ὅτε ἤμην νήπιος,
ἐλάλουν ὡς νήπιος,
ἐφρόνουν ὡς νήπιος,
ἐλογιζόμην ὡς νήπιος·
ὅτε γέγονα ἀνήρ,
κατήργηκα τὰ τοῦ νηπίου.
"Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; pero cuando llegué a ser hombre, dejé las cosas de niño" (1 Corintios 13,11).
"Il ne faut pas neuf mois, il faut soixante ans pour faire un homme, soixante ans de sacrifices, de volonté, de… de tant de choses! Et quand cet homme est fait, quand il n'y a plus en lui rien de l'enfance, ni de l'adolescence, quand vraiment il est homme, il n'est plus bon qu'à mourir".
André Malraux, La condition humaine (1933), Paris, Gallimard, 1997: 337.
La explicación mágica del mundo
Lo he meditado durante muchos años. ¿Qué quiso decir san Pablo, esto es, el escritor de la primera carta a los corintios con esa frase que me sirve de exordio? ¿Qué cosas de niño abandonó cuando llegó a ser hombre, esto es, varón y adulto? El contexto de la frase tal vez lo aclara. El dictum viene tras el famoso himno a la caridad y los versículos posteriores muestran que se refiere al imperfecto conocimiento de Dios y de sus misterios que en este mundo tenemos. Vemos sólo como en un espejo. La profecía y la ciencia desaparecerán porque son imperfectas, pero no la caridad. Tanto el ser niño como el ser varón adulto (ἀνήρ) se refieren a las cosas de Dios y de la fe. Resulta difícil aceptar esto con nuestra óptica de hoy. Uno tiende a pensar más bien que el adulto varón Pablo es un niño, pues habla como un niño, piensa como un niño y razona como un niño. Para nosotros, hombres (prescindiendo ahora del ἀνήρ, varón, e incluyendo en hombre (ἀνθρωπος) al varón y a la mujer), el pensamiento mitológico paulino es similar al modo infantil de entender el mundo. Para nosotros hoy, Pablo no dejó nunca de ser niño y de creer en supercherías que están bien y son encantadoras en un niño pero que muestran a las claras que el hombre adulto que cree en tales cosas vive en un ambiente infantilizado y razona al modo del pensamiento mágico prerracional y precientífico.
Ayer, día 27 de marzo de 2016, domingo de resurrección, venía en una columna semiperdida de un periódico local la noticia de que un estudio científico de una determinada universidad extranjera había demostrado que para poder creer en Dios el cerebro humano ha de inhibir los mecanismos del pensamiento analítico. No parece que sea necesario ningún estudio científico de ninguna universidad extranjera para poder afirmar que los mecanismos de la fe dan de lado a las formas de pensamiento racional analítico. Lo afirmó rotundamente Tertuliano en el siglo IV cuando escribió: “Credo quia absurdum est! Credo quia impossibile est!”. Bueno, aunque suele citarse así, la frase exacta de Tertuliano en su De carne Christi era exactamente esta: “Crucifixus est Dei Filius, non pudet, quia pudendum est; et mortuus est Dei Filius, prorsus credibile est, quia ineptum est; et sepultus resurrexit, certum est, quia impossibile" (De carne Christi V, 4). La expresión “quia ineptus est”, puede y suele traducirse como: porque es absurdo. Para esta forma de pensamiento religioso lo divino es una fuerza que llena y moldea la realidad del universo y rige también los fenómenos de la existencia cotidiana y para comprenderla no son nada útiles la ciencia ni la lógica humanas y comunes. En la remota antigüedad lo manifestaba Tales de Mileto cuando invitaba a sus amigos en la cocina afirmando que todo está lleno de dioses. Y en nuestro renacimiento español Teresa de Jesús estaba convencida, y así lo manifestaba, de que también entre los pucheros andaba el Señor (Fundaciones 5,8). Y hay quien cuenta que diciendo eso la encontraron un día extasiada con la sartén en la mano.
