Alguien puede sorprenderse de que se establezca una relación entre los jemeres rojos y organizaciones como Podemos o Sumar. Pero la hay, puesto que unos y otros son partidos comunistas que comparten una misma teoría política y sustentan una misma inspiración utópica: la utopía del comunismo, que pretende acabar con las clases sociales e implantar el igualitarismo social.
A través de un viaje por dos países vecinos, Camboya y Vietnam, uno puede hacerse cargo de la historia condensada de dos formas políticas radicalmente opuestas que, sin embargo, evolucionaron a partir de los principios y las estrategias constitutivas del proyecto político y la filosofía de las organizaciones de filiación marxista.
En ambos países, el Partido Comunista venció y consiguió el poder absoluto con el que realizar su proyecto.
En Camboya, los comunistas jemeres rojos impusieron el cumplimiento radical de la utopía de la sociedad sin clases, y para ello implantaron el terror y ejecutaron un genocidio sin precedentes, hasta ser derrotados.
En Vietnam, los comunistas seguidores de Ho Chi Minh optaron finalmente por abandonar la utopía, abrieron las puertas al desarrollo capitalista, reconocieron las clases sociales y hasta hoy fomentan la economía de mercado.
Son dos casos arquetípicos, cuya praxis desmiente palmariamente la teoría y las promesas. Engañaron a los vivos, pero sobre todo a los muertos.
Buda en la pagoda de Phnom Kulen, Camboya.
Camboya: la realización de la utopía conduce al terror
En Camboya, entre 1975 y 1979, cuando los jemeres rojos (o sea, el Partido Comunista de Kampuchea) tomaron el poder por la fuerza de las armas, llevaron hasta las últimas consecuencias la realización de la utopía comunista, es decir, el igualitarismo radical y la supresión de las clases sociales.
Lo específico de Camboya (llamada entonces República Democrática de Kampuchea) es que la implantación de esa utopía del igualitarismo comunista fue consecuente, implacable y contundente. Se llevó a cabo mediante la eliminación física de entre tres y cinco millones de camboyanos, un tercio de la población del país, con el objetivo declarado de forzar la existencia de una sola clase social, los campesinos o agricultores. Y esto, liquidando materialmente a las demás clases.
Los jemeres rojos, en nombre del Angkar, que no era sino el Partido Comunista y su sistema elevado a la categoría de dios, con todo el poder, hicieron lo siguiente:
Mandaron (con engaño) evacuar las ciudades, condujeron a toda la población al campo a trabajar, a cultivar arroz (que exportaban a China). Así, todos agricultores, una sola clase social.
Les quitaron sus casas, sus pertenencias, sus ropas. Los vistieron de negro. Así, todos iguales.
Todos los camboyanos pasaban hambre. Otra forma de implantar la igualdad.
Cerraron los comercios y mataron a los comerciantes. Todos iguales.
Cerraron las centros de enseñanza y asesinaron a los profesores. Todos iguales.
Cerraron los hospitales, prohibieron las medicinas imperialistas y eliminaron a los médicos. Todos iguales.
Pusieron a los niños a trabajar. Se acabó también la diferencia de edad. Todos iguales.
Llamaron a los camboyanos que estaban en el extranjero estudiando o trabajando, les dijeron que vinieran para la «reconstrucción» del país. Y los fueron ejecutando a todos.
Museo del genocidio Tuol Sleng, en Nom Pen.
Todos iguales. Una única clase social, de campesinos analfabetos, sin propiedad, sin personalidad.
El Partido Comunista de la República Democrática de Kampuchea y su jefe supremo Pol Pot consiguieron la máxima igualdad social, liquidando a todos los que consideraban desiguales o diferentes y, por tanto, vistos como enemigos del pueblo, del Angkar, es decir, del Partido. Los métodos se atenían a los típicos mandamientos de la revolución comunista: mentir, robar y matar. Porque para la revolución no rige la moralidad.
Engañaron a todos, suprimieron la propiedad privada, esto es, se lo robaron todo y los redujeron a condición de miserable esclavitud. Sin embargo, no se percataron jamás de la desigualdad fundamental: unos tenían armas y la mayoría, no. Unos pocos mandaban, mientras la mayoría obedecían aterrorizados, hambrientos, humillados. ¿Dónde estaba la igualdad?
