Entre esos que alardean de modernos y «progresistas» observamos un desmesurado afán por propugnar utopías, esas fantasías de una sociedad perfecta que, creen, proporcionará la solución ideal y definitiva para todos los problemas que apremian a la humanidad. A veces, cuando no es una maquinación, ese afán puede estar imbuido de buenas intenciones: la paz perpetua, la sociedad sin clases, el quiliasmo. Pero, en los dos últimos siglos, pese a la buena intención, las utopías condujeron a catástrofes tan aterradoras que solo cabe concluir que la utopía comporta algo monstruosamente erróneo. Sea cual fuere su signo político, los movimientos utópicos, en la práctica de su instauración, en su mantenimiento y sus apocalípticas confrontaciones, desencadenaron los períodos más violentos, destructivos y criminales de la historia humana.
Ante tales hechos, surge inquietante y provocadora la pregunta sobre la relación entre utopía y terror, tan evidenciada históricamente, que pone en entredicho un dogma fundamental de los tiempos contemporáneos. El terror constituye el núcleo duro de todo sistema totalitario. ¿Por qué fue tan espantosamente violento un siglo heredero de la Ilustración y la industria, que empezó con promesas mesiánicas, posibilitadas por el progreso prometeico en la ciencia, la técnica, la política, la economía y el arte? No es aceptable que fuera imprescindible sacrificar a 200 millones de personas, según estimaciones, en dos guerras mundiales, en incontables conflictos, persecuciones, represiones y genocidios a cargo de gobiernos utópicos. Quien lo afirme como necesidad histórica justificable en sus fines solo puede estar rematadamente trastornado. Porque, fuera del cinismo, nadie ha visto cumplidas las promesas y, hasta ahora, casi lo único que la utopía ha garantizado en todos los casos ha sido el totalitarismo, con su producción masiva de crueldad, muerte y sufrimientos inenarrables.
¿No han existido siempre tiranías y gobiernos despóticos y opresores? Ciertamente. Pero los sistemas utópicos del siglo XX rompieron todos los moldes de la violencia política y bélica, levantaron Estados totalitarios, fundados en ideologías revolucionarias, es decir, en doctrinas especializadas de facto en la demagogia, que endiosan a «libertadores», dictadores hábiles en manejar una organización especializada en el engaño, el robo y el asesinato selectivo de conciudadanos, sobre todo los disidentes. No se puede implantar una utopía social sin un poder total sobre la sociedad, sin destruir toda autonomía personal. Toda utopía conduce indefectiblemente a implantar la tiranía. La historia del siglo XX demuestra sus aspectos más atroces. Basta evocar los procesos más radicalmente utópicos: el nazismo de Hitler, el comunismo de Lenin y Stalin, la «revolución cultural» de Mao, los campos de exterminio marxista de Pol Pot en Camboya, los genocidios en Yugoslavia y Ruanda. Y en el siglo XXI, el resurgimiento de Mahoma con el yihadismo islámico… Nada más mortífero que la utopía. Ahí están los 100 millones de víctimas mortales del comunismo. O los quizá más de 700 millones calculados para el islamismo a lo largo de su historia.
El engaño de los principios puros
Ciertos utópicos, a menudo, proclaman principios puros de buenismo (no a la guerra, la paz, el diálogo, etc.), pero carecen de un análisis de la realidad política, olvidan que los principios puros forman parte del impuro acontecer político. Y suele ocurrir que, en su pureza, no ven hasta qué punto están colaborando con el enemigo. Hitler hubiera estado dispuesto a financiar el movimiento pacifista francés, que, durante el gobierno del Frente Popular en Francia, entre 1936 y 1938, influyó decisivamente para el debilitamiento de las fuerzas armadas de Francia, hecho que facilitó la ocupación nazi en junio de 1940.
Sin embargo, sigue siendo corriente esa mentalidad buenista, siempre ignorante, incapaz de ver los horrores y menos aún indagar sus causas. Cuando a esta gente se les narra la historia, replican que es una exageración, o algo completamente absurdo, increíble. Pero la realidad está ahí, no cabe negarla, ni dejar de hacerse preguntas sobre ella. Tal vez podrían servir de ayuda algunas buenas películas de guerra para entrever de qué se trata. Sería igualmente necesario encontrar un marco explicativo, verosímil al menos, dentro del cual comprender las causas y pensar cómo prevenir, si fuera posible en algún grado, futuras situaciones trágicas como las acontecidas, o aún peores.