Cabría plantearse un estudio acerca de esa extraña afición divina por las cocinas y sus utensilios. Dejando esto aparte, no debería extrañarnos esta preferencia por el aura divina de las cosas corrientes. Hace solamente cuatrocientos años san Roberto Belarmino prohibió a Galileo hablar del heliocentrismo y le ordenó defender el geocentrismo, sistema ancestral de probada tradición en el que tantas cosas divinas y humanas estaban implicadas. Y una vez muerto Roberto Belarmino, las cosas como se sabe derivaron a peor. De nuevo cosas y sucesos aquellos que hoy en día nos parecen inconcebibles. Como, por cierto, es de esperar que los hechos lamentables de la llamada crisis de los refugiados y la actitud europea en ella parezcan a los venideros tiempos también cosas inauditas e impensables. Aunque no logro comprender tampoco por qué tendemos a pensar que el futuro por venir será mejor que el pasado ya ido y que el presente tan denostado. Se ve que la fe en la providencia divina se ha transformado en confianza en la historia y en razón directriz de una peculiar y optimista filosofía de la historia que llenó las mentes de la Ilustración y del primer romanticismo.
Un profesor de historia de la filosofía que yo tuve solía resumir estas cuestiones de una manera gráfica diciendo, hace ya algo más de cincuenta años: “Los hombres del siglo XIX creían en el progreso y en la revolución. Los hombres del siglo XX hemos vivido la bomba atómica y los campos de concentración”. Esto nos aleja, pienso, del universo paulino de la primera carta a los corintios y nos acerca a la segunda de las frases que sirven de exordio a este escrito. La de André Malraux en la que se resume la que, según él, es la condición humana. Ese hombre ya adulto en el pleno y cabal sentido del término no sirve para nada más que para morir. La frase es de Malraux. Como se sabe se podrían encontrara dictámenes similares en una larga nómina de novelistas y filósofos, escritores de mediados del siglo XX, para los que la existencia humana carece de sentido propio y resulta ser una farsa tan trágica como lo fuera para los griegos antiguos, aunque esta vez no haya divinos espectadores para urdirla ni contemplarla. Quisiera ahora llamar la atención sobre un punto de filiación que a mí me parece evidente. No está de más, de vez en cuando, subrayar las evidencias. La que podemos llamar postura existencialista, esa forma de nihilismo de raíz nietzscheana (“¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte?”, se pregunta el loco en el párrafo 125 de La gaya ciencia) o dostoiewskiana (“Si Dios no existe todo está permitido”, especie de silogismo karamazoviano que no concluye, como ya se encargó de mostrar el malogrado Alfredo Deaño en su Introducción a la lógica formal (Deaño 1981: 137-139), procede directamente del desencanto de la posición intelectual paulina o en general cristiana. Si resulta que el cielo está vacío, entonces nuestro único horizonte es la muerte como futuro y la más completa y fría soledad como presente. En vano los humanismos laicos de Saint-Exupéry y otros héroes de lo humano levantan la bandera de la solidaridad. Al final, uno se muere. Y se muere solo. Y no hay más. Quisiera hacer notar que esta postura vital e intelectual es dependiente y deudora de la anterior que llena el horizonte con la mitología del dios redentor y de la historia universal como realización de la razón. El convaleciente al que alude Nietzsche en su Zaratustra aún no se ha liberado de los gérmenes de su enfermedad y no ha superado la crisis de la muerte de Dios. Como los personajes grotescamente aterradores del fragmento de Jean Paul en el que un Cristo muerto anuncia desde lo alto del mundo la no existencia de Dios, los nihilistas existenciales, incluido el ínclito Martin Heidegger, aparecen a esta luz como infantiles personajes asustados ante el nadear de la nada y otros espejismos lingüístico conceptuales producidos por la rojiza luz del ocaso del mundo mágico.
