Sea en lingüística o en antropología, el método estructural consiste
en encontrar formas invariantes en el seno de contenidos diferentes.
Claude Lévi-Strauss, Antropología estructural II.
La intuición metodológica del estructuralismo antropológico de Claude Lévi-Strauss se produjo en contacto con la lingüística estructural, a veces en interacción con los protagonistas que la desarrollaron, sobre todo entre los años cincuenta y setenta del siglo XX. Lévi-Strauss concentró sus esfuerzos en la adopción y adaptación del modelo teórico lingüístico a la investigación etnológica, de modo que la antropología estructural creció como una rama paralela. El sistema de parentesco, la organización social, la mitología y el arte serían analizados como lenguajes.
El modelo teórico de la lingüística estructural
El estudio del lenguaje constituye un mundo extremadamente complejo, ramificado, dentro de la tendencia estructuralista, en varias escuelas, cuya terminología no acaba siquiera de coincidir. Cuanto más se intenta profundizar en una de las tendencias, más se pierde uno en la proliferación neológica, jerga esotérica, ininteligible sin especial iniciación.
Aquí, pretendo una breve aproximación a los conceptos y las categorías fundamentales que contribuyeron a la configuración del método estructuralista, al objeto de comprender mejor el traspaso del modelo de análisis estructural a la antropología, en los términos en que lo planteó Lévi-Strauss, llevado por su convicción de la universalidad de la función simbólica.
En las obras de Lévi-Strauss, aparecen innumerables referencias sea a la fonología, sea a la lingüística estructurales, ciencias humanas cuyos logros metodológicos avalan sus pretensiones. Más en concreto, cita, además de a Ferdinand de Saussure, el precursor (Lévi-Strauss 1958: 168, 189; 1962b; 1968: 224, 268; 1971: 563, 566, 578, 581; 1973: 18, 26-28, 169, 322), destacadamente a su propio iniciador Roman Jakobson (Lévi-Strauss 1958: 21, 22, 33, 39, 81, 212, 291, 297; 1962a; 1962b; 1964: 38, 333; 1971: 619; 1973: 26, 140-141, 162, 251) y a Nikolái Trubetzkoy (Lévi-Strauss 1949: 570; 1958: 21, 31-33, 81, 218, 291; 1971: 612; 1973: 26), fundadores del Círculo Lingüístico de Praga. Menciona asimismo a Émile Benveniste, seguidor en Francia de la escuela de Praga (Lévi-Strauss 1949: 471, 552; 1958: 81, 82, 188, 297; 1964: 29; 1971: 38, 556), y a varios estadounidenses: Morris Halle, discípulo de Jakobson (Lévi-Strauss 1958: 76, 297; 1962b), y luego colaborador también de Noam A. Chomsky –a quien, por cierto, Lévi-Strauss omite, no obstante sus desarrollos casi paralelos en no pocos aspectos–; Edward Sapir, antropólogo discípulo de Franz Boas y lingüista de los indios norteamericanos (Lévi-Strauss 1958: 77; 1971: 127, 129, 226-227, 231-232, 245, 321; AE); y Charles S. Peirce, gran impulsor de la semiótica (Lévi-Strauss 1962b; 1973: 19). Finalmente alude, en alguna ocasión, al clásico de la teoría del lenguaje Karl Bühler (Lévi-Strauss 1958) y a Louis Hjelmslev, máximo exponente del Círculo Lingüístico de Copenhague (Lévi-Strauss 1958)
El estudioso se enfrenta con el hecho de que existen pluralidad de lenguajes. Todo lenguaje consta básicamente de un conjunto de signos mediante cuya combinatoria se establece una comunicación y se efectúa la significación. De Saussure descubrió la posibilidad de analizar científicamente el lenguaje desde esa perspectiva sistemática.
Resulta curioso constatar que no hay acuerdo en la denominación que deba darse a la ciencia que indaga el lenguaje y sus leyes: ¿semiología, o semiótica? Saussure acuñó el término «semiología» para la nueva ciencia del lenguaje: «Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social. (...) Nosotros la llamaremos semiología (del griego sêmêion, signo). Ella nos enseñará en qué consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan» (Saussure 1967: 60). Por consiguiente, «la lingüística no es más que una parte de esta ciencia general» o semiología; esta estudia el lenguaje; aquella, la lengua.
El problema surge al plantearse si esa disciplina general (la semiología) abarca cualquier tipo de sistema de signos, o solo los sistemas de signos que pasan a depender de la lingüística, es decir, que son reducibles a las leyes del lenguaje humano. Pues así lo ha entendido, por ejemplo, Roland Barthès. Por otro lado, la ambigüedad se agrava cuando se distingue entre una ciencia del significante y una ciencia del significado; puesto que el mismo Saussure conserva el rótulo de «semiología» (en sentido restringido) para la primera.
El término «semiótica», más usual en los estadounidenses, tampoco aclara demasiado las cosas; se aplica a toda clase de sistemas de signos y recubre, al parecer, todas las acepciones. Sería la designación más universal para la teoría de los signos, mientras que «semiología» se reservaría, más bien, haciendo alusión a la lingüística. Pera la discusión no está zanjada.
En Lévi-Strauss, parece perfilarse una distinción que, aunque no se haya impuesto, bien podría eliminar cantidad de confusiones: la semiología estudia los signos de la cultura; la semiótica, los signos de la naturaleza.
Lo más sensato será permanecer alerta ante la ambigüedad de ambos vocablos, y procurar averiguar en cada caso qué se quiere decir.