No había pobres y ricos, pues todos eran pobres (excepto los miembros del partido, claro, el jefe supremo Pol Pot y sus lugartenientes, señores de la vida y la muerte).
China comunista auspició la experiencia. Fue promotora ideológica, suministradora de armamento y beneficiaria del régimen de Pol Pot, pues a ella se exportaba la producción camboyana: arroz abundante y barato, y tejidos.
Camboya fue el país comunista donde más se avanzó en la supresión de las clases sociales (más que en Corea del Norte, más que en Cuba y Venezuela). En ninguna otra parte hubo jamás tanta «igualdad». Era ya la utopía plenamente realizada, el igualitarismo comunista.
Asesinaron ni se sabe a cuántos. Oficialmente a cerca de tres millones, a todo el que estaba cualificado. Cuando no se los mataba en el acto, generalmente a golpes y machetazos, los llevaban a centros de tortura, donde debían declarar tres cosas: que eran enemigos de la revolución, que estaban a favor del imperialismo y que tenían contacto con la CIA. Entonces, los mataban. Había campos de exterminio diseminados por todos los distritos territoriales.
Mercado central de Siem Riep, 2023.
Tan descomunal barbaridad genocida aparece ante nuestros ojos como la refutación absoluta del error filosófico y el engaño histórico, inherente a la doctrina, la utopía, la mitología, la metafísica y la religión de Marx, Lenin, Mao y Pol Pot. Ahí encontramos la demostración práctica definitiva de la enorme mentira de los discursos de izquierdas y de la práctica del doble lenguaje con el que las organizaciones izquierdistas camuflan su fracaso.
Vietnam: el abandono de la utopía, por el desarrollo capitalista
¿Para qué las guerras? Hay que desmitificar. ¿Quién ganó la guerra de Vietnam, terminada en 1975? Paradójicamente, si miramos al Vietnam de hoy, ganaron los norteamericanos. ¿Por qué luchaban los comunistas? Por el comunismo. ¿Por qué luchaban los estadounidenses? Por el capitalismo. Y ¿cuál es el sistema establecido actualmente en Vietnam? A todas luces, un capitalismo rampante. Entonces, ¿quién ganó la guerra?
¿Para qué daban su vida tantos y tantos militantes y militares del Vietcong? Una cosa es lo que ellos creían y otra, bien distinta, lo que hacían realmente, a la vista de lo que muestran las consecuencias de sus hechos. La «guerra de liberación», la «resistencia por la salvación nacional hasta la completa victoria», en realidad, no era contra el capitalismo, sino para decidir quién lo administraría en el país. Todo el discurso «revolucionario» resulta falso, basura ideológica. Todos tan contentos, mientras mande el Partido Comunista y se dé culto al emperador rojo Ho Chi Minh.
Croquis de los túneles del Vietcong en Cu Chi.
No era cuestión de economía, sino de poder; de monopolio del poder. Aunque el sistema pervierte el lenguaje. La misma denominación de «República Democrática de Vietnam» es un eufemismo en lugar de «dictadura del proletariado», es decir, del Partido Comunista. Ellos son los primeros que saben que lo de democracia es una farsa.
La población de Vietnam son cien millones. El 60% vive en zona rural. El 40%, en ciudades. De los campesinos, la mitad se dedican al cultivo de arroz y son pobres. El desempleo asciende al 30%, sobre todo en el medio urbano. Allí se les permite buscarse la vida por las calles, trapicheando en las aceras.
En cuanto a religión, el 80% se consideran budistas, aunque solo practica el 4%. Han restaurado templos y pagodas para el turismo. Los católicos suman entre cinco y siete millones.
El hecho es que, en Vietnam, se ha implantado oficialmente una economía de mercado. Hay colegios públicos y privados. Hay hospitales públicos y privados. La gente tiene que pagar por todo, también en lo público (los indigentes pueden solicitar un vale del municipio para la escuela o el hospital). No existe seguro de desempleo, ni de jubilación. Conforme a la tradición, las hijas se encargan de cuidar a los mayores: al casarse, el matrimonio va a residir junto a la familia de la esposa.
El guía de Hanói explica que la estrella amarilla de cinco puntas que figura en la roja bandera nacional simboliza las cinco clases sociales reconocidas en el país: agricultores, obreros, intelectuales, comerciantes y militares. Al mismo tiempo, subraya que los multimillonarios son los cargos del partido junto con los grandes empresarios.
