesitado. Es imperativo incluir en nuestros esquemas explicativos la intuición, las nociones, las especulaciones y los silogismos. No solo lo científico es conocimiento, no únicamente lo racional es una razón y no solamente lo que tiene una estructura positivista o cuantificable es digno de conocerse.
Finalmente, una educación castrante es la que no permite que los individuos se pregunten las cosas por sí mismos ni sean críticos de su propia persona o de lo que los rodea. Se es acrítico cuando se protegen los sistemas y se reprime la reflexión, la intuición, el arte, la duda y la creatividad. La mayoría de los estudiantes ya no necesitan ser reprimidos en niveles superiores puesto que en los anteriores ya lo han sido suficientemente, acostumbrándose a vivir sin percatarse de sus propias posibilidades, de su creatividad aletargada. La educación no ha triunfado más que en apariencia, tristemente se ha convertido en servidora del sistema del que originalmente debía liberar.
Todo esto ha sido posible porque la educación ha sido vista como un medio de control y una forma astuta de permitida dominación. Cada pueblo se convierte en lo que su sistema educativo produce. El problema es aún mayor cuando esta posibilidad de fuerza y control está sujeta a individuos cuyo interés por el bienestar de la mayoría es inexistente. El sistema educativo se vuelve un obstáculo social cuando es manipulado por la estructura dominante. Se debe estar un paso adelante del enfoque educativo formándose también de manera personal. Solo el autodidacta aprende de verdad, pues todos aquellos que dependen de estar en el aula junto a otros, con un "guía" que los incentive a estudiar, realmente no han aprendido a forjar su propia motivación para obtener conocimiento o para pensar por sí mismos.
Por ello, es laudable que los niños y jóvenes sean enseñados a dudar de lo que escuchan o de lo que se asegura que es la verdad absoluta; adherirse a tales supuestos en nombre de la "buena educación" los vuelve arrogantes, moralizadores o autoritarios. La humildad que antecede a la búsqueda de nuevas respuestas es un eficaz remedio contra el ego inflado.
La inflación del ego
Saberse contenidos por la vacuidad conduce a vivenciar la levedad. Lejano a eso, el humano contemporáneo vive agrandando su ego, alejándose de la conciencia de su finitud. Ante la evidencia, no solo teórica sino vivencial, que el hombre y la mujer experimentan debido a la ficción de su yo y a su palpable vacío, intentan valerse de cualquier recurso para evadir la sensación de hueco, de ausencia, de pérdida o de inestabilidad. Suele buscarse estabilidad para todo, pensando que la perpetuidad es realmente una posibilidad. Se desean relaciones estables, trabajos fijos, economía perdurable, hijos equilibrados, políticas inamovibles, ideas establecidas, esquemas sólidos, proyectos lineales y hasta una Verdad incambiable a la cual adherirse. Tanto anhelo de estabilidad es consecuencia de percibir la inestabilidad interna que la vacuidad supone. Hay un desfase en intentar llenar el vacío con estabilidad.
Otra alternativa falsa para llenar el vacío es el exceso. Si no es posible la estabilidad, o si se ve complicada, entonces busca compensarse la falta de estabilidad. Lo mismo sucede cuando se cae en la desproporción o las distracciones, la exageración en el alimento, el deporte, el dinero o el trabajo. En cada uno de estos ámbitos puede buscarse, al desorbitarlos, evadir la sensación de hueco que persiste.
Si no ha sido posible llenar el hueco con la supuesta estabilidad, o con los excesos, también puede optarse por el desmedido control. A través del control se experimenta poder, pero este no evade la debilidad. Las personas buscan dominio humillando a otros, apareciendo como superiores, exagerando la ayuda para ser considerados bondadosas, creando dependencias, criticando moralmente a los que aparentemente indignos o perversos, todo ello para restituir la propia confianza.
Se busca el control cuando se construyen relaciones disparejas y cada vez que se impone a la fuerza, violando, destruyendo o coartando la voluntad ajena. Si lo anterior no es suficiente, aún queda la autodestrucción, que también es una forma de control sobre uno mismo, la última que queda y que también es ilusa; cuando un individuo se afecta a sí mismo cree que toma el control, pero en realidad es controlado por su propio coraje y resentimiento personal.