El estructuralismo se puede considerar como un movimiento que tiene por inmediato precursor a Ferdinand de Saussure, profesor de lengua en la universidad de Ginebra a partir de 1891. Fue él quien formuló las teorías germinales del futuro estructuralismo (allá por los años 1906-1911), tal como aparecen en el Curso de lingüística general, reconstruido por sus discípulos Charles Bailly, Albert Séchéhaye y Albert Riedlinger, a base de los apuntes de clase, y póstumamente publicado en 1916. La intuición central del fundador de la lingüística moderna estriba en estudiar la lengua como un sistema orgánico, un sistema de signos, dentro del cual las relaciones determinan el valor de los elementos. Para el estudio de los sistemas de signos, introduce categorías que serán posteriormente desarrolladas por otros destacados lingüistas hoy ya consagrados.
A la zaga del maestro de Ginebra surgen varias escuelas. El Círculo lingüístico de Praga (1928-1938) lo componen Roman O. Jakobson (1896-1982) junto con Nicolái Trubetzkoy (1890-1938). Se dedican principalmente a la fonología, al análisis de los «rasgos distintivos» fonológicos universales. Jakobson emigró a Estados Unidos de América, donde prosiguió sus investigaciones: en 1939 formula su teoría de las oposiciones binarias, asumida por Lévi-Strauss. En otras latitudes, el Círculo lingüístico de Copenhague, fundado en 1934, encabezado por Luis Hjelmslev (1899-1965), crea la «glosemática», con un análisis estructural y cuasialgebraico del lenguaje. Por la misma época, crece la lingüística norteamericana, con menor influjo saussureano: Edward Sapir (1884-1939), Leonard Bloomfield (1887-1948), Zellig S. Harris (1909-1992), Morris Halle (1923-2018), discípulo de Jakobson, y finalmente el discípulo de Zellig S. Harris, Noam A. Chomsky (n. 1928), detractor del estructuralismo de corte conductista, seguido más por ciertos colegas y compatriotas suyos que por el estructuralismo europeo. Hasta aquí, un esquema muy podado del árbol genealógico del estructuralismo lingüístico en su época clásica.
Las fuentes de inspiración del estructuralismo suelen rastrearse en la psicología de la Gestalt, en la física cuántica, en la teoría matemática de conjuntos, en cierta fenomenología, en algunas tesis del cubismo y del futurismo, así como en los avances de la cibernética y la informática.
El apelativo estructuralismo deriva evidentemente de «estructura», término que, sin embargo, nunca utilizó Saussure para referirse a las interrelaciones dentro de la lengua. Saussure empleaba el vocablo «sistema» (Saussure 1967: 184). El término estructura se introdujo en el Primer Congreso Internacional de Lingüística (La Haya, 1928), al hablarse de la «estructura de un sistema». Esta misma terminología se recoge en el Primer Congreso de Filólogos Eslavos (Praga, 1929). Con posterioridad, las palabras «estructura» y «estructural» se devaluó bastante, debido a la moda, al uso impreciso.
Aunque se habla también de «estructuras» en disciplinas físicas y biológicas, la corriente estructuralista se desarrolla sobre todo en el campo de las ciencias sociales y humanas que dieron la bienvenida al nuevo método de la lingüística. Es tópico encuadrar dentro de la corriente estructuralista a Claude Lévi-Strauss, con su etnología y antropología; a Louis Althusser, en el análisis marxista de las estructuras económicas y sociales; a Jacques Lacan, en el psicoanálisis freudiano del inconsciente; a Michel Foucault, en el estudio de los sistemas epistemológicos del saber humano; a Roland Barthès, en la crítica literaria; a Georges Dumézil, en la historia de las religiones. No obstante, el verdadero estructuralismo, encaminado hacia una ciencia del hombre, estrictamente, quizá no sea tan extenso. Lévi-Strauss lamentaba que se hubiera estropeado tanto.
El estructuralismo se define por la aplicabilidad del modelo lingüístico estructural. Tiene aplicación, teóricamente, en toda área cultural susceptible de constituir un sistema de signos. El estructuralismo «es la búsqueda sistemática de la relación existente entre las invariantes y las variaciones» (Jakobson 1974: 51). Así, en el caso de la lengua, el problema de la invariancia viene a coincidir con el de la búsqueda de una gramática universal, que permita la intertraducción entre las lenguas particulares –variantes–.
Cualquier sistema culturalmente instituido tiende hacia un fin, igual que el lenguaje hablado tiende a la comunicación. De lo que se trata es de sacar a la luz de la conciencia los mecanismos mediante los cuales el sistema cumple su función o finalidad. Con este objetivo se acuñaron las categorías del modelo saussureano, ulteriormente perfeccionadas, modificadas y ampliadas a nuevas dimensiones. En esta línea, se habla, con referencia al análisis estructural, de un modelo «clásico», de un modelo «sintagmático» y de un modelo «transformacional».
La distinción entre lengua y habla
Aquí está la primera distinción, la primera categoría o esquema regulador del método. Si el lenguaje es el conjunto de signos y relaciones elaborados por los hombres para comunicarse, que puede ser objeto de un riguroso estudio, la lingüística precisa dejarse de consideraciones externas y adoptar una perspectiva interna. Una vez ahí, «el estudio del lenguaje comporta dos partes: la una, esencial, tiene por objeto la lengua, que es social en su esencia e independiente del individuo; este estudio es únicamente psíquico; la otra, secundaria, tiene por objeto la parte individual del lenguaje, es decir, el habla, incluida la fonación, y es psicofísica» (Saussure 1967: 64). El habla o discurso (parole, discours, speech, Rede) es el lenguaje como acontecer; el habla, o su equivalente en otro sistema de signos, representa el aspecto estadístico, lo realmente existente; pertenece al dominio de un tiempo irreversible; constituye la actualización individual de un sistema, que es la lengua; es decir, es todo mensaje emitido con arreglo a determinado código. En cambio, la lengua (lange, language, Sprache) es el lenguaje como institución; representa el aspecto estructural; pertenece al dominio de un tiempo reversible; indica el sistema instituido socialmente, «el sistema de signos que expresan ideas» (Saussure 1967: 60), que precontiene todas las potencialidades significativas. Equivale a una hipótesis de sistema abstracto que abarcaría todas las hablas, pero que solo existe imbricado en ellas. «La lengua es necesaria para que el habla sea inteligible y produzca todos sus efectos; pero el habla es necesaria para que la lengua se establezca; históricamente, el hecho del habla precede siempre» (Saussure 1967: 65). La lengua es el código conforme al cual están cifrados los mensajes.
