"La religión no es una cuestión de hechos, sino de significados."
Huston Smith 1991: 24.
En el contexto de estos tiempos desnortados, la problemática tocante a la religión ha irrumpido con insistencia al primer plano de la actualidad. No es tan solo una cuestión académica, sino uno de esos temas con implicaciones sociopolíticas nacionales e internacionales, que levantan pasiones, ante los que casi nadie permanece indiferente. Unos y otros toman partido. Un hecho que llama la atención es la fuerza con que han salido a la palestra no pocos antagonistas de las creencias y las instituciones religiosas. Así ocurre cada vez más en España, si bien lejos de la altura intelectual alcanzada en algunas polémicas originadas en otros países de Europa y en Estados Unidos.
En esta exposición, pretendo pronunciarme en plan hipotético y modesto, sabiendo que ninguno de nosotros puede escapar del todo a insospechados prejuicios entre los que habitamos. Solo quisiera permanecer sensible a las razones del adversario. Y que el lector, cuando encuentre sometida a crítica una idea, entienda que criticar una idea no implica en absoluto descalificar a las personas que puedan sustentarla.
El método y las distinciones iniciales
Haré una declaración metodológica preliminar: estoy convencido de que en ciencias humanas y filosofía no hay más remedio que echar mano de una pluralidad de métodos, gracias a los cuales avanzamos en una constante interacción entre el mundo exterior de lo estudiado y el mundo interior del investigador, poblado de conceptos, esquemas, conjeturas y teorías, enmarcado en los supuestos tácitos de un paradigma subyacente. A fin de cuentas, la metodología empleada descansa en la laboriosidad de un cerebro adiestrado, a lo largo de medio siglo de autoorganización al borde del caos. Desde esta óptica, el buen paradigma usa múltiples herramientas en una mirada compleja que posee la virtud de volver la realidad cada vez más inteligible.
Al debatir sobre cuestiones de religión, queda siempre pendiente el ir decantando el significado de casi todas las palabras. Ahora quisiera llamar la atención sobre unas distinciones muy elementales que hay que grabar en la mente: no es lo mismo la Iglesia institucional que los fieles de la Iglesia; no es lo mismo la Iglesia católica o el catolicismo que el cristianismo; no es lo mismo el cristianismo que la religión; no es lo mismo una religión que otra. Por mucho que el cristianismo sea una religión, el catolicismo sea una iglesia cristiana y la jerarquía católica sea una parte de la Iglesia de Roma, no son escalas superponibles. Además, cada una de ellas, muestra históricamente una heterogeneidad interna enorme, según la época e incluso en la misma época, según el contexto. Y agreguemos una distinción suplementaria, la que se da entre los fenómenos religiosos como parte del sistema cultural y, de otro lado, los estudios que los toman como objeto de investigación. La importancia de estas distinciones estriba en que lo que se afirma de una cualquiera de esas instancias con toda probabilidad será inexacto, inadecuado y hasta erróneo con respecto a las demás. Es necesario, pues, en cada momento, delimitar y precisar lo más posible de qué estamos hablando, so pena de extraviarnos en una selva de confusiones, en vez de rastrear el camino del examen crítico.
El confusionismo en materia de religión
En España, en numerosas producciones de tipo histórico, literario, artístico, cinematográfico y filosófico con marchamo "progresista", no es raro observar una veta de animosidad frente la Iglesia católica. En ocasiones, es patente una actitud de recelo ante el cristianismo o ante la religión, que tiene eco en algunos sectores de la opinión pública. Escojo un par de ejemplos cotidianos, tomados al azar.
El primero, con el que me tropecé hace poco, es una Premio Nacional de Artes Plásticas, en una entrevista con motivo de una exposición. Cuenta que está preparando una pieza sobre Teresa de Jesús. Destaca cómo la santa "se sobrepuso a lo que la rodeaba a través del misticismo". Luego expone una reflexión personal de apariencia profunda: "De hecho creo que toda mi obra es bastante mística, no religiosa. Se puede ser laico y místico" (Soledad Sevilla, El País, Babelia, 10-10-2015). Sin duda, estas frases serán significativas para la autora, pero, para la mirada crítica, denotan una confusión conceptual deplorable acerca de qué se entiende por religión y por laicidad. A mí me suenan como si alguien quisiera convencerme de que juega al fútbol, pero eso no es deporte; o que toca la guitarra, pero eso no tiene que ver con la música, porque no usa partitura. Desde una mirada antropológica, carece de sentido situar la mística fuera del ámbito de la religión, máxime cuando se está evocando el referente de Teresa de Ávila.
Otro ejemplo es un escritor galardonado con el Premio Cervantes, en una reciente tribuna abierta sobre "Fe y razón". Con excelente estilo, el escritor expone su crítica desde un planteamiento del tema que solo cabe calificar de rancio, al tiempo que asume paladinamente una interpretación literal y pueril del mito bíblico de la creación, hasta el punto de confundirlo con el "creacionismo" contrario a la teoría de la evolución, típico de ciertos medios protestantes de Estados Unidos (Juan Goytisolo, El País, 9-8-2015).
Una muestra más de lo enmarañado del tema: en un artículo aparecido en una revista de teología, una profesora universitaria de filosofía interviene en el debate sobre la posibilidad de incluir los estudios de teología entre las titulaciones de la universidad pública. Su posición es declaradamente contraria y el principal argumento aducido sostiene que la disciplina teológica no satisface los criterios epistemológicos como ciencia que se les exigen a las demás ciencias, puesto que sus enunciados y dogmas no se atienen a los requerimientos de lo que los expertos entienden por "conocimiento", "verdad", "racionalidad" y "evidencia". En consecuencia, el artículo concluye con un rechazo frontal:
"La teología no puede pretender formar parte del currículum universitario como una ciencia con capacidad para entrar en diálogo interdisciplinar con otras ciencias. El diálogo y la interdisciplinariedad requieren similitud de estatus y la Teología no cumple los requisitos para ser considerada una disciplina científica. Un científico en el ejercicio de su profesión y un teólogo en el ejercicio de la suya no tienen nada de qué hablar" (María José Frápolli 2012: 462).
Si este último aserto lo tomamos en serio, dado que el artículo supone de hecho estar hablando con varios teólogos, entonces hemos de colegir que quien ocupa el lugar del científico no lo está haciendo en el ejercicio de su profesión… En cualquier caso, aparte la ironía, podemos estar de acuerdo en no admitir en la universidad materias que comporten alguna clase de adoctrinamiento confesional. Ahora bien, es dudoso que ese sesgo sea inherente a todo estudio teológico. Ciertamente no es ese el enfoque de los estudios de teología allí donde existen, por ejemplo, en prestigiosas universidades de Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos.
Por otro lado, el desarrollo argumentativo resulta un tanto precario y falaz. Primero, porque evidencia escasa información acerca de las disciplinas teológicas y de lo que realmente se estudia en las facultades de teología. Segundo, porque parece poco serio acotar el sentido de lo que es la teología a partir de una definición extraída del prólogo de un manual de teología sistemática (Webster 2007, The Oxford handbook of systematic theology), adscrito además a una orientación notablemente conservadora. Y tercero, porque esgrime una concepción epistemológica tan estrecha que apenas sirve hoy para las ciencias físicas, y pasa por alto el hecho de que los criterios epistemológicos de las ciencias físicas no pueden cumplirse en las ciencias humanas. Si fuera consecuente del todo, la autora tendría que preguntarse si la filosofía cumple los requisitos para ser considerada "disciplina científica", y si, de no serlo, debe permanecer en la universidad pública… Por la misma razón habría que suprimir las carreras literarias, artísticas y jurídicas, dado que no tienen estatuto de ciencia ni la literatura, ni el arte ni el derecho. En definitiva, ese canon de cientificidad tan restrictivo al que el mencionado artículo se adhiere no es el adecuado para discernir sobre la cuestión planteada acerca de la teología.