La promesa del cielo en la tierra condujo al infierno
La teoría y la práctica ponen de relieve el vínculo inextricable entre dos términos aparentemente contradictorios. Estos son, en primer lugar, la utopía, definida como «representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano», o más bien como la noción de una sociedad o mundo ideal que estará libre de todos los conflictos sociales. En segundo lugar, el terror, definido como «método expeditivo de represión revolucionaria o contrarrevolucionaria», consistente en el uso indiscriminado de la violencia política, dirigido en particular contra civiles, como el medio más eficiente para transformar la sociedad.
El pensamiento utópico es un rasgo que goza de un prestigio inmerecido. En la civilización occidental, lo vislumbramos ya en los tiempos clásicos, como en la obra La república de Platón. Durante la mayor parte de la historia, ideas aparentemente similares a las utópicas estuvieron conectadas con la religión, si bien en ella la forma ideal de vida que pone fin a los problemas humanos solo se contempla más allá de la muerte. Pero esta ambigüedad cambió en la edad moderna, al surgir el pensamiento secular y científico, que asumió un giro antirreligioso. Filósofos ilustrados muy conspicuos imaginaron sociedades utópicas en este mundo y los grandes jefes políticos y militares se lanzaron a arrasar las naciones para reconstruirlas desde los cimientos. El prototipo de época puede ser Napoleón.
El término lo había acuñado Tomás Moro en su libro Utopía (1516), que describe una sociedad donde aparecen relaciones humanas ideales de signo igualitario o libertario, que más tarde llegarían a formar parte de los programas de la revolución francesa, el socialismo, el anarquismo, el comunismo. Todos esos movimientos revolucionarios preconizaban grandes ideas utópicas, con una fe ciega en que era posible el cambio radical de la sociedad e incluso de la naturaleza humana.
Quizá las ideas no muevan la historia, pero la historia no se mueve sin las ideas. El determinismo infraestructural no pasa de ser una superstición que enmascara un utopismo voluntarista. Las condiciones materiales por sí solas no bastan para explicar, porque plebeyos y vanguardias se guían en la acción por las interpretaciones que hacen de la realidad. En el arte culinario, por ejemplo, el cocinero tiene a su disposición múltiples ingredientes, alimentos y condimentos, pero la comida que finalmente llega al plato dependerá de factores como el procedimiento de cocinado o la receta escogida: crudo, cocido, asado, frito, etc. Los pensamientos que anidan en la cabeza de las gentes son los que proporcionan la «receta» para su comportamiento social. Las ideologías sistemáticas, las mitologías violentas, las utopías prometeicas, las especulaciones filosóficas totalitarias, se construyen sobre cimientos dogmáticos. Y, mediante el adoctrinamiento, son los dirigentes, en general personajes fanáticos, y sus organizaciones en el fondo irracionales los que conducen a las naciones al matadero.
Por eso, cualesquiera que sean las circunstancias problemáticas, de ellas no se deduce linealmente la fórmula de su resolución. Esta se articula conforme a la elaboración interpretativa que se haga de la situación y según las estrategias que se crean adecuadas al fin pretendido, que siempre serán una opción y una apuesta incierta. El determinismo materialista invoca un fundamento, presuntamente basado en la realidad misma, material y «científica». Pero esta tesis, cuya única función estriba en prestigiar la propia idea, no pasa de ser una interpretación filosófica tan expuesta como cualquier otra, y seguramente más dogmática.
Engels arremetió contra el «socialismo utópico» al que contraponía el «socialismo científico» elaborado por él y Marx. Pero solo habría que esperar para ver cómo el socialismo científico, por la vía del comunismo leninista, resultaba ser la utopía más mortífera del siglo XX. Construyó sistemas totalitarios, economías explotadoras y ruinosas, para desembocar en el hundimiento de la Unión Soviética, o el supercapitalismo de China.
No obstante, todavía renquea la gran utopía del iluso Engels, que soñaba, junto al malvado Marx, con eliminar la familia, la propiedad privada y el Estado. ¿Para sustituirlos por qué? La práctica de Lenin dio la respuesta: para producir una masa de individuos sometidos y desquiciados, bajo el control castrante de una dictadura totalitaria, en un Estado policial. Porque, allí, el Estado no solo no desaparece, sino que se apropia de los hijos de las familias y roba las propiedades a sus dueños, impulsando una sociedad colmena, desprovista de humanidad. En todas partes donde la utopía llegó al poder, envileció a la multitud.