Aparte de esta distinción fundamental entre lengua y habla, Hjelmslev formula otras en el ámbito de la lengua misma: el plano del esquema, puramente formal, por ejemplo, determinado fonema definido fonológicamente por oposición a otros; el plano de la norma, más material, que define ese fonema por referencia al idioma oral considerado socialmente como prototipo; y el plano del uso, que alude al estilo o conjunto de rasgos particulares que caracterizan la realización de ese fonema en tal sociedad, tal región, tal época.
El análisis estructural, a partir del habla, a partir del discurso de que se trate (lo histórico), se interesa por reconstruir la lengua que yace en el trasfondo (lo estructural). Su meta está en el sistema como tal, cuyas estructuras busca elucidar y formalizar.
El par de oposición lengua/habla puede correlacionase, sin identificarse, con el par chomskiano que se plasma como «competencia» / «actuación».
La dimensión diacrónica y sincrónica de la lengua
La investigación del sistema, de la lengua, se puede atacar desde dos enfoques diferentes. «Así es como la lingüística se encuentra aquí ante su segunda bifurcación. Ha sido primero necesario elegir entre la lengua y el habla; ahora estamos en la encrucijada de rutas que llevan la una a la diacronía, la otra a la sincronía» (Saussure 1967: 172). El punto de vista diacrónico analiza los cambios de un estado del sistema a otro, tiene en cuenta las mutaciones que lo van transformando a lo largo del tiempo. El punto de vista sincrónico, en cambio, se ocupa del estado del sistema en un momento dado, o sea, en un período durante el que se presume una estabilidad, por lo que se prescinde de la sucesión temporal que induce variaciones. Según esta última perspectiva, el valor de los signos se explica por su posición actual dentro del sistema, no por su historia anterior. De ambas perspectivas, Saussure privilegió la sincrónica, a la que subordinó la diacrónica, por creer que ambas no se podían tratar a la vez. Si esto se acepta rígidamente, resultaría ininteligible el paso de una sincronía a otra, de un estado a otro del sistema. Por eso no han faltado quienes ensayen un punto de vista «pancrónico», que dé razón tanto del estado como del cambio del sistema. Ahí se enmarcan los desarrollos de un Jakobson, o la lingüística transformacional de un Chomsky. Refrendando la postura jakobsoniana, Lévi-Strauss sostiene «que la oposición entre diacronía y sincronía es en gran medida ilusoria, buena tan solo en las etapas iniciales de la investigación» (Lévi-Strauss 1958: 81-82). Sería erróneo confundir sincronía con estática, o diacronía con dinámica; el corte sincrónico no es más que una ficción, un procedimiento científico auxiliar. En realidad, diacronía y sincronía son dos enfoques complementarios o inescindibles a la hora de la explicación.
Las reglas del análisis estructural
En la práctica del análisis, hay que atenerse a ciertas reglas generales que rigen las operaciones para una aplicación coherente, al campo del estudio abordado, del conjunto de categorías estructurales que he comenzado a exponer.
Entre estas reglas hay que catalogar las siguientes. La primera es la regla de inmanencia: el análisis se circunscribe a los factores y leyes internas de funcionamiento del sistema; los signos se refieren unos a otros, nunca al mundo exterior. De ahí que el investigador tenga que delimitar previamente un área del sistema sobre el que trabaja, el «corpus», que «debe ser lo bastante amplio como para que se pueda esperar racionalmente que sus elementos saturen un sistema completo de semejanzas y diferencias» (Barthès 1970: 112-113). El campo analizado se considera «como un conjunto, en el que el todo determina a las partes, las partes determinan al todo y están a su vez estrechamente interrelacionadas» (Jakobson 1974: 49). Esta totalidad objeto de investigación se define mediante la regla de pertinencia: cada disciplina se coloca en un punto de vista único, peculiar y limitativo, desde el que contempla su objeto; así se deslindan, con todo el rigor posible, los datos, rasgos o aspectos del objeto que son pertinentes para la investigación, habida cuenta del ángulo adoptado, y los que deben desatenderse excluyentemente. Equivaldría al «objeto formal» frente al «objeto material». En el análisis estructural, lo pertinente son los rasgos diferenciales del paradigma y del sintagma.
Para localizar los rasgos pertinentes, se emplea la regla de conmutación: prueba que consiste en introducir cambios, artificialmente, en cualquier elemento significante, a ver si se verifica una mutación correlativa en el significado. Todas las formas conmutables son también clasificables sistemáticamente, en series paradigmáticas. Lo mismo que hace la conmutación en el paradigma, lo efectúa en el sintagma la regla de compatibilidad o incompatibilidad: señala en qué casos dos o más signos son capaces de combinarse –o no– entre sí, en la formación de un enunciado, de cualquier secuencia significativa. Los signos compatibles sintagmáticamente, por pertenecer a series diferentes; y los que están asociados en la misma serie paradigmática resultan sintagmáticamente incompatibles, es decir, la presencia de uno excluye la de los otros. La regla de integración regula la inserción de las unidades elementales en unidades complejas, la articulación del nivel distintivo en el nivel significativo (doble articulación del lenguaje), hacia construcciones cada vez mayores y más complejas.