El fantasma del fanatismo
Mirando atrás en la historia de España, en otras épocas hubo pensadores heterodoxos y no faltaron enemigos políticos de la Iglesia. Pero hoy encontramos no tanto un debate intelectual, sino más bien cierta tendencia perceptible, no casual, a posicionamientos ideológicos y políticos contra la iglesia, el cristianismo y la religión. En algunos medios, no solo se hace profesión personal de ateísmo, sino que se crean asociaciones con el programa de un laicismo ateo y militante. Solamente lo describo. En lo teórico, suelen dar por descontada la impugnación de aquello que rechazan, coartada perfecta para conservar intacta la ignorancia. A través de sus querencias, se adivina que son epígonos tardíos de los mentores revolucionarios de los siglos XIX y XX. No se ha avanzado nada. Ya entrados en el siglo XXI, la nesciencia en materia de religión es algo tan bien repartido que lo comparten por igual izquierdas y derechas. Sin embargo, es una parte de aquellas la que destaca en un aspecto conflictivo: se ha propuesto, al parecer, recuperar como táctica política la tradición antirreligiosa, la misma que otrora incubó la persecución religiosa anticatólica en 1931 y entre 1936-1939 (desencadenada, como es sabido, por organizaciones socialistas, anarquistas y comunistas de entonces, categorizadas por algunos estudiosos como "religiones políticas" o "religiones de salvación terrestre"). Hoy estamos en otra época, pero existe un mecanismo permanente: a la larga, los desenfoques teóricos tienen repercusiones prácticas. Y los conflictos de intereses realimentan distorsiones ideológicas. El riesgo subsiguiente es la patología social que deriva hacia el fanatismo ideológico, la siembra de odio y, en último término, la instigación al asesinato.
El estado de confusión es global
En la actualidad, y no solo en España, el desapego respecto a las instituciones religiosas se expande como ingrediente de una mentalidad difusa, cuyas causas complejas seguramente requieren una investigación más a fondo. El papel de la iglesia y el propio cristianismo se ha desdibujado en nuestra sociedad "en crisis". De manera que la actitud y la autocomprensión con respecto a la religión en general y a las iglesias cristianas en particular aparece afectada por un problema de etiquetado de las distintas posiciones, un problema de clarificación e identificación personal y un problema de análisis conceptual y construcción teórica.
Puesto que el estado de confusión en lo relativo a la pertenencia religiosa se halla, como todo, en vías de mundialización, ampliaré mi análisis sintomático a un ejemplo fuera de nuestras fronteras. Pues no solo aquí es de buen tono desmarcarse de lo religioso. Michelangelo Pistoletto es un artista nacido en Italia, en 1933. El veterano artista, a sus ochenta años, dice proseguir su lucha contra el capitalismo consumista y seguir comprometido en promover un cambio responsable en la sociedad. Entrevistado por El País (24 de octubre 2013), declara entre otras cosas:
"Siempre he sido muy sincero. Por eso, en mi trabajo he buscado la verdad. En lugar de creer en Dios, yo pienso. No puedo afirmar que exista o no, porque de eso se ocupa la ciencia. Como a casi todos, me gustan los cuentos de hadas, las leyendas, pero no son ciencia.
Soy de los que creen que los artistas tenemos que ocuparnos de la humanidad, unir la ética con la estética."
Confía apasionadamente en que la esperanza que nos queda es el arte:
"Creo en sus posibilidades [del arte] para hacer que el pensamiento evolucione y para mover las emociones. Pensamiento y emoción son la base de la espiritualidad en la que yo creo".
Aquí tenemos una clara muestra de los malentendidos y confusiones que abundan entre tanta gente, incluidos artistas e intelectuales, en relación con la religión y con la idea de Dios. Pistoletto contrapone "creer en Dios" y "pensar". Con respecto a la cuestión de la existencia de Dios, añade sin inmutarse que debe resolverla la ciencia. Ahora bien, esto último conlleva un error de grueso calibre, puesto que precisamente la cuestión de Dios es una de las que escapa por principio a la competencia de la ciencia, conforme a una concepción rigurosa del método científico. Luego, el artista da a entender que la creencia en Dios pertenece a la categoría de los cuentos y las leyendas, que evidentemente no son ciencia. Pero también debería caer en la cuenta y pensar detenidamente que tampoco es ciencia la literatura, ni la música, ni las demás artes, ni la ética, ni la política.
El artista Pistoletto "piensa", pero, según lo que él mismo dice, el contenido de este pensar se manifiesta en creer que los artistas han de ocuparse de la humanidad uniendo ética y estética. Implica también, para él, creer en las posibilidades del arte para promover el pensamiento y la emoción humana. Y afirma finalmente que cree en una espiritualidad basada en el pensamiento y la emoción. No sería difícil demostrar que estas elevadas creencias en que él cifra su actitud espiritual constituyen de hecho el núcleo de una actitud religiosa. Pues, en el plano vital y pragmático, la diferencia entre religión y espiritualidad resulta tan sutil que me parece del todo insignificante.
Por ende, la fe bien entendida y el pensar bien entendido no solo no se oponen, sino que convergen, si es que no llegan a ser lo mismo. Lo que se opone a ambos, en el orden epistemológico, es el conocimiento científico, que es evidentemente fundamental e imprescindible, pero neutral con referencia a los valores. Estos son absolutamente necesarios para vivir, de tal manera que es en el terreno del valor y el sentido donde se juegan las verdaderas oposiciones subyacentes en las palabras de Pistoletto: buscar la verdad frente a la mentira y la ignorancia, la justicia frente al capitalismo voraz, la belleza que estimula la inteligencia y el sentimiento frente a la insensibilidad, la espiritualidad humanista frente al materialismo frívolo. Así descubrimos la fe imprevista del ateo Pistoletto. Suponer que la oposición radical está entre fe en Dios y ateísmo, entre creer y pensar, entre religión y avance de la humanidad delata ante todo la profunda confusión en que andan sumidas tantas personas que, por lo demás, pretenden ser y en buena medida son críticas. Más bien se trata de diferentes lenguajes -religioso, filosófico, estético, literario-, sin duda no científicos, pero abiertos a las aportaciones de las ciencias. Y lo decisivo estriba en lo valioso que un lenguaje comunica, sabiendo que todos y cada uno de ellos pueden emitir tanto benéficos mensajes como mensajes dañinos para la humanidad, por lamentable que sea.
En fin, a la vista de lo que el artista dice que piensa, queda meridianamente claro que el "buscar la verdad" en su trabajo no se refiere en absoluto a la verdad del saber científico, sino a cierta verdad del arte. Esto significa que cabe alcanzar verdades específicas por vías distintas de la ciencia y, por tanto, siendo consecuentes, habría razones para aceptar que también sea legítimo buscar la "verdad" de la religión.
Es sintomática la manera subjetiva como individuos o grupos tratan de marcar las distancias: uno piensa que la suya es la religión verdadera y la de los demás, falsa o herética; otro cree que lo suyo es religión y lo de los demás, superstición; otro dice que lo suyo no es religión, sino filosofía, o que es espiritualidad, no religión; otro da por sentado que la propia visión es científica y todo lo demás oscurantismo. En fin, no digo que, en algún caso, estas apreciaciones no sean ciertas, pero en general su validez objetiva está por demostrar.