El culto público a Ho Chi Minh.
La evolución de Vietnam ofrece una prueba ostensible de la falta absoluta de alternativa «socialista» o «comunista». Pues lo que han organizado es un sistema de clases sociales y de economía de mercado. Se trata del modelo de desarrollo capitalista con escasas correcciones socialdemócratas. En este sentido, comparando, España es notablemente más «comunista» que Vietnam en lo que respecta a sanidad, enseñanza, desempleo y jubilación, o acceso a la universidad. Y, por supuesto, aquí se respetan mejor los derechos humanos y las libertades políticas, la libertad de expresión y la libertad religiosa; y es mayor el nivel de vida en todos los aspectos.
El caso de Vietnam constituye además la demostración irrefutable del fracaso de la «revolución» comunista y de la falsedad de su teoría. Está a la vista, pero son incapaces de decirlo sinceramente. Lo real en Vietnam es la corrupción política sistémica, sobre todo por parte del Partido Comunista. Sus dirigentes se enriquecen y viven en zonas residenciales protegidas, como los superricos de la construcción, los negocios y el turismo.
Por las calles de Saigón, junio 2023.
No obstante, se ve muchísima actividad por todas partes. El medio más popular de transporte es la motocicleta, que abarrota las calles. Y todo el mundo dispone de teléfono móvil. Ocupan las aceras de las calles con pequeños o minúsculos negocios. Las aceras sirven también de aparcamiento para motos y coches, en un caos ordenado, a veces poco pulcro. La propaganda del gobierno del Partido Comunista luce en carteles con escenas idealizadas, evocadoras de felicidad. Y en la televisión, (aun sin entender lo que dicen) da la impresión de que abunda la propaganda oficial.
Mausoleo de Ho Chi Minh, en Hanói.
Al visitar el mausoleo del emperador rojo Ho Chi Minh, debemos interpretarlo como el monumento al fundador de la dinastía imperante. Aquí, la dinastía es el Partido Comunista de Vietnam. El mausoleo, que lo guarda embalsamado como un faraón, imita y supera al de Lenin en Moscú. Por lo demás, las imágenes de Ho Chi Minh están omnipresentes por todo el país, a modo de altares donde se venera al personaje, hagiografiado y divinizado por el clero comunista.
Consecuencia: la falta de credibilidad
La base de lo aquí expuesto no se limita a analizar discursos o interpretaciones, sino que se refiere sobre todo a hechos sociales e históricos comprobados. Aunque las realizaciones concretas sean antagónicas, hay una conclusión general que se impone: la falta de credibilidad de los planteamientos de «izquierdas», en particular comunistas, demostrada en casos tan significativos como los de Camboya y Vietnam. Pero la misma acusación es válida para todos los países donde la izquierda revolucionaria ha alcanzado el poder. Y, por extensión, también hay que imputar a los partidos socialistas que se alían con esa izquierda destructiva, ante la necedad de tantos de sus votantes, y maquinan una política siempre proclive a despojarnos de lo que tenemos y lo que somos, con el señuelo de una justicia que jamás llega.
Atrocidades como las cometidas por el comunismo en Camboya no son una casualidad, ni un error. Tienen una lógica, que es la del materialismo histórico y la dialéctica de Marx, tomada de Hegel. Hoy sabemos que se trata de una falsa teoría «científica» de la historia y una indemostrable concepción metafísica de la realidad. El vínculo entre utopía y terror resulta intrínseco, como lo ha demostrado siempre la «revolución».
En Vietnam, después de 80 años del Partido Comunista en el poder y 50 años después de los acuerdos para el repliegue de Estados Unidos y la unificación del país, la igualdad o la justicia socialista no aparecen por ninguna parte.
En la actualidad, tanto Camboya como Vietnam viven y se esfuerzan por salir de la pobreza por medio del desarrollo del modo de producción capitalista y la apertura al mercado global.
Fatal extravío de la praxis y de la teoría
Llegados a este punto, hemos de recordar cuál es la fundamentación en que se justifican: la teoría de la «lucha de clases» y la utopía comunista que incita a la supresión de las clases sociales. Frente a tales doctrinas, a la vista de la experiencia histórica reiterada, solo cabe concluir que se trata de fantasías sobre las que se articula un proyecto político, criminal ya desde el planteamiento teórico. Un proyecto que únicamente logra moderarse en la medida en que se traiciona a sí mismo, pero del que no se reniega.