El deseo de estabilidad, así como el exceso y el control, son formas de inflación del ego. Es necesario contemplarse vacío y permitirlo; de tal modo, intentar llenarse inflando el ego es un obstáculo para la mutua comprensión. El vacío no es un enemigo, sino que las ideas distorsionadas al respecto son las que estorban para crecer a partir del mismo. Se ha creído que los vacíos deben ser atendidos por profesionales de la conducta para que ayuden a liberar de semejante situación. Asumir el vacío permite una contemplación más sana de la vida. Los felices, los siempre alegres, los que parecieran llevar una vida perfecta inflando el ego, tendrían que ser los primeros atendidos, pues aún no han notado su propia limitación, su ingenuidad e ignorancia. No es el que ve las cosas el que merece ayuda, sino el ciego. Ver es palpar lo visible, pero contemplar lo vacío es ver incluso lo invisible, más allá de lo evidente.
En las ciencias de la conducta, los profesionales han permanecido en la idea occidental de buscar las formas de llenar los vacíos como si estos fuesen enemigos. Por el contrario, es urgente entender que los vacíos son inherentes y que el problema no es tenerlos, sino intentar llenarlos obsesivamente con aquello que consideremos virtuoso.
Cerrarse a la experiencia del vacío obstruye el encuentro real con el otro. Una muestra clara de esta separación con los demás es el miedo a los que son diferentes a nosotros. Se tiende a visualizar al otro como enemigo cuando en realidad solo es una corporeidad equívoca y andante tal como somos todos.
El miedo al otro
No todo humano en el mundo es indigno de confianza. Hay cierta virtud en comprender solidariamente el padecimiento colectivo, el sufrimiento que a todos corresponde. Pero, cuando sucede lo contrario y el miedo nos obstruye, deviene una patología, una fobia social. Podría parecer que vivir en plena desconfianza y en actitud de defensa hacia el otro podría justificar cualquier cosa hecha en su contra. Sin embargo, cada uno es otro para aquel que considera como "su otro", de tal modo que permanecemos alejados mediante ese mutuo percibirnos como hostil otredad.
El miedo al otro es un obstáculo para la comprensión común porque supone un juicio previo que explica el miedo. No se podría entender tal miedo sin una referencia a un juicio específico que condiciona. Cualquier juicio es parcial, incompleto, insustancial, flácido. Basta con intentar conocer más los motivos del otro para captar que en el fondo no es tan diferente. Lo que nos separa son cuestiones accesorias, solo ideas, pero no las intenciones últimas. Se podrá objetar que no es posible relacionarse a profundidad con todos aquellos individuos con los que estamos en contacto y que, por tanto, la idea de ver el interior del otro sería una tarea irrealizable. Si bien es admisible la complejidad de intentar conocer a todos los individuos con los que se tiene contacto, cabe reconocer de antemano que cada uno posee alguna esencia y valor. Que no pueda verse en alguien alguna cualidad inmediata no significa que no la posea, pues siempre existe en las personas algo mejor que lo que sí hemos visto de ellas.
Se trata de creer un poco en el otro, de asumir que esa parte que aún es imperceptible o no vista para nosotros puede ser valiosa. Esto nos lleva a ver lo que no se ha visto, sin necesidad de palparlo directamente. Si logra asumirse que los otros tienen valor por ser y, encima, por ser como son (aunque no se entienda de inicio tal valor), es posible entenderlos de un modo más sano.
Todo ser humano tiene varias posibilidades en sí mismo. Cabe centrar la atención en lo que el otro puede llegar a ser, aunque eso aún no se haya materializado. Es oportuno dejar de focalizar únicamente en lo que resulta desagradable de cada persona. Lo mejor de todas las personas "aún no es", lo cual no significa que "no será". La posibilidad sigue y no es sensato negarse a considerar lo que aún no es; el mundo mismo, nuestra vida y todas las cosas futuras son una suma de posibilidades.