Así, pues, no es fácil salir del embrollo. Lo que para los protagonistas quizá constituye una verdad subjetiva evidente, tras ser examinado desde la mirada crítica del investigador, antropólogo o filósofo, puede desvelarse, en realidad, como un autoengaño complaciente. Todo progreso del conocimiento exige romper con las apariencias.
La internacional atea y sus oponentes
Entre las corrientes de pensamiento de la Ilustración hubo voces críticas y deletéreas contra la religión. Durante la Revolución francesa, la guillotina sacó las consecuencias más radicales y superó en elocuencia fáctica todos los argumentos antirreligiosos. En el siglo XIX, se levantaron los liquidadores teóricos de la esencia de la religión. En el XX, sus secuaces políticos aplicaron la receta de la persecución violenta revolucionaria contra las instituciones religiosas en buen número de naciones supuestamente civilizadas. Con todo, a la vista está que ni la dudosa razón de la fuerza más brutal, ni la fuerza de las más afiladas razones han alcanzado un balance definitivo, ni en el plano teórico ni en el político. La polémica continúa, agitada ahora por algunos científicos, obsesivos portaestandartes de un nuevo ateísmo militante. A su vez, en el terreno de la guerra, en sentido literal, no cesa de crecer la macabra cosecha de muertos a causa de la religión, en unos sitios en nombre del islamismo yihadista, como, en otros, en nombre de la ideología de cualquier dictadura totalitaria.
Ciñéndonos solo al ámbito teórico, la confrontación se planteaba tradicionalmente entre razón y fe (siglos XIX y XX), con un sesgo sobre todo crítico-filosófico. En los últimos decenios, en cambio, el planteamiento se hace en términos de oposición entre ciencia y religión, en forma de beligerancia pretendidamente científica de ciertos físicos, biólogos y otros pensadores en una batalla sin cuartel contra toda religión.
En efecto, en el panorama intelectual occidental de esta incipiente centuria, observamos una oleada de obras demoledoras contra "la religión", procedentes de científicos y filósofos que militan en un neoateísmo radical. Algunos autores destacados: André Comte-Sponville y Michel Onfray en Francia; Karlheinz Deschner en Alemania; Richard Dawkins y Stephen Hawking en Gran Bretaña; Michael Shermer, Steven Weinberg, Christopher Hitchens, Sam Harris, Daniel Dennett y Lawrence M. Krauss en Estados Unidos. Estos últimos son promotores de la Alianza Atea Internacional, una federación mundial de organizaciones de propaganda a favor del ateísmo. Llama la atención que, paralela y paradójicamente, en los mismos países y durante el mismo período, se hayan producido los mayores avances en los estudios sobre las religiones, desde el punto de vista histórico, filológico y antropológico social. Lo que pasa es que no hay la menor comunicación entre los prohombres de un bando y del otro. Aunque a veces hay casos sorprendentes, como el del filósofo inglés Antony Flew, abanderado del ateísmo más combativo durante cincuenta años, que más tarde, en una entrevista de 2004, acepta la existencia de Dios, al menos en sentido deísta. Y en 2008, publica un libro bajo el título Hay Dios.
Enumeraré solo una sucinta selección de obras que han atizado esta diatriba impulsada por el nuevo ateísmo. En el trasfondo, al menos en varios de los autores, la fuerza de su motivación proviene del terror, el trauma y la indignación producidos por los ataques perpetrados en nombre del islamismo, contra las Torres Gemelas de Manhattan, en Nueva York, y contra el edificio del Pentágono, en Washington.
Publicado en 2001:
- Steven Weinberg, Plantar cara. La ciencia y sus adversarios culturales.
En 2002:
- Michael Shermer, Por qué creemos en cosas raras.
En 2004:
- Sam Harris, El fin de la fe. Religión, terror y el futuro de la razón.
En 2005:
- Michel Onfray, Tratado de ateología. Física de la metafísica.
En 2006:
- André Comte-Sponville, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios.
- Richard Dawkins, El espejismo de Dios.
- Daniel Dennett, Romper el hechizo. La religión como fenómeno natural.
- Sam Harris, Carta a una nación cristiana.
En 2007:
- Stephen W. Hawking, La teoría del todo. El origen y el destino del universo.
- Christopher Hitchens, Dios no existe. Lecturas esenciales para el no creyente. Y del mismo autor: Dios no es bueno. Alegato contra la religión.
En 2010:
- Stephen W. Hawking (y Leonard Mlodinow), El gran diseño.
En 2012:
- Lawrence M. Krauss, Un universo de la nada.
Por Internet circula un vídeo, de casi dos horas de duración, que registra una elocuente conversación entre cuatro de esos próceres del ateísmo ya mencionados: el escritor y periodista angloamericano Christopher Hitchens, el neurocientífico y filósofo norteamericano Sam Harris, el biólogo evolutivo británico Richard Dawkins y el filósofo de la ciencia estadounidense Daniel Dennett. Al unísono, se lamentan de la actitud de los creyentes en su cerrazón dogmática, en sus infundadas creencias, en su susceptibilidad ante cualquier cuestionamiento de la fe. Les parece evidente que las religiones como tales están profundamente equivocadas. Para Dennett, constituyen un cúmulo de trucos circulares que delatan que no es una forma de pensar válida. ¿Qué objetar? Está bien cuestionar el dogmatismo, la superstición, el autoengaño, el oscurantismo, el dualismo. No está mal la salvedad de rescatar algunos elementos de la tradición religiosa, como los logros estéticos, como lo espiritual y lo místico (Harris), como la experiencia de lo numinoso no sobrenatural (Hitchens). Lo que no queda mínimamente claro es qué ideas están implicando al hablar acerca de religión, Dios, sobrenatural, creyente, etc. Dan por buenas y representativas las opiniones populares, indoctas y fundamentalistas, sin ruborizarse al reconocer que han soslayado toda confrontación con los especialistas en teología y en historia de las religiones.
Para ser equitativos, quizá como contrapeso, debemos dejar constancia de que hay también científicos de primera fila, defensores de la compatibilidad entre ciencia y religión, y que han escrito libros en defensa de esta tesis, a veces polemizando con sus colegas del otro bando:
- Stephen Jay Gould, Ciencia versus religión. Un falso conflicto (1999).
- Francis S. Collins, ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe (2006).
- Trinh Xuan Thuan, La melodía secreta (1988); El cosmos y el loto. Confesiones de un astrofísico (2011); Deseo de infinito (2013).
Además, existe una Sociedad Internacional para la Ciencia y la Religión, con sede en Reino Unido (http://www.issr.org.uk/).
Merecería la pena afrontar pormenorizadamente las razones y los hechos esgrimidos en la controversia que atraviesa todas esas publicaciones. Quizá lo haga en otros textos, pero tal objetivo excede con mucho el espacio de esta exposición. Me voy a limitar a algunas deliberaciones generales, una especie de prolegómenos dirigidos a desbrozar los enfoques implícitos, las estrategias puestas en práctica y los presupuestos teóricos subyacentes. Trato de contribuir a disipar las confusiones más comunes entre conceptos que pertenecen a distintos niveles descriptivos, con lenguajes absolutamente diferentes, como son el de la explicación científica y el de la significación religiosa. Es imperativo deslindarlos con precisión, aunque sea compendiosamente, antes de preguntarnos por su eventual interacción.