Porque toda utopía política produce un espejismo que llega a ser letal en sus efectos. No debemos ignorar que la implantación de la utopía lleva siempre en la recámara un programa de asesinatos y destrucciones. Pero, ya desde el principio, la utopía misma entraña un sistema de mentiras que allanan el camino para justificar el sacrificio de inocentes, en aras de un plan iluso indefectiblemente destinado al desastre, como ha ocurrido una y otra vez en la historia.
En efecto, en perspectiva histórica, las utopías revolucionarias acaban sembrando, sobre la faz de la tierra, infinitamente más desolación e injusticias de las que, en sus fantasías milenaristas, pretendían erradicar.
Hoy la izquierda se camufla escindida en innumerables meandros. La izquierda totalitaria que, entre otras etiquetas, utiliza la de «socialismo del siglo XXI», o denominaciones que evitan mencionar el comunismo. Suele presentarse como muy interesada por la diferencia: para exterminarla, si llega al poder. En su estúpido pensamiento «dialéctico», mediante todo tipo de artimañas, se dedica a crear o provocar contradicciones de clase, de sexo, de religión, en la economía, la política, la educación y hasta en la dieta y el lenguaje. Su organización es la de un partido maniqueo, especializado en engañar a la gente, que trampea sin escrúpulos por su absoluta supremacía y que, en cuanto puede, ilegaliza y destruye toda disidencia, liquida el pluralismo y suprime el respeto a los derechos individuales. Así, levanta su orden totalitario, donde planifica aniquilar las libertades, imponer la mentira y el terror, someter a toda la sociedad a una satrapía de miseria económica y política, intelectual y moral. Así es la utopía experimentada en la antigua URSS, en China, Corea del Norte, Camboya, Cuba, Venezuela, Nicaragua…
Semejante camino de indecencia ya lo había propuesto Antonio Gramsci, teórico de la impostura del progresismo. Este gurú marxista aconsejaba una alternativa a la revolución ausente: «Fabricar un grupo oprimido para mantener la lucha». A todas luces, una máxima hipócrita, que nos aclara por qué las reivindicaciones del progresismo son hoy básicamente montajes políticos. Ya no se trata de analizar la realidad, ni de ser decentes, sino de fabricar conflictos y engañar a la gente para que se haga la ilusión de luchar por algo, mientras son conducidos a la dictadura. Con frecuencia, el único conflicto existente es el que los mismos «progresistas» crean. Por esta vía discurren tantas corrientes que destruyen la razón ilustrada y agitan las sociedades: posmodernismo, identitarismo, nacionalismo, etnicismo, racismo, indigenismo, multiculturalismo, islamismo, ecologismo, animalismo, antitaurinismo, veganismo, feminismo, pansexualismo, transgenerismo, wokismo, etc.
Aunque, en general, las ideologías «progres» manifiestan una propensión dominante hacia el relativismo, este se vuelve rápidamente tan intransigente que engendra sin cesar todo tipo de dogmáticas.
En el fondo, por paradójico que parezca, pese a la multiplicación de caras y réplicas, la forma última de esos extravíos del pensamiento remite a la filosofía dialéctica… fundamento e impulso para los infinitos paralogismos del marxismo.
La filosofía de Marx, fuente teórica del izquierdismo, se halla hace tiempo en estado de descomposición. No es verosímil hoy la hipótesis de una Idea, ni una Materia, que precontenga la información de todo lo que llegará a manifestarse en el tiempo de la historia. Ni tampoco que la evolución universal proceda según el modelo de la dialéctica, mediante contradicción y superación de la contradicción y síntesis totalizadora, algo netamente anticientífico. De ahí que carezca de fundamento la metafísica dialéctica que sirve de base a la interpretación de la lucha de clases, o bien la lucha de identidades, de géneros, etc. Tampoco existen las leyes de la historia postuladas por el determinismo materialista, que operen con total independencia de la libertad de los hombres. Este dogma del materialismo histórico, que justificaba la supresión de las libertades y la implantación del Estado totalitario, como intérprete infalible y ejecutor inhumano de tales leyes, no es más que un sofisma utópico.