En 1970 Eugenio Trías publicó un texto relativamente breve: Metodología del pensamiento mágico. Tras sus primeros escarceos con el estructuralismo y antes de la fase nietzscheana de La dispersión. Bastante antes de perderse por los neblinosos pantanos de una peculiar metafísica del límite. El texto venía precedido de un prólogo, un tanto abstruso como todo lo suyo, que le puso Gustavo Bueno, marcando, como en todas sus cosas, las diferencias que lo separaban del pensamiento de su sin embargo amigo. No voy ahora a intentar seguir las pautas y distinciones aportadas por Trías en aquella obra. Ni siquiera voy a ofrecer un resumen de su contenido. Si lo traigo a colación es por las resonancias y concomitancias de su título con el tema que ahora me ocupa y, también, por hacer un homenaje a la memoria de aquellos nuestros años juveniles de estructuralismos, marxismos, lingüística y etnología, cuando olfateábamos desdeñosos la muerte del Hombre y nos proponíamos como meta a nuestra manera la tarea de emprender el estudio de los seres humanos como si fueran hormigas. A estas alturas de la película prefiero escribir y pensar un poco a la pata la llana, como charlando entre amigos de lo que nos ocupa y preocupa. Y ello es que convivimos, a veces sin saberlo del todo, con diversas visiones y enfoques variopintos. Me gustaba decir en el aula que tenemos un sentido común newtoniano en física pero no solemos entender muy bien qué es eso de la relatividad, o las supercuerdas, y mucho menos las teorías de la física de partículas, de tal manera que tendemos a confundir el gato de Schrödinger con el gato de Cheshire. Vivimos en el siglo XXI con unas nociones físicas del siglo XVII. Y eso los entendidos. En el terreno de la moral no vamos mucho más allá. Nuestros principios morales suelen ser de tradición aristotélica y estoica, cuando son avanzados. Es decir, una moral en la que se entremezclan los siglos III a. C. y los I y II d. C. como mucho. Nuestras creencias, en sentido orteguiano, esa casa tradicional en cuyas paredes nos sentimos refugiados y seguros, están construidas con una amalgama de materiales en la que rara vez, si es que alguna, llegamos a parar mientes. Esto, por una parte. Pero acercándonos un poco más a lo que nos ocupa, nos vemos diariamente confrontados con nuestras propias actitudes contradictorias sin darle al asunto la menor importancia. Del mismo modo que hablamos de que “el sol sale” y “el sol se pone”, aunque sabemos que es la tierra la que gira sobre su eje y en su órbita en torno al sol, también practicamos una general y curiosa, por más que inocua, forma de esquizofrenia en gran parte de nuestros gestos y acciones cotidianas. De nuevo me viene a la memoria el modo como solía yo intentar ilustrar este punto en mis clases. Y era contando el chiste o sucedido del cura, al que sin razón aparente suelo colocar en Tudela, que, cuando llegaron a la parroquia los feligreses para pedir que se hicieran rogativas dada la pertinaz sequía, cuentan que sacó la cabeza por la ventana de la sacristía y mirando al cielo azul y raso como un pandero les dijo: “Yo, si queréis, saco el santo, pero de llover no está ¿eh?”. Solemos tener en nuestra mente dos sistemas, dos mundos diferentes, en uno de los cuales los seres divinos hacen llover o no a su voluntad y, en el otro de los mundos, existen fuerzas naturales, anticiclones y borrascas, como nos explican a diario los hombres y mujeres del tiempo. Se trata de ejemplos simples de nuestra esquizofrenia vivida y cotidiana. Dicho brevemente, tenemos un repertorio de explicaciones mágicas para diversos sucesos y fenómenos que se solapan y recubren con lo que realmente sabemos que existe y ocurre, explicaciones a las que acudimos cotidianamente por comodidad, por rapidez o por simple pereza mental. Habitualmente no examinamos nuestro sistema de creencias, en el que estamos. Y es dudoso que alguna vez revisemos nuestras ideas, esas que según Ortega tenemos.