Por una concepción científica de la ciencia
Mirando atrás, durante gran parte de la historia de las sociedades humanas, los saberes mezclaban indistintamente los conocimientos empíricos con los relatos mitológicos. Solo los despegues del pensamiento racional en distintas civilizaciones empezaron a trazar una sinuosa línea divisoria con respecto al mito, pero en realidad las filosofías continuaron combinando lo que ahora llamaríamos ciencia con toda clase de especulaciones metafísicas y consideraciones éticas. Propiamente, no hubo ciencias en el sentido moderno antes del siglo XVII. Aun así, a pesar de una ingente labor de clarificación teórica, todavía hoy observamos que la mayoría de los científicos no tienen una idea clara del alcance epistemológico y los límites metodológicos del conocimiento científico. Al cabo de tres siglos, la confusión y la extrapolación a dominios metacientíficos (como la ética, la política, la religión) sigue siendo lo normal, salvo en las tareas estrictas de la investigación especializada; de tal manera que no pocos físicos, biólogos o psicólogos, quizá sin advertirlo, dan un paso ilícito adentrándose en un discurso filosófico, preñado de afirmaciones metafísicas, éticas y religiosas. Está claro que eso ya no lo hacen en cuanto científicos, pero parece que ellos no lo saben y no caen en la cuenta de que han transgredido su propia jurisdicción.
La tesis fundamental defendida en estas páginas sostiene que la ciencia moderna, con sus contrastadas teorías, solo puede alcanzar conclusiones válidas en campos de investigación estrictamente demarcados por una línea divisoria que la epistemología se encarga de acotar. En otras palabras, el conocimiento científico en cuanto tal es constitutivamente neutral con respecto a la filosofía, con respecto a la moral y a la religión, lo mismo que con respecto a la poesía, al arte o al deporte. De la teoría científica no puede deducirse consistentemente ningún deber, ninguna fe, ningún ideal estético, ninguna afición. Al otro lado de los dominios de la ciencia se extienden los sistemas de creencias: la visión del mundo, los modos de vida con las justificaciones que los sustentan, las ideologías, los ritos, las artes.
Para caracterizar con claridad la demarcación, podemos convenir en que el discurso religioso, lo mismo que el filosófico (cuando este no se convierte en sucedáneo de la ciencia o en lacayo suyo), se ocupa de formular juicios de valor, es decir, enunciados orientativos, normativos, prescriptivos, a diferencia de las ciencias positivas, que se atienen a exponer juicios de hecho, enunciados descriptivos, modelos matemáticos acerca de los sistemas observables y sus posibilidades.
Hablando con propiedad, el conocimiento científico de la naturaleza no alcanza a descubrir en ella aspectos no científicos como la belleza, o la bondad. Estas emergen en la valoración estética o ética, que solo tiene sentido para la humanidad en su experiencia vivida y pensada. En la naturaleza vista físicamente no hay música, ni arte, ni moral, ni Dios, ni religión: todo eso lo ponemos nosotros los humanos como creación cultural. En el reino animal, exceptuado el ser humano, no hay percepción de la belleza y ejercicio de la libertad o la responsabilidad, ni religión, ni lengua hablada, ni ciencia. Las mismas ciencias de la cultura, las sociales y humanas, tratan de objetivar los sistemas lingüísticos, éticos, estéticos, políticos, religiosos: los describen y explican sus mecanismos y funciones. Pero, en cuanto ciencias, tampoco se adscriben a ninguna ética, estética, política, religión o literatura. Describen científicamente los sistemas de valores, pero sin poder pronunciarse acerca de su valor. La adopción de un valor u otro no incumbe al científico en cuanto científico, sino en cuanto persona, ciudadano, creyente, literato o músico. Esto es así porque el valor de lo bello, lo bueno, lo divino, lo humano, el ser no son nunca parámetros que puedan figurar en una ecuación científica o en una hipótesis teórica. Tampoco indican propiedades o cualidades que tenga que cumplir la explicación científica, a la que basta con ser verdadera en el sentido de contrastable conforme a un modelo. Ni siquiera se pueden suponer como postulados necesarios para al desarrollo del conocimiento científico.
Debemos quitarnos de la cabeza la idea de una ciencia mitificada como único saber, por mucho que sea el más exacto en orden a la explicación (y la manipulación) de los sistemas. La física nuclear explica el mecanismo de fisión del átomo. Sin embargo, la fabricación y el lanzamiento de una bomba atómica sobre Hiroshima no se deducen de ninguna teoría física. Son decisiones situadas en otro plano.
En este orden de ideas, por citar un ejemplo paradigmático relativo al cristianismo, parece claro e indiscutible que del estudio del Jesús de Nazaret histórico no se deduce linealmente la fe cristiana. Esta constituye una opción personal de quienes se adhieren a valores y significados personificados en ese Jesús. Sin embargo, desde el punto de vista de la historia, lo lógico es esperar que los historiadores, sean creyentes o no, lleguen a la misma reconstrucción de los hechos, concuerden básicamente en lo fundamental sobre la figura histórica. Algo así como no es imprescindible ser músico para ser historiador de la música o musicólogo.
En síntesis, la ciencia es una práctica social humana cuyo cometido estriba en aportar conocimiento objetivo del mundo, la vida y la conciencia, de modo que explique sus estructuras y funciones y explore sus posibilidades. Pero no es la única práctica cognitiva existente. Está la reflexión filosófica, que pretende una comprensión de las relaciones entre los conocimientos y se centra en la experiencia humana del mundo y de sí mismo, a la vez biológica, sociocultural y mental. En fin, hay una narrativa, como la semiótica religiosa, que expresa significados profundos, vividos en esas mismas experiencias, mediante codificaciones de la imaginación, en forma de mitos, ritos y preceptos que inspiran, orientan y encauzan la práctica social e individual.
El científico en cuanto persona, como cualquiera, es libre de tener la filosofía y la religión que desee, pero estas no forman parte de ninguna teoría científica ni se deducen necesariamente de ella. Son producto de otras facetas del pensamiento, cada una de ellas autónoma y de un género irreductible, si bien es verdad que todas concurren bajo la consideración del sujeto humano pensante. Hay que respetar los saberes científicos, que pueden y deben enriquecernos, pero también las sabidurías ancestrales que los exceden y que precedieron en miles de años a la ciencia moderna.
En conclusión, la ciencia no impone ninguna filosofía (a lo más puede mostrar que el lenguaje de ciertos enunciados filosóficos está obsoleto, porque se sirve de conceptos científicos caducos). Al menos en principio, esta neutralidad epistemológica y metodológica la reconocen científicos muy dispares: "La ciencia no es una filosofía ni un sistema de creencias" (Wilson 1998: 69). O dicho aún más explícitamente:
"La finalidad de la ciencia es la comprensión del mundo de los fenómenos. Describe y explica la naturaleza sin imponer ninguna visión filosófica: su vocación no es esa. La ciencia es una herramienta que no es en sí ni buena ni mala, que no impone ninguna ética o moral. (...) Dado que no impone ninguna filosofía, la ciencia no puede guiarnos cuando se trata de moral y ética" (Trinh Xuan Thuan 2008: 49-50).