Ignorancia e irreflexión
Cuando se adentra la conciencia de la no dualidad se logra nulificar las polarizaciones. Por el contrario, cuando no es así se permanece en la ignorancia. De hecho, debido a que no hay posibilidad de certezas, siempre persiste cierta ignorancia. No obstante, debe distinguirse entre permanecer en la ignorancia, a pesar de la búsqueda, y mantenerse voluntariamente en la ignorancia mediante la irreflexión, el nulo interés, el desentendimiento de las cosas, la lejanía con ellas y la indiferencia. La ignorancia disminuye la capacidad de asombro por el mundo y minimiza la pasión por indagar sobre él. El ignorante es abatido por la apatía, no sale de sí mismo y no busca respuestas porque no ha sido capaz de hacerse preguntas. Esto mismo, la evasión de las preguntas y la nulidad de la duda, son en sí mismas estorbosas para el desarrollo de cada persona.
No hacemos preguntas con el fin de encontrar respuestas definitivas, sino por el ánimo de gozar la cuestión y de observar los matices que la misma puede tomar. No importa que las respuestas no sean absolutas o que no podamos alcanzar lo absoluto a través de un ejercicio reflexivo. La admiración que genera las preguntas es propia de aquel que aún no ha dejado de imaginar que las cosas pueden ser de otra manera o incluso que no son como piensa. Solo ese tipo de pensamiento, lejano de las inflexibilidades de ciertos dogmatismos, permite ampliar la mirada y conceder una alternativa a las visiones tradicionales.
Sin embargo, el espíritu indagador, producto de la capacidad de asombrarnos, puede ser obstruido por la educación adormecedora o por los esquemas unívocos de la propia familia o de la cultura. Por tal motivo, es necesario aislarse un poco de las miradas de siempre para superar el modo automático y reactivo de entender las cosas. Toda cosmovisión puede ser alterada por el inevitable contacto con la otredad. Es necesario cuestionar los esquemas inmediatos, sobre todo en lo que respecta a la formación de lo que será el propio estilo de vida.
La ignorancia de la que aquí se habla no alude solamente a un estado de inaccesibilidad a la verdad, pues está claro que siempre hay cosas que no será posible saber. La auténtica ignorancia consiste en inapetencia, falta de interés o de pasión por la formulación personal de las preguntas de la vida. El hombre y la mujer contemporáneos tienen sobradas causas de irreflexión, tales como el ruido, los esquemas dominantes en los que es mejor no cuestionar con tal de no ser expulsado o señalado, los autoritarismos educativos que perfilan un tipo de alumno sumiso y obediente, las distracciones y las religiones coercitivas proclamadoras de infiernos posibles.
No hay eliminación de la ignorancia si la persona no desarrolla su capacidad para indagar, dudar y preguntar por sí mismo. Si un individuo necesita que alguien pregunte por él o, peor aún, que respondan por él, definitivamente está muy lejos de alcanzar el nivel óptimo para contemplar su propia vacuidad. La persona que no se permite dudar, nunca sabrá plantear preguntas que lo confronten consigo mismo y tendrá que conformarse con los esquemas tradicionales que le explicarán lo que es "mejor" para su vida.
Las ideologías que invitan a ser una persona "de bien", aquellas con las que se complace cualquier individuo irreflexivo, proponen que las personas se contenten con estudiar solo lo necesario para tener un empleo estable en donde obedezcan órdenes, que "sienten cabeza" matrimonialmente, que tengan fútiles amistades obsesionadas con las distracciones televisivas, que vivan con una pareja a la cual creer fiel, que críen hijos que aprendan y reproduzcan sus rancios esquemas de vida sintiéndose buenos padres o madres, que tengan un esquema de valores incuestionable y predefinido por otros o que se sometan a una religión que prometa un paraíso próximo en donde por fin obtendrán felicidad luego de tanta represión. Mantener como ideal de vida todo lo anterior provoca una cárcel ideológica; tal desadaptación de sí mismos desemboca en la apatía mística.
Apatía mística
Lejos de permitir vivenciar la vacuidad interior, la "apatía mística" conduce a la desatención de la dimensión intangible de lo humano, conformándose con la suposición de que solo lo material es parte de la propia vida o con la perspectiva de que solo lo contable y cuantificable es lo que tiene sentido.
Contrario a la apatía, el misticismo provoca una actitud profunda, decidida y comprometida cuando se han logrado entender las cuestiones fundamentales a las que se está vinculado. Existen muchas modalidades de misticismo y en general las religiones asumen un estilo específico para vivir la experiencia con su Dios; incluso, desde la perspectiva laica, se asocia lo místico con una relación del individuo ante lo absoluto. Visto así, fuera de lo religioso institucional, la contemplación de la vacuidad de todo lo humano es en sí misma una experiencia mística que propicia una conexión específica, única e intransferible.