Por lo demás, las reglas de transformación o de variación diacrónica vienen a expresar los principios a que obedecen los cambios que tienen lugar en el tipo de estructuras estudiado, entre una configuración y otra del sistema.
Finalmente, las reglas de funcionamiento conciernen a la estructuración de las diversas funciones dentro del sistema. De acuerdo con Roman Jakobson, estas funciones serían: la expresiva, por la que el «emisor» o remitente se dirige a un «receptor» o destinatario, de quien es propia la función conativa. En el «mensaje» transmitido se pone en juego la función poética (o retórica), inseparable de otra función, la fática, que sirve para mantener el «contacto» entre los interlocutores. El mensaje remite a un «contexto» real u horizonte mental común al emisor y al receptor, y ahí se cumple la función referencial. Por último, la función metalingüística es la que toma por objeto el mismo lenguaje, el «código» utilizado para cursar el mensaje; versa sobre el doble sentido, la definición, la denominación (cfr. Jakobson 1963: 24).
La constitución del signo: significante/significado
La teoría del signo tiene muchos y muy antiguos antecedentes. El estructuralismo la ha clarificado. Es corriente, por ejemplo, encontrar que Agustín de Hipona distinga entre signans y signatum, o que Tomás de Aquino diferencie enuntiabile y res enuntiata; pero, al parecer, hacen corresponder lo signado o enunciado con la cosa misma, y no son demasiado conscientes del «recorte» cultural y de la relatividad que suponen los signos.
El signo lo constituye una bipolaridad, una relación: la unión de un doble aspecto. No liga una palabra y un objeto directamente. «Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre sino un concepto y una imagen acústica. La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla material es solamente en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto» (Saussure 1967: 128). Después de haber vacilado entre los binomios «soma» y «sema», «forma» e «idea», «imagen» y «concepto», Saussure propone «conservar la palabra signo para designar el conjunto, y reemplazar concepto e imagen acústica respectivamente por significado y significante (cfr. Saussure 1967: 130). En terminología de Hjelmslev, el signo consta del plano de la «expresión» y el plano del «contenido».
Para Lévi-Strauss, el signo establece una relación entre el significante sensible y el significado inteligible; por eso, se trasciende la oposición entre lo sensible y lo inteligible al colocarse en el nivel de los signos, pues estos expresan lo segundo por medio de lo primero (Lévi-Strauss 1964: 23). En ocasiones, habla de «forma» y «contenido», o bien de «sonido» y «sentido».
Ahora bien, según la diversa manera de operarse la relación entre significante y significado, se obtienen diversos tipos de signos, como ya sugirió Saussure y como subrayan Peirce, Jakobson, Barthès: icono, indicio, símbolo, señal, etc. Pero los autores divergen mucho en su definición y no es este el lugar para entrar en tales disquisiciones.
Quedémonos con lo fundamental, con el doble aspecto complementario del signo: un significante conexionado con un significado. En correlación con esta duplicidad se desprenden dos ciencias: la semiología, que estudia el plano de los significantes (cfr. Fages 1969: 47), y la semántica, que estudia el plano de los significados (cfr. Fages 1969: 61).
La arbitrariedad del signo lingüístico
Esa relación existente entre ambos aspectos del signo, cuando se trata del lingüístico, carece de vinculación intrínseca; el sentido no se deduce sin más del sonido. «El lazo que une el significante al significado es arbitrario; o bien, puesto que entendemos por signo el total resultante de la asociación de un significante con un significado, podemos decir más simplemente: el signo lingüístico es arbitrario» (Saussure 1967: 131). La arbitrariedad del signo se refiere, principalmente, a la elección de tal o cual significante para representar tal o cual significado. Cabría ampliarla también a la relación entre signo y signo dentro del mismo sistema, es decir, a la forma como se reparte el campo semántico, así como a la relación entre signo y cosa –que es variable, como fácilmente se observa, en las diferentes lenguas–. No obstante, hay que matizar lo que se entiende por arbitrariedad.
No son pocos los especialistas que han criticado duramente el concepto de la arbitrariedad del signo, tal como lo expone Saussure. Así lo hacen Roman Jakobson, Émile Benveniste, Roland Barthès. Algunos han propuesto sustituir «arbitrario» por «inmotivado»: en lingüística, la asociación entre sonido y sentido, la significación, es inmotivada.
Lévi-Strauss advirtió pronto que era urgente revisar y corregir la teoría saussureana de la naturaleza arbitraria del signo lingüístico (Lévi-Strauss 1950: XLV; 1955: 188). Él mismo adelanta un ensayo de solución: «El signo lingüístico es arbitrario a priori, pero deja de serlo a posteriori» (Lévi-Strauss 1958: 84). Esto es, cuando ya está constituida una lengua, con su léxico y su sintaxis, con su peculiar manera de recontar el universo significativo, los signos y los esquemas de interrelación dejan de ser tan arbitrarios; resultan de algún modo obligatorios y deben ser objeto de aprendizaje. El carácter arbitrario no es más que provisional. Una vez inventado el signo, su significación depende, por una parte, de su relación con el conjunto de los otros signos, de que existan –o no– otros para expresar sentidos colindantes; y por otra parte, se somete a las operaciones de la mente humana, o sea, a las estructuras naturales del cerebro.
La doble determinación del signo
No se trata de algo nuevo, sino de perfilar lo que ya vengo diciendo. Las dos determinaciones son la significación y el valor. «Como la palabra forma parte de un sistema, está revestida no solo de significación, sino también, y sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente» (Saussure 1967: 176). Por utilizar una metáfora espacial, se entiende por significación la relación «vertical» entre significante y significado; y se entiende por valor la interrelación «horizontal» entre un signo (significante/significado) y los restantes de la misma serie. Con todo, ambas determinaciones se compenetran en el fenómeno de la significación en sentido global.