Si esto es así, ninguna ciencia, en cuanto tal, es competente para determinar los fines prácticos de la acción humana. Tal cosa es tarea de la filosofía y la religión, que a veces pueden resultar indiscernibles entre sí en cuanto a su funcionalidad. Pues, cuando la filosofía preconiza un modo de vida, cabe preguntarse si no constituye una forma de religión en sentido genérico. De manera parecida a como la religión, en cuanto visión del mundo, equivale a una forma de pensamiento filosófico. En los límites últimos, más allá del enigma que es resoluble y de lo ignoto que un día se conocerá, todo esfuerzo del pensamiento presiente el misterio, que, en sí mismo, es indecidible e inefable, aunque se pueda evocar.
Un tema muy distinto es que las ciencias constituyan de hecho el mejor instrumento para conocer con objetividad los sistemas naturales y sociales de nuestro mundo y que, de este modo, contribuyan a ilustrar, criticar e informar nuestra comprensión y nuestras decisiones. Nada excluye que los juicios de hecho y los juicios de valor puedan y deban cotejarse entre sí "desde fuera", complementarse e incluso corregirse recíprocamente en determinados aspectos, a fin de dar coherencia a nuestra visión del mundo y con vistas a la actividad práctica. Según una frase atribuida a Einstein: "La ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega". Ahora bien, no hay un puente necesario entre ellas, sino que es nuestra conciencia en ejercicio la que ha de hacerse cargo de sendos registros y hacerlos dialogar: ciencia y creencia, conocimiento y valoración, saber y sabiduría.
La convicción de ateísmo excede toda ciencia empírica
La mitología de la Modernidad proclamó triunfante que la humanidad había alcanzado la "edad de la razón". Pero existe un lado oscuro de la Ilustración, que prestó un mal servicio a la racionalidad y a los humanos, al sacralizar la razón científica como apoteosis de un empirismo miope y de un hegemonismo de la ciencia como única verdad posible. En la experiencia humana, sin embargo, hay verdades que exceden la racionalidad científica. Habría que evitar la falacia de la evidencia incompleta, en la que se incurre al restringir la razón a la ciencia, al oponer sin restricciones la razón (totalmente buena) a la religión (totalmente mala). En buena lógica, lo que hay que oponer, en el ámbito de la religión, son formas razonables y formas insensatas. Y en el plano de la ciencia, separar epistemológicamente formas de la razón bien fundadas frente a formas mitificadas, cuya presunta cientificidad queda manifiestamente en entredicho. O caen en lo grotesco: por ejemplo, después de la anexión napoleónica de Bélgica, la iglesia neoclásica de san Jacques-sur-Coudenberg, en Bruselas, se convirtió durante un tiempo (1795-1802) en templo consagrado a la diosa Razón.
Ante la recurrente crítica a la religión por parte de algunas personalidades científicas, a veces pretendidamente en nombre de la ciencia, se hace necesaria una revisión epistemológica de los argumentos empleados, con el fin de discernir cuál es su alcance y hasta qué punto pueden ser, o no, concluyentes. Creo que, si establecemos bien las competencias, una crítica "científica" a la religión solo sería admisible con respecto a intromisiones de esta en el plano científico, con respecto a las aserciones de alcance teórico y de naturaleza empírica insertas en los discursos religiosos o filosóficos. A la inversa, tampoco parece legítima una crítica "religiosa" a la ciencia, a no ser en lo tocante a sus aplicaciones y a sus implicaciones sociales. De ahí que esté justificada la crítica filosófica o ética a las opiniones que, en nombre de la ciencia, se pronuncien sobre cualquier valoración de sentido o sinsentido, bondad o maldad, belleza o fealdad.
La creencia religiosa, como la convicción irreligiosa, lo mismo que el razonamiento filosófico, no es competente para aportar conocimientos objetivos acerca del mundo. Su dominio es el de la reflexión sobre la experiencia, el de la sabiduría que inspira las opciones de valor, cuando se trata de sancionar lo "aceptable", lo "preferible". En realidad, el ser humano debe hallar sus valores autónomamente en cada uno de los campos prácticos de la vida y en cada situación. Y esto, en lo referente tanto a los contenidos concretos normativos, cuanto al procedimiento de buscar libremente lo más valioso para la sociedad, para la persona, para la humanidad, en el marco de una visión del sentido del mundo que jamás despejará del todo su incertidumbre. En suma, la ciencia no engendra sabiduría. La ciencia engendra conocimiento y técnica. Solo la sabiduría engendra ética.
Por eso, el ateísmo no puede ser una conclusión científica, aunque sí una opción filosófica del científico, como de cualquiera, en cuanto persona. La filosofía materialista de Feuerbach fundamentó su ateísmo en una "reducción antropológica" de determinada teología (cfr. Feuerbach 1841 y 1845). Y Karl Marx pensó que la tarea de crítica filosófica a la religión estaba terminada definitivamente con los análisis feuerbachianos. Es evidente que Marx se equivocaba, porque el debate sigue abierto. También el ateísmo sociopolítico marxiano ha sido sometido históricamente a la prueba de la praxis. En ausencia de conocimientos sobre la religión, que solo las ciencias humanas posteriores llegarían a facilitar, las críticas a la religión del siglo XIX y parte del XX se revelan hoy, en buena medida y más allá de las brillantes intuiciones, como una maraña de especulaciones bizantinas, cuando no como una fogosa proyección de las fantasías de sus autores sobre el objeto de estudio, enmascaradas en una apariencia de racionalidad, pero sin más apoyo efectivo que las propias evidencias subjetivas, puestas por lo general al servicio de una ideología política.
Así, pues, el ateísmo reivindicable por la ciencia es exclusivamente un ateísmo metodológico, que representa más bien cierta clase de agnosticismo: la conciencia de que no le compete pronunciarse sobre cuestiones teológicas. El método científico se prohíbe a sí mismo cualquier dictamen a favor o en contra con respecto a la cuestión de Dios o del absoluto, porque se trata de un asunto que se le escapa por principio. Aclaremos, no obstante, que las ciencias antroposociales sí se ocupan de la religión y sus manifestaciones como objeto de investigación, pero metodológicamente deben abstenerse de cualquier toma de partido ideológica y mantener la neutralidad axiológica exigible a toda ciencia. Tan improcedente es que un científico, en cuanto tal, se declare ateo como que se declare creyente. Las disputas en el plano de las filosofías no se pueden dirimir científicamente (solo cabría señalar los eventuales errores empíricos).
Siempre que se habla de ateísmo se está inmerso en el ámbito de las ideas religiosas, se adopta un discurso más allá de las teorías científicas. La convicción atea aparece paradójicamente como una opción religiosa, puesto que se sitúa en relación de oposición con otras creencias de fe, como una creencia más. Del mismo modo que lo moral y lo inmoral pertenecen al ámbito de la moralidad, la posición religiosa y la irreligiosa pertenecen al dominio de las opciones en materia de religión.
Para una conciencia autocrítica, toda convicción religiosa constituye una construcción humana, forma parte de un sistema cultural de signos, de modo que el absoluto o la divinidad solo están ahí como figuraciones semióticas, como ideas, como mitos, es decir, como realidades del espíritu. Así, cuando alguien habla de la "muerte de Dios" solamente connota la de una idea particular acerca lo divino. Y cuando una idea decae, en seguida es sustituida por otra que ocupa su lugar. Puede desaparecer socialmente una concepción particular de lo divino o lo sagrado. Las religiones mueren. Pero, ¿será posible dejar vacío su lugar? Es dudoso, puesto que estamos tratando de un universal cultural. A todas luces, históricamente, los movimientos ateos nunca han dejado la sede vacante: han puesto en el lugar divino al Hombre, la Razón, el Progreso, el Superhombre, el Proletariado, la Revolución, la Evolución, el Capital, la Ciencia, la Nación. Estas ideas mitificadas llegan a ocupar el lugar de los "postulados sagrados últimos" (Rappaport. Ni siquiera la doctrina del nirvana comporta un ateísmo consecuente o un nihilismo, sino que alude a un estado mental pleno de significado. Como tampoco la Nada de los místicos equivale literalmente a nada.