El error fatal de Hegel y Marx
El origen del disparate radica en la filosofía dialéctica de Hegel, base teórica del marxismo. Es una filosofía pretenciosa, dogmatizante y obsoleta, por lo que, consecuentemente, también está desfasada la de Marx y sus epígonos. No es admisible la postulación de una Idea, o una Materia, que precontenga la información de todo lo que llegará a manifestarse en el tiempo de la historia. Ni la evolución universal procede según el concepto de la dialéctica, mediante contradicción y superación de la contradicción en el seno de la Totalidad, algo que resulta absolutamente ajeno a la ciencia. Por tanto, la metafísica desde la que se interpreta la lucha de clases, o bien la lucha de identidades, de géneros, etc., carece de verdadero fundamento. Tampoco hay leyes de la historia que operen con total independencia de la libertad de los hombres. Ese dogma del determinismo histórico, que justificaba la supresión de las libertades y la implantación del utópico Estado totalitario, intérprete infalible y ejecutor inhumano de tales leyes, no es más que un paralogismo hegeliano-marxista.
Las luchas y las guerras por la implantación de las utopías han traducido el pensamiento utópico en trágicas catástrofes. Los Prometeos propagaron por el mundo sus ideologías totalitarias: el leninismo, el nazismo, el fascismo, el anarquismo. La fe ciega en sus ideas utópicas los llevó por voluntad propia, con entusiasmo, a masificar el terror para implantarlas y sustentarlas. Pese a Karl Mannheim, no hay verdadera distinción entre ideología y utopía, dos caras de lo mismo. Por otra parte, todas esas ideologías utópicas se erigen, difunden y operan funcionalmente como «religiones políticas», religiones arcaizantes, por cuanto exigen fe sectaria, entrega fanática y el sacrificio de chivos expiatorios, con la expectativa de lograr mágicamente la decisiva recompensa salvífica, ya sea en la sociedad presente o para las generaciones futuras. No sabían que andaban por una vía muerta de la historia y que su utopía era solo un espejismo. Daban la vida por ella. Mataron por ella. En el fondo, una aberrante teología política secular, según la cual la historia progresa mediante el culto a Moloc, que llaman revolución, en cuyo altar es preciso ofrendar inmolaciones masivas de humanos para obtener la liberación. Una forma repugnante de canibalismo político.
El marxismo después de muerto
Los utópicos, a fuer de revolucionarios, no solo emplean la violencia, sino que la sacralizan y montan un sistema que la industrializa. Los grandes complejos molturadores de hombres tienen nombres terroríficos como Checa, Auschwitz (Alemania nazi), Gulag (Unión Soviética), Gran Salto Adelante (China comunista), Choeung Ek (Camboya de los jemeres rojos), Yodok (Corea del Norte).
Es un hecho innegable que el marxismo se desintegró, ante el asombro del mundo, con el colapso de la Unión Soviética. Sin embargo, comprobamos que su espíritu reverdece aún en muchos nuevos adeptos, un tanto proclives a la necedad y al fanatismo. Conservan la esencia residual de lo que había caracterizado su praxis: la tendencia al totalitarismo, la autocracia de una mafia política, la negación de las libertades ciudadanas, el plan de socializar la miseria, el espíritu opresor y censor, y la mentira sistemática a las masas, ahora con el señuelo de nuevas utopías. Porque, ante todo, el discurso marxista-leninista fue y es un colosal montaje de mentiras, formuladas a base de racionalizaciones deslumbrantes, defendidas mediante el doble lenguaje, difundidas en los centros escolares y mediante el control de los medios de desinformación.
Hoy, la izquierda reaccionaria, sea cual sea la etiqueta que utilice, se presenta como gran defensora de la diferencia: claro que para exterminarla, tan pronto llegue al poder. En su trasnochado pensamiento «dialéctico», mediante todo tipo de artimañas retóricas, se dedica a crear o promover contradicciones de clase, de sexo, de religión, en la economía, la política, la educación y hasta en la dieta y el lenguaje. Sus organizaciones tienden a ser las de un partido maniqueo, especializado en engañar a la gente, que trampea sin escrúpulos por la supremacía y que, en cuanto está en su mano, ilegaliza y destruye toda disidencia, liquida el pluralismo, suprime el respeto a los derechos individuales y pervierte el Estado de derecho. Su meta es levantar un orden socialista totalitario, donde planifica aniquilar las libertades, imponer la mentira y el terror, someter a toda la sociedad a una satrapía de miseria económica y política, intelectual y moral. Esta es la utopía del «hombre nuevo» ya experimentada, que fracasó en la antigua URSS, o en Camboya, pero que aún mantiene en pie su fracaso en China, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Nicaragua… Y que amenaza con extender su corrupción a otros países.