Así pues, la significación coincide con la relación de recíproca evocación entre el plano del significante y el del significado, «acto cuyo producto es el signo» (Barthès 1970: 55), mientras que el valor de unas palabras más o menos semejantes, o incluso sinónimas, viene determinado por su recíproca oposición. Tanto en su parte material como en su parte conceptual, el valor de un término queda constituido por las conexiones y diferencias –ya fónicas, ya semánticas– respecto a otros términos. Consiguientemente, la lengua no es sustancia sino forma; «en la lengua no hay más que diferencias», más aún, «solo hay diferencias sin términos positivos» (Saussure 1967: 203). Cada signo es justo lo que no son los demás. Esta oposición y correlación negativa entre un signo y otros signos del mismo sistema, en el que todos son solidarios e interdependientes, da la clave de la noción de «valor», y se convierte en la base sobre la que descansa todo el mecanismo del lenguaje.
En definitiva, el conjunto de signos de cualquier sistema de significación hay que contemplarlo como un sistema clausurado. Así está constituido y así es preciso analizarlo. En este sistema cerrado no existen términos absolutos; ningún signo posee un valor intrínseco, sino que únicamente se da un valor relacional del signo. Y esto ocurre en todos los niveles de la lengua: fonológico, léxico, sintáctico.
El doble nivel articulatorio de la lengua
Un sistema de significación está compuesto de unidades que se integran de menor en mayor, desde las elementales a las más complejas. Sin embargo, para que un lenguaje pueda significar, necesita indefectiblemente, al menos, de lo que se ha llamado la doble articulación.
Al descomponer la lengua hasta sus unidades mínimas, tenemos un nivel inferior de articulación: las unidades diferenciales (simples o complejas). Las más simples son los fonemas, examinados por la fonología o fonética. El fonema, por contraposición al sonido en bruto, que es mero rasgo fónico distintivo y cuantificable, representa un rasgo fónico distintivo, sin sentido propio, pero con cierta cualidad que lo hace pertinente como vehículo para la significación. Es determinable mediante la regla de conmutación. La función de estos elementos últimos estriba en diferenciar, agrupar, integrar las unidades de otro nivel.
El otro nivel, superior, de articulación lo forman las unidades significativas, cuyo estudio corre a cargo de la morfología, la sintaxis y la semántica, según el punto de vista. Existe cierto desacuerdo en la denominación de este tipo de unidad: Jakobson y Halle hacen referencia a unidades significativas simples, o morfemas, que serían los componentes últimos del discurso dotados de significado propio, y que a su vez se integrarían en unidades significativas complejas, como el enunciado y el discurso mismo (cfr. Jakobson 1973: 12-13). En cambio, André Martinet habla de monemas, unidades significativas simples, y a su combinación le da el nombre de sintagma –sea una palabra o una frase– (cfr. Martinet 1970: 20-22 y 141). Una palabra puede constar de más de un monema –o morfema–; es la mínima unidad significativa «libre» y se la suele designar como lexema.
El doble eje relacional de los signos
Ya he recalcado que la lengua tiene carácter sistemático, basado en la oposición y combinación de sus unidades. Esta interrelación entre signos, que profundiza la noción de «valor», se establece en dos ejes distinguibles: 1º, eje de simultaneidades, que concierne a las relaciones entre cosas coexistentes, de donde está excluida toda intervención del tiempo, y 2º, eje de sucesiones, en el cual nunca se puede considerar más que una cosa cada vez, pero donde están situadas todas las cosas del primer eje con sus cambios respectivos (cfr. Saussure 1967: 147). Vamos a explicitarlo un poco más.
Supongamos un enunciado cualquiera, por ejemplo: «en casa tengo libros de arte». Los elementos de esta frase se interrelacionan unos con otros, en un orden de sucesividad; son signos asociables en el mismo contexto y sus relaciones se dicen sintagmáticas. Los signos de la misma cadena sintagmática, cuya «combinación» efectúa la frase concreta, se individualizan por operaciones de segmentación, que descomponen el texto en unidades cada vez más pequeñas, hasta que resultan indescomponibles.
Por otro lado, cada elemento de la frase ejemplificada se puede referir a una serie de otros signos que podrían ocupar simultánea y alternativamente su lugar –siendo en parte semejantes y en parte desemejantes–; por ejemplo: EN CASA/ en la facultad/ en el museo/ etc.; TENGO/ leo/ contemplo/ etc.; DE ARTE/ de filosofía/ de teatro/ etc. Es decir, son signos sustituibles en el mismo contexto y sus relaciones se llaman paradigmáticas. Los signos de la misma serie paradigmática, cuya «selección» efectúa el mensaje concreto, se identifican mediante operaciones de sustitución, de forma que todos los signos que resulten sustitutos alternativos del que hay presente pertenecen a un mismo paradigma o sistema clasificatorio. Repitamos aquí que lo que es compatible sintagmáticamente resulta incompatible paradigmáticamente, y a la inversa.
En la cadena sintagmática, se dan entre los signos relaciones in praesentia; según qué autores, se nombran también como contrastes (Martinet), como relaciones de contagio o contigüidad (Jakobson). Paralelamente, en la serie paradigmática, las relaciones se dan in absentia; se sustantivan como oposiciones, como relaciones de similaridad o semejanza. En términos musicales, lo sintagmático expresa el aspecto melódico; lo paradigmático, el aspecto armónico de los signos.
Con referencia a lenguajes no lingüísticos, Jakobson y Lévi-Strauss hablan de eje metonímico y de eje metafórico, respectivamente. Estos mismos autores propenden a codificar y descodificar todas las relaciones conforme a un modelo binario.