Especialmente en nuestra infancia, hay todo un sistema de respuestas tradicionales apropiadas para dar cuenta de manera sencilla y comprensible de los acontecimientos y ocurrencias corrientes en una familia o sociedad. Se trata de pseudoexplicaciones, de expedientes para salir del paso cuando una explicación más seria sería algo demasiado prolijo, complejo o sencillamente embarazoso. Podemos decir que se trata de elementos pertenecientes a un pensamiento mágico que nos introducen en la compleja realidad del mundo social y natural de una manera paulatina. El universo de los cuentos populares infantiles, por ejemplo, tiene el alto sentido de ayudar al infante a captar la forma del mundo, los usos y costumbres, y también los peligros que le irán saliendo al paso en la vida. Caperucita Roja, la bella durmiente, la Cenicienta, Pulgarcito, la ratita presumida y tantas otras historias tradicionales conforman un sistema de creencias, usos y costumbres que se transmiten (o quizá se transmitían) de generación en generación, generando, justamente, un conjunto de actitudes y reacciones ante la vida y las relaciones sociales, una manera de estar en el mundo. La manera exactamente de estar en el mundo que mantiene la sociedad en la que los niños han nacido y están empezando a vivir. Los cuentos infantiles, las leyendas grandes o pequeñas, son el vehículo de transmisión de los valores de una colectividad, el sistema de enseñanza primario. En todo este conjunto de hechos y de vida hay momentos o situaciones especiales que son subrayadas por ritos y por relatos específicos. Así, el nacimiento de un nuevo niño: La cigüeña resume la explicación mítica de un proceso que sería algo arduo de explicar de una manera más realista. El dolor de la pérdida de los dientes primeros se integra y consuela con las andanzas del simpático personaje del ratoncito Pérez. La alegría de las fiestas anuales y la manera de estimular la obediencia y la bondad de los niños es resaltada por la llegada de los reyes magos. Los múltiples problemas del mundo y de la vida, la necesidad de sentirse acogido en el mundo, más allá de los muros familiares y en la íntima futura soledad individual recibe la explicación de un dios padre, providente y amoroso, que es causa de todo y que envió a su hijo para salvarnos y nos dio también de esta manera una madre que nunca falla.
Es importante subrayar que los mecanismos del pensamiento mágico que operan en la infancia, resultado de largas tradiciones y experiencias pasadas, lo hacen de una manera muy similar a como actúan los elementos de una explicación científica del mundo, o bien de una concepción adulta de los sucesos y razonamientos pertinentes. Por eso resultan verosímiles y, en determinados casos, de arraigo difícilmente erradicable. No necesitamos, ya adultos, observar con nocturnidad y alevosía la llegada del camión de la basura que se lleva la bolsa de nuestros desperdicios. La bolsa es depositada por la noche y a la mañana siguiente ha desaparecido. Ergo, el camión de la basura existe y actúa, aunque nos resulte invisible. Del mismo modo, los regalos de los Reyes Magos aparecen por la mañana del día de Reyes. Y desaparecen los turrones y los vasos de agua que se dejaron para los camellos. Ergo, los Reyes Magos existen y actúan, aunque no los veamos. Sobre todo, porque no los vemos. Lo mismo cabe decir de los otros mitos de nuestra infancia.
Hagamos un breve recorrido particularizado por cuatro de esos mitos de nuestra infancia, comprobando el funcionamiento del pensamiento mágico.
2. La cigüeña
Antes de que los niños vinieran de París, y mucho antes de que los bebés vinieran de Estados Unidos, era la cigüeña la encargada de traer los hijos al mundo y de introducirlos en las casas a través de las chimeneas. Me pregunto si este mito será universal o solamente español o, incluso solamente castellano, es decir, del norte de España. Me lo pregunto ahora porque en el sur, en esta Andalucía donde hace ya muchos años que habito, en esta Granada que es ya mi tierra, no hay cigüeñas. Y entonces ¿qué animal o cosa traía al mundo los niños andaluces? Puede que sea una pregunta ociosa y propia de un ignorante o quizá pudiera servir de tema para una tesis doctoral, como suele apostillar un viejo amigo mío. La pregunta viene traída no tan por los pelos por el recuerdo de unos versos de Antonio Machado en los que el poeta, triste y desolado, le pregunta a su buen amigo José María Palacio por la llegada de las cigüeñas a los campanarios de las tierras de Soria. Tras la muerte de Leonor, Antonio Machado huyó de Castilla y acabó rumiando su soledad y malandanza en la ciudad de Baeza:
“En estos campos de la tierra mía
y extranjero en los campos de mi tierra
-yo tuve patria donde corre el Duero
por entre grises peñas,
y fantasmas de viejos encinares,
allá en Castilla, mística y guerrera,
Castilla la gentil, humilde y brava,
Castilla del desdén y de la fuerza-,
en estos campos de mi Andalucía,
¡oh tierra en que nací!, cantar quisiera”,
escribió el poeta en Lora del Río a principios del m es de abril de 1913. Y al final del mismo mes escribe a su amigo José María Palacio, un poema lleno de nostalgia y de dolor en el que termina con un ruego de dolorido sentir:
“en una tarde azul sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra”.