La maldad intrínseca del utopismo
La ensoñación utópica empieza por perder de vista, odiar y traicionar la realidad existente, mientras mitifica y legitima las fantasías que aspira a imponer. Pero hay que saber que la implantación de la utopía lleva siempre en la recámara un programa de asesinatos y destrucciones. Porque no hay utopía sin violencia y crimen organizado. Más aún, ante todo, desde el principio, la utopía misma entraña un sistema de mentiras que intoxican y allanan el camino para justificar el sacrificio de inocentes, en aras de un plan iluso indefectiblemente destinado al fracaso, como ha demostrado una y otra vez la historia.
La revolución, una vez descontados los eufemismos utópicos, desde el punto de vista empírico social significa licencia para matar con buena conciencia. Toda revolución política levanta la veda para aniquilar a los adversarios impunemente. En efecto, los revolucionarios entienden por «revolución» la generalización del terror en nombre de la respectiva utopía. Y llaman «liberación», al sojuzgamiento de la sociedad bajo una mafia de doctrinarios sin escrúpulos.
Conforme con su mitología dialéctica y mesiánica, la constante de la llamada izquierda consiste en provocar división y enfrentamiento en todos los aspectos posibles, con el propósito de implantar una sociedad ideal, utópica, que traerán ellos, los puros y justos. Porque para lo que llaman «izquierda», los culpables siempre son otros, mientras ellos abanderan el «progreso». Ahora bien, la realidad de los hechos siempre desmiente la utopía, demostrando fehacientemente la falsedad consustancial al planteamiento.
Entre nosotros, la gente de izquierda se ha vuelto inculta, farsante y perezosa, pero siempre dispuesta a romper la convivencia en interés de utopías de última hora. Para la historia de España, la «izquierda» liberal, anarquista, socialista, populista, ha sido, casi siempre, siniestra. En nuestros días, con su utopismo antisistema, continúa sembrando el país de mentiras, falsificaciones de la historia y fantasías disgregadoras. Prestan su apoyo táctico a cualquier corriente que agite un aire dictatorial sobre la sociedad, atropellando la razón ilustrada y la sensatez: comunismo, islamismo, identitarismo, nacionalismo, etnicismo, racismo, indigenismo, multiculturalismo, fundamentalismo climático, ecologismo, animalismo, posmodernismo, relativismo, feminismo, homosexualismo, pansexualismo, transgenerismo, transhumanismo, fanatismo woke (puritanismo ignorante que censura y cancela), etc.
El comportamiento típicamente utópico es bastante predecible. Parte del autoengaño, conlleva un plan de expropiaciones y coerciones, con la necia ilusión de que de ello resultará la sociedad ideal, justa, igualitaria y perfecta, siendo así que tal perfección está vedada a la finitud de la naturaleza humana. Pero el utópico, el progresista, el revolucionario no quiere saberlo, por lo que asume, como actor o como cómplice, el programa de crímenes que cree legitimados. Actúan sistemáticamente como acusadores y sacrificadores: siempre señalan a otros como culpables y presumen de propiciar la justicia y la paz mediante la liquidación o la sumisión de los «culpables». Es la esencia de la lucha de clases. Coincide con la esencia de la yihad mahometana.
Uno desearía contener la degeneración moral y la decadencia democrática, observables en las instituciones estatales y muchos de sus dirigentes, aquejados de corrupción política y sectarismo ideológico. Hasta los que se dicen «laicos» solo lo son ficticiamente, pues fungen a diario como clérigos de ideologías, mitologías y utopías dogmáticas, mendaces, que utilizan para restringir o aniquilar las libertades civiles de la gente. Cada vez más poseídos de laicismo militante, los políticos izquierdistas promueven la fusión de los tres poderes del Estado, la persecución de toda disidencia y la pugna contra la tradición cristiana. Persisten en la obsesión retrógrada por imponer confesionalmente su utopía totalitaria.
Está de sobra completamente ese pensamiento utópico que, en su delirio antropológico, llega al extremo de querer cambiar la naturaleza humana. Hay múltiples vías éticas y políticas para encauzar el futuro y mejorar la realidad existente, sin destruirla. Porque las utopías, al postular la planificación acabada o la transformación radical, van fatalmente destinadas a acarrearnos la maldición.
No busquemos escapatorias líricas al utopismo. Es ingenuo proyectarlo en la poesía. Tampoco la poesía salva, como algunos sueñan. No debe idealizarse. Baste recordar a Radovan Karadžić, en Serbia, poeta de un genocidio. También ha caído del pedestal Ernesto Cardenal y su comunidad de Solentiname, debido al silencio de sus poemas mientras los «revolucionarios» cometían toda clase de atropellos y atrocidades contra la población, contra los indígenas, contra el «pueblo» en cuyo nombre decían actuar; mientras liquidaban las libertades políticas y los derechos del hombre. El resultado es que la senda de la teología de la liberación acabó apoyando la instauración de dictaduras que todavía hoy perduran y oprimen. ¡Quizá por esa afinidad utópica, unas élites propensas al izquierdismo etílico, concedieron al poeta el doctorado honoris causa por la Universidad de Granada!