El escalonamiento de los sistemas de significación
Un lenguaje o sistema de significación puede referirse directamente a algo objetivo, sin más; puede, al mismo tiempo, aludir a otras cosas, sugiriéndolas; puede versar sobre el propio lenguaje. Estas posibilidades dan lugar a varios escalones (cfr. Barthès 1970: 103-107). El lenguaje primero, objetivo, es la denotación, que expresa simplemente la literalidad implicada en la relación entre significante y significado: S - s. El lenguaje segundo, subjetivo, es la connotación, que se adhiere parasitariamente, en ocasiones, al primero, en forma de impregnación afectiva, ideológica, etcétera, sobreentendida. Entonces, significante y significado denotativos se convierten en significante para un nuevo significado, sugerido, o como hemos dicho, connotado: (S - s) - s.
El lenguaje «tercero» es el metalenguaje, que toma como asunto de su incumbencia a otro lenguaje –sea denotativo o connotativo–, considerado como lenguaje objeto, para aclararlo, criticarlo, interpretarlo. Cada disciplina científica posee su peculiar metalenguaje. Estriba en un lenguaje que envuelve a otro lenguaje, en «una semiótica que trata de una semiótica» (Barthès 1970: 104). El sistema de significación, hecho de significante-significado, viene a constituir el contenido de un nuevo sistema significante, metalingüístico: S - (S - s). A su vez, todo metalenguaje puede llegar a ser objeto de un segundo metalenguaje: S - [S - (S - s)]. Y así sucesivamente. En todo metalenguaje se están manejando siempre signos de signos, no signos de cosas.
El análisis semántico
La semántica se sitúa estratégicamente en el punto de vista del significado; investiga el contenido de los signos. Solo tardíamente la han abordado los estructuralistas, que primero analizaron el aspecto significante, el plano de la expresión. Para el análisis semántico, conservan su validez los principios y reglas mencionados, aunque es necesario, claro está, adaptar los modelos al fin que se pretende. Entre otros, A. J. Greimas destaca con su Semántica estructural (1969).
En primer lugar, hay que buscar las estructuras elementales de significado, que habitualmente constan de un par de términos o rasgos diferenciales opuestos, articulados en torno a un común eje semántico. Esa unidad básica significativa se denomina sema. Por ejemplo, junto al eje «sexo» se adosan los semas masculinidad/feminidad. Si bien es cierto que el emparejamiento oposicional de los semas se opera según un sistema binario, como cosa normal, a veces de da un sistema tripolar; entonces, el término intermedio puede ser «neutro» (grande/mediano/pequeño), o «complexivo» (mañana/DÍA/tarde).
Una vez que se acierta a aislar los semas, el análisis emprende la rebusca de unidades mayores. En el discurso, se encuentran unidades significantes que recubren una cantidad de semas: son los lexemas a los que no hace mucho aludí (así llamados porque forman parte del léxico, palabras con significado que figuran en el diccionario). Por ejemplo, el lexema «cabeza» engloba los semas «extremidad», «preeminencia», «jerarquía», etc. El haz de semas o significados elementales de un lexema recibe el nombre de semema –o semantema–. Se compone de un núcleo sémico (uno o más «semas específicos» que permanecen invariantes en todo empleo de la palabra) y de unos semas variables o genéricos (presentes o ausentes según la acepción con que se use la palabra). El conjunto de «semas genérico» comunes a varios lexemas, gracias a los cuales estos se emparentan y clasifican, se llama clasema. Por último, el conjunto de «semas virtuales», es decir, de asociaciones eventuales con otros mundos semánticos, se califican como virtuemas. Se comprenderá ahora que la denotación se abre a los semas virtuales.
El paso siguiente enfrenta al análisis con unas unidades de significado todavía más complejas: los sintagmas del discurso. Se supone siempre un principio de «isotopía» o coherencia significativa, dentro de la concatenación de los significados. Al despejar su organización interna, esta está compuesta por fragmentos que responden al modelo bimenbre de actante y «predicado» (cfr. Greimas 1969: 172). El actante designa una unidad discreta, que no admite grados de más y menos; por ejemplo: «EL SOL parecía rojo». No se identifican sujeto y actante, ya que este último puede desempeñar diversas funciones («categorías actanciales»): las de sujeto u objeto, remitente o destinatario, ayudante u oponente. Por su parte, el predicado, determinante del actante, indica una unidad integrada que admite graduación de más y menos; por ejemplo: «el sol PARECÍA ROJO». Además, caben dos modelos de predicado: uno dinámico o funcional, que informa sobre la actividad del actante; y otro estático o calificativo, que informa del estado del actante.
El significado del discurso puede desenvolverse en un doble nivel semántico: bien práctico, bien mítico, de alguna manera correspondientes respectivamente con el plano denotativo y el connotativo.
Si se combina cada «nivel semántico» con cada «modelo de predicado» antedichos, se demarcan lo que Greimas conceptúa de microuniversos semánticos: 1º) el tecnológico u operativo, a nivel práctico con modelos funcionales; 2º) el científico o indicador, a nivel práctico con modelos calificativos; 3º) el ideológico o mitogénico, a nivel mítico con modelos funcionales; y 4º) el axiológico o mitológico, a nivel mítico con modelos calificativos (cfr. Greimas 1969: 128). Baste esta anotación esquemática.