Entonces, ¿es imposible que haya sociedades o personas humanas sin religión en sentido estricto (no que rechacen tal o cual religión determinada, o todas las conocidas)? Para contestar, habrá que empezar siempre aclarando qué estamos sobreentendiendo por "religión" y qué habría que entender por "religión" antropológicamente, es decir, desde el enfoque etic al que debe aspirar la objetividad propia de las ciencias humanas. La pregunta acerca de la posibilidad de una vida humana estrictamente irreligiosa recibe una respuesta negativa. Resulta imposible, porque en el comportamiento están en juego, al menos implícitamente, aun cuando uno no se pronuncie o los niegue explícitamente, unos valores que ocupan de facto el lugar de "postulados sagrados últimos" y desempeñan su función. Sean los que sean, asumen de alguna manera un carácter religioso, a veces en variantes en las que cabe apreciar un matiz pararreligioso, seudorreligioso o incluso antirreligioso. Porque tener una religión no consiste solo en estar afiliado a una institución o una tradición explícitamente religiosa. Quien evoca algún mito que da significado a su vida, quien participa en algún ritual con el que sintoniza interiormente, quien actúa según normas éticas, quien está vinculado a alguna comunidad de convivencia, en realidad posee una religión en su vida, aunque piense lo contrario. Y es que, más allá de cuestiones nominalistas, "la preocupación espiritual es incluso esencial a la idea más laica o más secular del hombre" (Gauchet 1985: 302).
Analizada críticamente, la misma posición del ateísmo juega no en el vacío sino en el espacio de la religión, en el que -como ya he dicho- representa una opción, una variante: como mínimo, la religión en grado cero, aunque quizá esto sea más típico del agnosticismo teórico. Dicho de otra manera, la afirmación de la inexistencia de Dios pertenece al campo de la creencia o convicción de índole religiosa, no al del saber científico. Todo el que sostiene una actitud respecto a la religión, sea positiva o negativa, pone en práctica una actuación de carácter religioso. Y quien dice algo acerca de Dios efectúa un pronunciamiento teológico, hasta cuando está elaborando una ateología. Pues ni siquiera se puede definir el ateísmo si no es por referencia a alguna negación de Dios, al menos tácita, lo cual exige que el ateo conciba en su cabeza una idea del Dios cuyo rechazo da contenido cabal a su ateísmo. En general, el ateo se considera tal con respecto a una idea de dios socialmente determinada. Pero, con frecuencia, lo que ocurre es que una idea de lo divino o una sacralidad es sustituida por otra, de hecho, sin que la autocomprensión atea subjetiva tenga importancia explicativa. Sería un caso típico de quien solo ve como religión las creencias de los demás y no las propias.
El comportamiento más común en el terreno de la crítica religiosa es que una religión sea atacada desde otra, como si la impugnación de una posición religiosa solo pudiera realizarse desde otra en el mismo plano. Los teístas arremeten contra los ateos, y viceversa. Pero esa confrontación no es desde fuera, sino que se da necesariamente en el terreno de las creencias religiosas. Pues la actitud vivida que define la religión no implica una afirmación específica de la existencia de Dios, sino que estriba en pronunciarse sobre un orden sagrado, en dictaminar sobre el valor ético, sobre la legitimidad del poder, sobre el sentido o sinsentido de la existencia humana. Incluso la negación de la religión que se entiende a sí misma como secular o laicista efectúa positivamente un pronunciamiento en el mismo plano y acerca del mismo objeto. Así, el ateísmo que ataca la religión está reclamando para sí una verdad de alcance religioso. Obsérvese cómo las creencias y los comportamientos de algunas asociaciones ateas y laicistas militantes emulan y reproducen, a veces, rasgos específicamente religiosos e incluso ostensiblemente clericales.
El ateísmo pretendidamente científico adopta una posición errónea en el campo de la ciencia (dada la imperativa neutralidad axiológica del conocimiento científico), mientras que, en cuanto ateísmo de convicción personal, está asumiendo paradójicamente una posición en el ámbito de las creencias de índole religiosa/filosófica. En efecto, tanto el ateísmo como el agnosticismo solo significan algo por referencia a sistemas religiosos determinados. En términos absolutos, no serían más que palabras vacías. Cabe que alguien rechace un sistema de creencias y valores, pero la pretensión de no tener absolutamente ninguna creencia o ningún valor parece más bien una fantasía, o peor, un estado patológico, de anomía, de disolución social o personal, donde ha desaparecido todo vestigio de humanidad. Es cierto que, para sostener esta tesis de que es imposible que haya gente absolutamente sin religión (no sin tal o cual religión concreta), hay que aclarar bien –insisto de nuevo en ello- qué entendemos por "religión" en un sentido antropológico.
El laicismo, que en principio no debe confundirse con el ateísmo, constituye también una posición religiosa, a pesar de lo que pudiera parecer, precisamente porque sostiene una tesis en lo que respecta al puesto de las instituciones religiosas en el orden social. Puede tener solo un significado negativo: el Estado se inhibe de adoptar una confesión religiosa, con el fin de establecer la libertad religiosa en la sociedad y garantizarla a los individuos. Pero, cuando un Estado laico pretende imponer su propia confesión ideológica, entonces esta se convierte en una criptorreligión tendente a suplantar a la otra. En ciertos casos, este planteamiento adopta la forma visible de antirreligión, dando un sentido radical al laicismo. (Es lo que ocurre, por ejemplo, con el movimiento Europa Laica y sus filiales, como Granada Laica, en la medida en que exhiben la pretensión de eliminar la religión de la sociedad.) Si hablamos de laicidad, en un sentido más neutro, el concepto se refiere en el fondo a la autonomía de cada uno de los subsistemas de la sociedad. Cada dominio se rige por sus propios principios y su racionalidad específica, tanto la política, como la economía, como la ciencia, como el arte o la literatura; pero tan pronto como aparecen las cuestiones relativas al significado último, a los fines humanos, se hace presente la dimensión religiosa, oscilando entre un lenguaje más metafórico y un lenguaje más abstracto o filosófico.
Alguien preguntará, porque a veces se oye hablar de esto, si una religión bien enfocada ha de ser hoy laica. La respuesta puede ser afirmativa, pero solo en el sentido de que también la institución religiosa debe defender la laicidad del Estado, a fin de evitar la sumisión de las restantes instituciones sociales a un orden sacralizado, a la vez que se previene la propia sacralización de estas, como condición para preservar la libertad de las personas en los diferentes ámbitos, incluida la libertad de conciencia y la libertad religiosa.