La dialéctica marxista, esa especie de metafísica para mentes predispuestas, dio nacimiento al mito maniqueo de la lucha de clases, que sirve de legitimación para el aniquilamiento de los oponentes. Con apariencia moderna, no hace más que reeditar la creencia de las religiones arcaicas en la eficacia salvífica de los sacrificios humanos.
Ni el mito ni la metafísica desaparecen, simplemente se transforman. No siempre para mejor. Un rasgo común de los movimientos revolucionarios es que sustentan sistemas de creencias que incorporan en su núcleo la fe en la violencia redentora, es decir, la fe ciega en que los sacrificios humanos son un medio necesario y legítimo para conseguir la transformación de la realidad histórica. La puesta en práctica de esta creencia dogmática aparece como una exigencia esencial de lo que llaman «revolución», la organización política la sacraliza y los militantes le rinden culto con su compromiso. Nada de esto evita desvelar que el fundamento intelectual de tal visión presupone una absolutamente errónea teoría de la sociedad, que distorsiona todo análisis realista del sistema social y obstruye las posibilidades de evolución democrática.
La manera de pensar de la izquierda está regida, controlada y oscurecida por unos esquemas cognitivos que habitualmente no son conscientes. No solo mienten y engañan a la gente, sino que se engañan a sí mismos sustentando una metafísica cuestionable y un análisis materialista de la historia, supuestamente «científico», pero erróneo. A partir de él deducen objetivos políticos y estrategias que, en realidad, no responden más que a un mesianismo utópico, absolutamente arbitrario y voluntarista. En esa línea, adoctrinan, promueven y canalizan el odio de clase para propiciar el asesinato de los otros. Y a esto lo llaman revolución. Porque, desde su fe, la otra clase es vista siempre como culpable, mientras la facción propia es siempre inocente y sus acciones, hasta las más depravadas, son justas por definición.
Propaganda del Partido Comunista de Vietnam.
Lo mismo que Marx, el Partido es infalible, en cuanto profetas del absoluto, concebido como un monoteísmo de la Materia, a la que atribuyen unas leyes dialécticas que se despliegan en la naturaleza y en la historia humana. Sin embargo, lo que sabemos es que ninguna ciencia física o social ha corroborado nunca tales leyes. Más acá del límite metafísico insondable, el conocimiento científico ha descubierto teorías de índole muy distinta.
La lógica dialéctica no aporta ninguna explicación científica, pero esto no impide que tenga un significado en el plano del pensamiento mítico o simbólico. Equivale a la creencia en una concepción del sacrificio del chivo expiatorio: la necesidad de que la «antítesis» se salve aniquilando la «tesis» que la precede y le resiste y, por ello, se interpreta como culpable de impedir el avance de la historia. De ahí la inferencia de que solamente la destrucción del orden establecido permitirá, al sacrificarlo, que la «antítesis» se libre de los impedimentos y, como por arte de magia, instituya la superación y asunción del sistema en una nueva totalidad.
El proceso dialéctico, de por sí, no tiene final, pero, tanto Hegel como Marx, fingen que alcanzará la reconciliación última, la sociedad perfecta, sin la que no se legitimaría el despliegue, abocado entonces a una incertidumbre insuperable. La realidad es que lo que se impuso a la fuerza era un todo arbitrario, y esto delata lo ilusorio de la especulación dialéctica. Por consiguiente, el sacrificio de millones de víctimas carecía de sentido y justificación. Las víctimas se utilizaron como chivos expiatorios y, simbólicamente, ahora se levantan vindicando su inocencia ante sus verdugos decepcionados, pero reacios a reconocer los hechos.
No hay lógica de la totalidad, generadora de contradicciones, salvo que alguien le dé existencia con su teoría y su práctica. Es asunto de la subjetividad revolucionaria, empeñada en negar todo diálogo constructivo, todo reconocimiento de los otros como conciudadanos y no como enemigos. Esto último exigiría a cada uno examinar la propia culpa antes de culpar a otros. Quizá la reconciliación no deba proyectarse en la meta, siempre pospuesta, sino que deba buscarse en el camino, en el método.
La deriva del marxismo, en combinación con otras filosofías deletéreas, difunde masivamente por el mundo oscurantismo, falsedad, podredumbre intelectual y moral. ¡Pero todavía continúa siendo la matriz de pensamiento de las organizaciones llamadas de izquierda y de gentes que se consideran progresistas! ¿De dónde vendrá la respuesta?