La lingüística transformacional
A los más clásicos del análisis estructural los relevaron nuevas generaciones: la revolución lingüística de Noam A. Chomsky desencadenó un vasto movimiento que desbordó a su mismo mentor. Las aportaciones chomskianas se conocen bajo el rótulo de «gramática generativa y transformacional». Lo revolucionario estriba en resaltar el aspecto creador de la lengua, del mismo sistema de reglas. En pos de Saussure, la creatividad se solía confinar al «habla». Chomsky distingue una primera creatividad que llega a cambiar las reglas por medio de las variaciones introducidas por los individuos; es inherente al habla, o más exactamente a lo que él denomina actuación; basada en el sistema interiorizado por el sujeto hablante, se manifiesta en actos concretos diferentes –que pueden retroactuar alterando el sistema–. Y una segunda creatividad gobernada por las reglas del sistema, que pertenece al orden de la competencia o sistema gramatical virtualmente configurado en el cerebro de cada hablante; tal sistema «debe concebirse como un mecanismo finito capaz de engendrar un conjunto infinito de frases gramaticales» (Ruwet 1967: 56). Una gramática tiene como tarea la descripción estructural de esas frases y de su proceso de formación.
La gramática no se limita, para Chomsky, a la corrección en el decir; explícitamente ha de dar cuenta de todas las frases bien formadas; la gramaticalidad ha de abarcar incluso las variantes dialectales; y ha de servir como criterio para excluir todas las frases que sean agramaticales –aunque resulten comprensibles– en una lengua determinada.
Después de mucho tiempo tratando de elaborar procedimientos analíticos en lingüística, Chomsky tuvo la intuición de que «lo verdaderamente importante era la gramática generativa» (Chomsky 1971: 32). No basta saber cómo está compuesta la lengua, sino cómo se engendra y evoluciona. En 1965, atacó al estructuralismo de corte conductista (escuela bloomfieldiana) y patrocinó una especie de retorno a los siglos del genio, al XVIII y XIX, con la intención de defender la supremacía del principio creador de la mente, enfrentada a situaciones siempre nuevas.
En la gramática, lo nuclear es la sintaxis, que produce las oraciones, mientras la fonología (que describe los sonidos) y la semántica (que se ocupa de los significados o sentidos) poseen una índole interpretativa solamente. La sintaxis de la lengua se indaga a dos niveles, observando siempre el principio estructuralista de la inmanencia del análisis: el nivel de las estructuras superficiales –patentes, complejas e irregulares–, organización de la frase en cuanto fenómeno físico o representación fonológica; y el nivel de las estructuras profundas –latentes, simples, regulares–, sustrato de estructuración más abstracto que determina el contenido semántico de la frase, y que está ligado con la estructura de la mente.
Correspondientes a sendos niveles, hay dos componentes objeto de la sintaxis: un componente básico, que «contiene las reglas de estructura de frase y estas (...) determinan la estructura profunda de cada oración»; y un componente transformacional que «convierte la estructura profunda de la frase en su estructura superficial» (Searle 1973: 31). Una misma estructura profunda puede originar varias estructuras superficiales equivalentes; por ejemplo: «Los trabajadores extranjeros salvaron la industria automovilística», o bien «La industria automovilística fue salvada por los trabajadores extranjeros», constituyen dos posibles estructuras superficiales reducibles a las mismas estructuras profundas: «Los trabajadores salvaron la industria automovilística», «Los trabajadores son extranjeros», «La industria es automovilística». También puede ocurrir que de varias estructuras profundas diferentes se derive una misma estructura superficial, en este caso ambivalente.
Las estructuras profundas básicas serían comunes a todas las lenguas, por reflejar formas universales del lenguaje humano, es decir, ciertas propiedades fundamentales de la mente. El sistema de reglas de base –idénticas en cualquier lengua– da pie al establecimiento de una gramática universal. El sistema de reglas de transformación de las estructuras profundas en las superficiales es el que difiere de una lengua a otra.
La estructura generativa se atiene a un modelo sintagmático de análisis: se esfuerza por aquilatar lo más rigurosamente las nociones clásicas de «categorías» gramaticales (sintagma nominal, sintagma verbal, artículo, adjetivo, etc.), de «funciones» gramaticales (sujeto, predicado, objeto, verbo principal, etc.), y de «relaciones» entre las funciones (sujeto y predicado, verbo transitivo y objeto, determinado y determinante, etc.). Pero este camino conduce en seguida a un callejón sin salida que exige elaborar otro modelo.
Tal es el cometido de la gramática transformacional, que pone a punto el modelo transformacional, más económico, sin excluir sino incluyendo el anterior (generativo). Hay que tener en cuenta que «una transformación es una regla que se aplica esencialmente en dos etapas (...). Tendrá por primera etapa un análisis estructural (o un esquema estructural) de las secuencias a las que se puede aplicar; en segundo lugar, hará que la secuencia así analizada sufra ciertos cambios –esta segunda etapa se puede llamar cambio estructural– (Ruwet 1967: 192). Al explicitarse, las reglas de transformación, que generan las estructuras superficiales, han de respetar ciertas normas: las transformaciones se operan de «abajo arriba»; se efectúan primero las más generalizadas y luego las singulares; antes, las transformaciones de frases incidentales. En el caso ejemplificado más arriba, se llevaría a cabo una relativización de las estructuras profundas («Los trabajadores que son extranjeros salvaron la industria que es automovilística») y seguidamente una eliminación de los relativos («Los trabajadores extranjeros salvaron la industria automovilística»), con lo que se restituyen las estructuras superficiales de la frase inicial.
Aunque Chomsky, durante un tiempo, reservó la determinación del significado para las estructuras profundas, sustrayéndolo a las otras, con posterioridad admitió que las superficiales también determinan parcialmente el sentido. Esto quizá se debió al influjo de sus propios discípulos, que pusieron en tela de juicio la dicotomía entre sintaxis y semántica. Por supuesto, lo sintáctico se emplea con fines semánticos, pero estos no determinan la «forma» de la sintaxis –argüiría Chomsky–.