Las abusivas extrapolaciones del cientificismo
Hoy, entre personas cultas, la ignorancia en temas de religión es tan normal como la falta de conciencia crítica epistemológica, que suele afectar también a la mayoría de los científicos. Por eso, no es raro encontrar laicistas y ateos militantes cuya argumentación resulta precrítica, por cuanto se precipitan, acaso sin saberlo, hacia los espejismos del cientificismo. Este pretende que la ciencia es un saber omnímodo y que tiene respuestas para todo. Pero, al no respetar la demarcación epistemológica del conocimiento positivo, el científico incurre en un cientificismo que no pasa de ser una posición ideológica cuestionable. En efecto, el cientificismo se funda en un fraude epistemológico y sus tesis constituyen una forma de seudociencia. Los cientificistas hacen que la ciencia mute en una forma de superstición, porque la fuerzan a pronunciarse en términos que no le competen: dando interpretaciones de sentido, pronunciándose acerca de valores, hablando de asuntos teológicos. Sobre todo, porque traicionan el método propio de la ciencia, al asumir tesis que no se pueden someter a prueba empírica. De alguna manera, convierten la "ciencia" en un sucedáneo de religión. La teoría científica como tal debe desterrar las espurias extrapolaciones del cientificismo.
Toda actitud vivida que atribuye un valor algo o alguien, que afirma la legitimidad de un orden social (existente, o alternativo), implica en la práctica una actitud religiosa, aunque explícitamente niegue la religión y entienda la propia postura como laica o secular (pretendiendo con esto que no es religiosa, ya que se tiene por religión solo la de los demás). Toda asignación de valor sobrepasa necesariamente el mero conocimiento objetivo de la realidad y, por tanto, supone una toma de posición con respecto a ella que da un salto al terreno filosófico y de la creencia.
En resumen, creo que queda suficientemente probada la imposibilidad de un ateísmo científico, es decir, fundado en la ciencia, porque tal pretensión radica en un cientificismo insostenible desde el punto de vista de las exigencias metodológicas. No obstante, lo reitero, sí hemos de reconocer la legitimidad del ateísmo como opción filosófica. Esta se apoya en sus propias interpretaciones y apuestas, y asume sus propios riesgos. Pero mala filosofía será si extrapola abusivamente los datos o las teorías. Toda persona bien formada se verá en la obligación de rebajar las pretensiones de la ciencia, consciente de que sus métodos imponen límites precisos e insuperables. El físico Steven Weinberg, notorio por su escepticismo y ateísmo, lo reconoce: "Así que aparentemente hay un misterio que la ciencia no eliminará". Es evidente que esta incompletitud no prueba nada, pero incapacita para refutar nada.
El argumento de las maldades de la religión no es concluyente
Con mucha frecuencia lo que se aduce contra la fe religiosa son argumentaciones de orden práctico. Muchos ateos miran la religión a través de la lente de las barbaridades cometidas en su nombre, o abusando de ella, dejando fuera de foco todo lo demás. Esta crítica tiene fundamento en los hechos. Pero sus conclusiones solo serán verdaderas, en buena lógica, para el tipo de casos que están considerando. Extrapolar el veredicto negativo al complejo fenómeno de la religión constituye una generalización distorsionada. Semejante táctica es equiparable a la contraria, y tan rechazable como ella, cuando se exponen solo las bondades asociadas con el comportamiento religioso, soslayando todo lo demás.
Algunos ateos convencidos dicen que han llegado a la conclusión de que Dios no existe al contemplar el panorama de las enormes atrocidades cometidas en nombre de Dios. Pero un argumento así solo tiene fuerza si afirma lo que niega. Tal como se formula, encierra una paradójica contradicción, porque, si Dios no existe para el ateo, carece de sentido que este tome en cuenta la premisa de que esas atrocidades sean realmente atribuibles a Dios.
Habría que abstenerse de las simplificaciones que descalifican toda religión de manera lineal, al modo de Christopher Hitchens (2007), cuando identifica religión con teocracia y esta con fanatismo. Si queremos ser coherentes en la denuncia de las barbaridades, no ocultemos que también la razón filosófica y la investigación científica han promovido y legitimado comportamientos opresivos con el mundo y con los seres humanos, de manera semejante a la que se atribuye a los dioses más despóticos. Si analizamos los acontecimientos históricos, debemos concluir que el ateísmo no ha acreditado un comportamiento más humanista, sino que, de hecho, ha estado íntimamente implicado en los sistemas totalitarios del siglo XX.
El método de argumentación de los adalides ateos de estos últimos años, basado en el filtrado y la generalización de lo negativo, les conduce con demasiada frecuencia a ofrecernos un discurso plagado de paralogismos, sofismas y falacias. Del mismo modo que los desmanes perpetrados en nombre de una religión los utilizan para rechazar de plano todo sistema religioso, habría motivos para renegar de toda institución humana. Por ejemplo, los execrables experimentos con humanos realizados en Auschwitz por el doctor Mengele, hechos en nombre de la ciencia, y los desarrollos teóricos puestos al servicio de las masacres bélicas constituirían una prueba de cargo para la descalificación radical de la ciencia. Pero, para ser lógicamente coherentes, la repulsa debe dirigirse hacia ese tipo determinado de ciencia, hacia ese tipo determinado de religión. De lo contrario, con un enfoque equivocado, acabaríamos postulando el absurdo de que todas las instituciones de la civilización deben ser abolidas.
La opción religiosa del científico resulta irrelevante
Otra línea de argumentación utilizada, con la idea de mostrar la oposición entre cristianismo y ciencia, consiste en destacar el carácter cristiano de pensadores que han tenido conflictos con la ciencia, por ejemplo, citando a los malhadados apologistas del "diseño inteligente". En cambio, no mencionan jamás la condición de cristianos de grandes figuras de la ciencia moderna: Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Pascal, Leibniz, Newton, Linneo, Mendel, Maxwell, Lemaître, Heisenberg. Creo que ninguno de los dos planteamientos es concluyente, ni a favor ni en contra. El argumento del ateísmo o el laicismo militante de unos científicos frente al teísmo o el cristianismo explícito de otros científicos resulta un argumento que se desmorona solo. El salto imposible entre conocimiento positivo y convicción de fe no se salva a base de prestigio. La pretensión es tan vana como esa pugna latente entre listas de egregios científicos, unos cristianos, otros ateos, que podemos encontrar en la Wikipedia (véase List of christian thinkers in science, List of jesuit scientists, List of atheists in science and thechnology). La conclusión más sensata apunta a la irrelevancia de la ciencia para ser buen creyente, y la irrelevancia de la creencia o increencia para ser buen científico.
En fin, se impone admitir el ateísmo metodológico en las ciencias, en todas ellas: físicas, biológicas y antroposociales. Y esto, por las mismas razones teóricas por las que es preciso rechazar el ateísmo cientificista (la negación supuestamente "científica" de la creencia en Dios) en cuanto ideología no solo antirreligiosa sino igualmente anticientífica.