Por último, habrá que aclarar también que la utopía no se debe confundir con la profecía. Sería un grave error y una distorsión decir que los profetas proponen una utopía: los profetas bíblicos denuncian la injusticia, la falta de libertad y de amor a Dios y al prójimo. Por el contrario, la utopía, pretende diseñar un modelo acabado para el cambio total de la sociedad, con fórmulas arbitrarias que postulan un orden totalitario. Pero aún más erróneo es afirmar, como hacen algunos clérigos, que el evangelio cristiano es una utopía. Ahí se incurre en una lamentable confusión o una manipulación inadmisible. Porque los evangelios no proponen una ciudad ideal, ni un sistema de gobierno, ni una economía, ni una Ley revelada al modo mahometano. Anuncian el mensaje del reino de Dios, que, aunque presente entre los creyentes, no es de este mundo. No constituye una utopía. No exige violencia. No legitima el terror.
Es hora de abandonar la modernidad dogmática, a la que pertenece toda utopía prediseñada, y pronunciarse por la modernidad crítica, deliberativa y tolerante. Hoy sabemos que el dogmatismo utópico no tiene fundamento y que nos hallamos confrontados a una ineludible incertidumbre. Porque, en lugar de la evidencia incuestionable de la verdadera utopía, es la certeza de nuestros límites lo que se nos impone para siempre, si bien queda la esperanza de contribuir a aliviar el sufrimiento evitable que pesa sobre las sociedades, las personas y la historia humana. Esto es algo absolutamente distinto de lanzarse con la pretensión de eliminar por la fuerza todo el mal y, con la ensoñación de edificar el «reino del hombre», justificar el sacrificio de millones de seres humanos alevosamente culpabilizados. Al final, solo se garantiza la perdición para todos, víctimas y victimarios. Nunca más ningún utópico podrá alegar inocencia. La utopía ha revelado su verdadera cara oculta, que es intrínsecamente la aspiración al totalitarismo, insostenible sin el terror.
No nos engañemos esperando otra cosa. Nos lo describe bien el periodista venezolano Miguel Henrique Otero: «De eso trata el Estado de terror en Venezuela: del miedo, de la impotencia ciudadana, de la imposibilidad de ejercer los derechos constitucionales, del pavor a que, en el momento más inesperado (...), un comando de encapuchados, con armas largas, vociferando y robando, sin orden de detención, llegue, te arrastre, te sustraiga de la familia y del mundo, brutal escena que da comienzo a la peor pesadilla». Un testimonio puntual, que habrá que multiplicar por millones y millones y millones, para evocar levemente la inmensa tribulación.
En fin, el discurso utópico está construido a base de falsedades y disimulos. La referencia a la utopía solo sirve a la justificación del totalitarismo, consistente en la dictadura absoluta sobre la vida pública y privada de todos en todos los aspectos. El totalitarismo, laico solo en apariencia, es una forma doctrinaria de teocracia, que únicamente alcanza prestigio por la ocultación de su verdadera naturaleza: el terror.
Nota. El historiador italiano Emilio Gentile (2001) formula una descripción precisa, con la que termino estas consideraciones:
«El fenómeno totalitario puede definirse como una forma nueva, inédita, de experiencia y poder político aplicada por un movimiento revolucionario que profesa una concepción integrista de la política, que lucha para conquistar el monopolio del poder y que, una vez conquistado por vías legales o ilegales, dirige o transforma el régimen preexistente y construye un Estado nuevo, fundado en el régimen del partido único y en un sistema policiaco y terrorista como instrumento de la revolución permanente contra los ‘enemigos interiores’. El objetivo principal del movimiento totalitario es la conquista y la transformación de la sociedad, a saber, la subordinación, integración y homogeneización de los gobernados, basándose en el principio de la primacía de la política sobre cualquier otro aspecto de la vida humana. Esta es interpretada según las categorías, mitos y valores de una ideología palingenésica, dogmatizada en forma de una religión política que pretende modelar al individuo y a las masas mediante una revolución antropológica para crear un nuevo tipo de ser humano dedicado exclusivamente a realizar los proyectos revolucionarios e imperialistas del partido totalitario. Se trata de fundar, a largo plazo, una nueva civilización de carácter supranacional y expansionista.»