Finalmente, frente a la tendencia metodológica que otorga una completa autonomía al sistema significante, hay que subrayar la perspectiva que –con Chomsky– ve en las estructuras formales del significante las huellas del funcionamiento del espíritu. Esto implica la hegemonía del pensamiento sobre el lenguaje, gracias a la cual disfruta el hombre de una libertad creadora para construir, sobre la base de algunos principio generales, una infinidad de frases. Como dice John Searle, para Chomsky «el hombre es esencialmente un animal sintáctico» (Searle 1973: 35), y la sintaxis, la vía más importante para estudiar la mente humana. Lo sintáctico revela lo sináptico. De ahí que Chomsky espere que se demuestre la existencia de esas «estructuras mentales innatas», esa «gramática universal» programada ya en el cerebro del niño, que se va desarrollando a medida que adquiere el lenguaje. «En mi opinión, entre las características biológicas que determina la naturaleza del organismo humano, hay unas que se relacionan con el desarrollo intelectual, unas que se refieren al desarrollo moral, otras al desarrollo como miembro de la sociedad humana, algunas relacionadas con las realizaciones estéticas» (Chomsky 1971: 33). El hombre cuenta con dispositivos creadores en su misma herencia genética, que le permiten ya apropiarse de los sistemas culturales instituidos, ya modificarlos, ya explotar sus innúmeras posibilidades, ejercitando una verdadera creatividad. «A largo plazo, creo que su mayor contribución [la de Chomsky] será haber dado un paso gigantesco hacia la restauración de la concepción tradicional de la dignidad y la singularidad del hombre» (Searle 1973: 68).
Se perciben, pues, en Chomsky, grandes convergencias con las últimas orientaciones de R. Jakobson y con algunas tesis centrales –sin descuidar las salvedades– de Lévi-Strauss. En primer lugar, Jakobson corrobora la idea de que las operaciones de la mente se traslucen en la forma sintáctica de la lengua; en tanto que, para Lévi-Strauss, subyacen en todo sistema culturalmente elaborado. En segundo lugar, las novedades transformacionales introducidas por Chomsky presentan, pese a la diversidad de campos y por caminos independientes, desde el punto de vista metodológico, notable paralelismo con los análisis estructurales lévi-straussianos; por ejemplo, en las reglas fijadas para el análisis del mito. Ya lo señalaba Edmund Leach (1970: 42). En lo que no parece concordar el enfoque de Chomsky y la antropología estructural de Lévi-Strauss es en su apreciación de la creatividad humana; pero, incluso en este punto, seguramente habría bastante que discutir y matizar, si tenemos en cuenta la posición de Lévi-Strauss con respecto al humanismo, a favor de un «humanismo etnológico»,o sus ideas dispersas acerca del papel de la conciencia.
La transferencia del modelo estructural a la antropología
El propio Lévi-Strauss confesaba: «No he hecho otra cosa que ampliar un método ya existente a otros dominios y, quizá, generalizar algunas de sus proposiciones». Ciertamente fue el primero en extender el análisis estructural a áreas extralingüísticas. Aunque poseía algunas intuiciones previas, fue el encuentro con Roman Jakobson, en sus cursos de lingüística estructural, cuando ambos andaban exiliados en Nueva York durante la guerra mundial, lo que le proporcionó la convicción y el instrumental teórico para aplicar un tratamiento similar en la antropología. Y así entroncó con el movimiento estructuralista. Más tarde declararía: «Saussure representa la gran revolución copernicana en el ámbito de los estudios del hombre» (Lévi-Strauss 1963: 39). Con nuestro autor, el estructuralismo revoluciona las ciencias del hombre.
No tardó en elaborar la justificación teórica de esta incorporación del modelo lingüístico en la antropología, en un artículo de 1945 que se convirtió en un clásico: «El análisis estructural en lingüística y en antropología» (Lévi-Strauss 1958: 29-50). La primera gran demostración fue su obra Las estructuras elementales del parentesco (1949). Hubo otras explanaciones metodológicas en «Lenguaje y sociedad» (1958: 51-61), «Lingüística y antropología» (1958: 62-73). El nuevo método se consolidó fehacientemente. De él declaró Roman Jakobson: «No creo que en los principios esenciales de nuestro trabajo existan divergencias importantes. Veo en Lévi-Strauss al gran representante de la antropología social, de la antropología cultural de nuestra época» (Jakobson 1974: 50-51).
El fundamento para la transposición del método reside en lo que constituye el hecho sociocultural por excelencia: el lenguaje, que penetra e informa todos los ámbitos donde lo humano se desenvuelve. Los más diversos órdenes de hechos sociales guardan una homología estructural con el lenguaje. «Los hombres se comunican por medio de símbolos y signos; para la antropología, que es una conversación del hombre con el hombre, todo es símbolo y signo» (Lévi-Strauss 1973: 20). En principio, por tanto, cualquier fenómeno cultural puede indagarse desde un enfoque estructuralista, considerándolo como sistema de significación. Los hechos sociales, los diversos órdenes socioculturales, se conciben como otras tantas formas de comunicación, a las que cabe aplicar el modelo teórico y los métodos de la lingüística.
En fin, la lingüística fue la primera de las ciencias sociales, «sin duda la única que puede reivindicar el nombre de ciencia», que no solo ha demarcado su jurisdicción, sino que «ha logrado, al mismo tiempo, formular un método positivo y conocer la naturaleza de los hechos sometidos a su análisis» (Lévi-Strauss 1958: 29). Enseguida, la psicología, la sociología y la etnología acudieron a ella como discípulas deseosas de aprender.
* * *
Hoy, no obstante, casi medio siglo más tarde, la impresión de conjunto es que las ciencias antroposociales, con pocas excepciones, se han ido alejando del estructuralismo y, en lugar de acceder a mayor grado de cientificidad, vagan por sendas perdidas de subjetivismos parasitarios, ensoñaciones posmodernistas y esnobismos diletantes, cuando no entregadas a la charlatanería o a cualquier militantismo de pacotilla.
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