La teoría de la mentalidad primitiva es muy arcaica
Otra estrategia elucubrada por algunos pensadores intenta trazar una línea demarcatoria que confina el pensamiento religioso en una fase arcaica, inferior, superada. Así, acusan a la religión de representar algo propio de la sociedad primitiva, una forma de pensamiento ilógico, una proyección ilusoria, una actitud infantil. A esto subyace un esquema evolucionista social decimonónico, hoy desacreditado por la investigación histórica y antropológica. El iniciador de la sociología Auguste Comte habló de dos estados precientíficos de la humanidad, mítico y metafísico, superados por el científico positivo. El filósofo Ludwig Feuerbach describió la esencia de la religión como una proyección ilusoria que debería ser disuelta por la conciencia crítica racional. El fundador del psicoanálisis Sigmund Freud la describió como rasgo de una personalidad infantil contrapuesta a la madurez del adulto. El etnólogo Lucien Lévy-Bruhl tipificó una mentalidad prelógica o primitiva, anterior al desarrollo del pensamiento lógico (aunque más tarde se retractaría). En realidad, todos estos planteamientos impedían comprender el fenómeno, al reducirlo arbitrariamente a alguno de sus aspectos y al interpretarlo con una mirada peyorativa. Sin muchos matices ni distinciones, tacharon al pensamiento simbólico de primitivo, ilógico, ilusorio e infantil, en lugar de esforzarse por entender su función y reconocer el hecho de que ambos registros coexisten siempre, simultáneamente, en la realidad humana. Una de las demostraciones más lúcidas en esta línea la encontramos en Claude Lévi-Strauss, cuando concluye que el "pensamiento salvaje" es tan lógico como el civilizado o científico:
"A la vez, se superaba la falsa antinomia entre mentalidad lógica y mentalidad prelógica. El pensamiento salvaje es lógico, en el mismo sentido y de la misma manera que el nuestro, pero como lo es solamente el nuestro cuando se aplica al conocimiento de un universo al cual reconocen simultáneamente propiedades físicas y propiedades semánticas. Una vez disipado este error de interpretación, sigue siendo verdad que, en contra de la opinión de Lévy-Bruhl, este pensamiento avanza por las vías del entendimiento, y no de la afectividad; con ayuda de distinciones y oposiciones, y no por confusión y participación" (Lévi-Strauss 1962: 388).
Y es que, a partir de una raíz común y de idénticos mecanismos fundamentales, se da un doble despliegue del pensamiento humano, presente tanto en las sociedades arcaicas como en las civilizaciones modernas. El pensador Edgar Morin, en su obra El método, analiza las características de estas dos modalidades: las del pensamiento mítico-simbólico-mágico y las del pensamiento racional-empírico-técnico. Según él, existe una unidualidad de ambos tipos de pensamiento. Por eso, "sería un grave error creer (y sin duda sería esto una creencia mítica) que el Mito ha sido expulsado por la racionalidad moderna"; el mito tiene que ver con los aspectos insondables de la vida y la muerte y con el misterio del ser; pero mana de la misma fuente, de "los principios fundamentales que gobiernan las operaciones del espíritu/cerebro humano" (Morin 1986: 183-184). "El pensamiento empírico/técnico/racional se polariza en la objetividad de lo real. El pensamiento mitológico se polariza en la realidad subjetiva" (Morin 1986: 186). Por tanto, hay que concebir a la vez la complementariedad y el antagonismo de los dos modos de pensamiento. El enfoque correcto no es que uno evoluciona a partir del otro, sino que se da una evolución histórica de cada uno, relativamente autónoma, unas veces potenciándose entre sí y otras en conflicto mutuo.
Cabe comparar las religiones en un doble plano
Otorgar un estatuto teórico específico a la producción de significados que por principio caen fuera del discurso científico no equivale en absoluto a dar por buena cualquier forma de religión, ni a darlas a todas por equivalentes. Como todas las creaciones culturales, deben estar sujetas a la deliberación libre sobre su sentido y su valor. No todas las obras musicales poseen la misma calidad. Ni todas las filosofías son igualmente razonables. Ni todas las creencias son igualmente plausibles.
Encuentro decepcionante en esos físicos y biólogos del nuevo ateísmo que, al argumentar sobre temas religiosos, demuestren una simpleza tal que, si actuaran igual en su profesión, habrían sido expulsados de ella. Se asemejan a unos clérigos celosos entregados ciegamente a la apología de sus creencias. Más allá de que sea aceptable la crítica de lo obviamente criticable, la presentación de la religión que ofrece un Dawkins o un Dennett resulta maniquea y deja escapar todos los aspectos favorables que también pueden ser representativos de las tradiciones religiosas, sus propuestas de sentido de la vida, o las funciones terapéuticas desempeñadas en el orden social y psicológico. Otra cosa llamativa es que, en general, esos autores críticos se sirvan siempre de una lectura literal y muy conservadora de los documentos y den preferencia a las formas más incultas y sectarias. Lo cuestionable no es tanto que critiquen la religión, sino qué religión critican.
Puesto que andamos tan escasos de los criterios clave necesarios para discernir en lo referente a los tipos de religión, habría que ensayar la formulación de algunas diferencias. Por ejemplo, un criterio productivo podría ser calibrar el grado de autonomía concedida a las dimensiones no específicamente religiosas de la vida social e individual. No hay espacio para la autonomía cuando la institución religiosa pretende regular directa o indirectamente todas las instancias de la vida, mediante preceptos que unas veces se pretenden "revelados", y otras dimanan de una fuente de sabiduría antigua o de una filosofía elevada al rango de dogma. Asumimos que una conciencia moderna no puede tolerar semejante merma de libertad. Esto vale para rechazar todo aspecto opresor de los sistemas religiosos, así como todos sus simulacros, sucedáneos y máscaras, incluidas las posiciones cientificistas. Ya es proverbial la falta de autocrítica que nos aqueja a todos, y que se trasluce, como ya he sugerido, en el hecho de que, de ordinario, a las creencias de los otros las llamamos supersticiones y a las nuestras, convicciones. A nuestros rituales los consideramos ceremonias y a los de los demás, arte de magia.
A mi modo de ver, hay un error de análisis en el enfoque hoy tópico que agrupa, a un lado, la ciencia y la filosofía crítica, a veces con un aura revolucionaria, y, en el otro lado, la religión, colgándole siempre el sambenito de reaccionaria, irracional y anticientífica. Sin duda, este punto de vista refleja situaciones históricas, como la del enfrentamiento jacobino con el Antiguo Régimen, pero ese esquema esconde graves distorsiones epistemológicas y políticas. Con toda probabilidad, el llamado "proceso de secularización" se entiende mal y da pie a un cúmulo de equívocos. Por mi parte, pienso que las oposiciones pertinentes en el plano teórico no son entre ciencia y religión, ni entre autonomía política y organización religiosa, sino las que se establecen entre la esfera de la ciencia y, en el polo opuesto, la esfera de la filosofía y la religión; y en la práctica social, entre la autonomía del Estado y el clericalismo de la institución religiosa. Esto, en definitiva, exige distinguir entre una religión obsoleta y una religión adecuada a la sociedad y la conciencia modernas. La pretensión atea o laicista de acabar con toda religión supone una actitud tan reaccionaria como lo peor de la mala religión, a la que, en el fondo, aspira a sustituir. Por el contrario, secularizar, en el buen sentido, significará modernizar la religión, no eliminarla. El programa de independizar las instituciones del sometimiento a la religión como institución de poder no justifica el proponerse la meta de suprimir toda religión. Basta con instaurar y garantizar la libertad de las personas para disentir de un sistema religioso, para adherirse a otro de su elección, para rechazarlos todos, o, llegado el caso, para crear uno idiosincrásico.
Por último, me inclino a favor de la hipótesis que sostiene que no todas las religiones son iguales. Y análogamente, no todos los dioses son iguales. De ahí que sea ineludible para las ciencias humanas el análisis comparativo de las diferentes formas y el discernimiento del carácter de cada una de las propuestas. Otra cosa es el grado de valor atribuible a cada variante. La respuesta a esto ya no compete a la ciencia, sino a una deliberación filosófica. Apostemos por el valor de libertad para los individuos, el valor de justicia para la sociedad y el valor de supervivencia para la especie. Y, mientras sea posible, hagamos lo que esté en nuestra mano por mantener este orden de prioridad, antes de que el deterioro de las circunstancias venga a imponernos como ineludible el orden inverso, con mengua de la justicia y la libertad.
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