Lo místico es posible a partir de una ascesis personal que signifique la renuncia a cierto de tipo de posesiones, excesos, lujos o controles, aunque no necesariamente la renuncia al placer. La experiencia mística desde la vacuidad es prácticamente imposible sin la voluntad del individuo. Es por ello que su apatía ante la mística es un obstáculo. No se trata de desvincularse de lo absoluto, sino de llamarlo de otra forma o, mejor, permitir que permanezca innombrable. Muchos individuos están desinteresados de las cuestiones místicas porque las relacionan con las religiones tradicionales hacia las que sienten antipatía; por ello, el rompimiento de los ídolos es tan particularmente importante en el proceso de quitar obstáculos. Asimismo, es necesario erradicar la molestia o la desaprobación conflictiva con las religiones. Si uno se encajona o etiqueta como incapaz de vincularse a cualquier religión y asocia lo religioso con lo místico correrá el riesgo de ponerse a sí mismo un obstáculo para el desarrollo personal desde un posible misticismo secular.
La apatía mística es una consecuencia de la inflación del ego y constituye una barrera para comprender el resto de las cosas. Se requiere de valentía para la práctica ascética que promueve la experiencia mística.
Varias culturas han creído en el fenómeno de la revelación, pero esto no es así porque no hay un revelador. Que exista lo revelado, pero no un revelador supone que el esfuerzo por ser idóneo para ver lo revelado implica valorar la mística de la vacuidad. En todas las épocas de la historia humana ha sido difícil favorecer la experiencia mística, tal como lo ha sido permanecer en ella. Pese a ello, la vivencia mística modifica nuestro compromiso con la vida.
Conclusión
Los obstáculos que evitan la liberación humana a través de la concepción de una mística centrada en la vacuidad de alternativas han sido mucho mayores que la intensidad y la voluntad humana a lo largo de la historia. Es evidente que la espiritualidad centrada en el nihilismo no ha recibido el favor de la popularidad. Una propuesta centrada en la vacuidad, como principio generador de todo lo existente y de sus posibilidades totales, no tiene implicaciones mercenarias ni busca adeptos sumisos o ciegos tal como hacen algunas religiones. La consideración de la vacuidad permite el encuentro con nuevas posibilidades y conlleva una actitud flexible, lo cual es justo lo contrario a los enfoques unívocos con los que somos educados.
La compulsión por moralizar lo que otros hacen nos aleja de la aceptación de los demás y nos enaltece con una soberbia suprema a la que terminamos por acostumbrarnos, que nos infla el ego y que es sostenida por una educación que reproduce las injusticias y adoctrina para la competencia, la comparación y el individualismo. No es raro que la mayoría de las personas vean en los demás a enemigos potenciales que pueden romper la propia zona de confort, más que considerarles aliados con los cuales construir un mundo mejor. Si a todo esto le sumamos la ignorancia y la apatía por la vivencia de una espiritualidad sin recetas, sin reglamentos ni autoridades humanas que ordenen el camino a seguir, lo cual es impropio de una mística madura e independiente, es fácil concluir que serán pocos (y siempre los han sido) los que logren alejarse de la muchedumbre y contactar con la profunda sabiduría que es derivada de comprender la dialéctica que mueve al mundo, esto es: el vínculo ineludible entre el ser y la nada.
A pesar de que podamos confrontar los constructos desde los cuales edificamos las ideas de lo que somos, no tenemos forma alguna de enfrentar el hecho ineludible de encontrarnos con la vacuidad definitiva al morir. Esta imposibilidad de liberarnos de la Nada, más que generar angustia o desasosiego, constituye una invitación a vivir en profundidad lo que nos resta de existencia en este mundo terrenal. Adentrarse a la Nada, permitiendo en nosotros una etapa poshumanista, más que una noticia negativa, puede ser el principio de una nueva condición, más consciente, abierta y flexible.
Si la vacuidad no se contempla no podemos contemplarnos tampoco, no hay autoconocimiento posible. Contemplar la vacuidad no es una experiencia compartible, se trata de un ejercicio individual. Tal contemplación supone un camino alterno para la comprensión del ser, aun cuando esto implica confrontar la propia cultura, encarar lo cultivado.