El Espino es el cementerio de Soria y en él está la tumba de Leonor. Antes, el poeta ha ido recordando las tierras de Soria y de Castilla y pregunta:
“Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas”.
¡Las cigüeñas! Adorno de todos los campanarios y espadañas de los viejos reinos de Castilla y León, que amenazan con arruinar su fábrica con el peso de sus nidos, especialmente hogaño, tiempo en el que ya no emigran y permanecen en sus puestos tofo el año. Antes, las cigüeñas con el frío emigraban al sur, hacia las cálidas tierras de África y volvían a los nidos de los campanarios con la primavera. Más o menos como las golondrinas. Me surge otra pregunta: Los que nacimos en época de fríos invernales ¿cómo pudimos ser traídos por la cigüeña si ésta estaba emigrada en el norte de África? Creo que son demasiadas preguntas. Algún extraño misterio hay en este papel mensajeril de estas aves.
Sin embargo, conservo algunos recuerdos infantiles en relación con la cigüeña. Cuando nació el último de mis hermanos yo estaba ya cerca de cumplir los cinco años. Por eso recuerdo que la noche anterior al nacimiento, mi otro hermano de algo más de dos años y yo fuimos a dormir a casa de una tía, hermana de mi madre. Por la mañana del día fausto fue a buscarnos mi padre, solo, y nos llevó a dar un paseo por el campo hasta el santuario de la patrona. Que mi padre anduviera en solitario con nosotros era algo insólito que no recuerdo que ocurriera nunca antes ni tampoco después. Para subrayar los signos de lo extraordinario de la ocasión, mi padre nos compró unos molinillos de papel y un fotógrafo ambulante nos hizo, a mi padre, a mi hermano y a mí, una foto de grupo que todavía conservo, cuando andábamos ya de vuelta a casa. Y en ella, en la casa, encontramos la novedad. En la habitación de mis padres, casi a oscuras, mi madre estaba en la cama con algo raro entre los brazos. Era el nuevo hermano. Visto en la penumbra, levantado levemente el embozo de la sábana, el nuevo hermano me pareció una mata de pelo negro que escondía una cara rojiza e inexpresiva. Sobre la mesilla de noche estaban colocados unos pasteles oscuros, de chocolate, que al parecer había traído también la cigüeña para nosotros. Al cabo de un rato, salí con mi padre al balcón y, lo recuerdo como si fuera hoy, ¡Vd. volar a la cigüeña alejándose de la casa! No comprendía bien por qué mi padre se reía tanto mientras yo se lo contaba. Todo encajaba en su sitio. La cigüeña había traído a mi hermano y los pasteles y los había metido en casa a través de la chimenea de la cocina. Por eso los pasteles y mi hermano estaban tan negros. El hollín se les había pegado en el trayecto. Por eso también mi prima y su marido, que vivían en el segundo piso, el piso de encima, no tenían hijos. Su chimenea era mucho más estrecha que la nuestra. Yo era feliz. Los sucesos del mundo encajaban y, aunque los pasteles no estaban muy buenos, cosa lógica por otra parte dado su viaje por la chimenea, mi nuevo hermano estaba allí para quedarse.
No recuerdo cuándo la cigüeña dejó de ejercer su oficio de partera o portadora de nuevas vidas. El tiempo fue pasando y supongo que me fui enterando poco a poco de cuál era el verdadero modo en el que los niños se hacían y se tenían. De todos modos, muchos años después, en 1971, Manolo Summers dirigió una tierna y agridulce película sobre este asunto. Los niños de la película eran más avispados que nosotros y sabían mejor cómo bandearse en la vida. Eran ya otros tiempos. La película se titulaba, naturalmente, “¡Adiós, cigüeña, adiós!”.
3. El ratoncito Pérez
Cuando yo era niño, en casa de mis padres no había demasiados libros. Tampoco eran demasiado pocos. Más bien una módica cantidad de acuerdo con la época y la situación sociocultural familiar. Los que había me sirvieron para iniciarme en las primeras letras. Como ejemplo recuerdo haber leído alguno de los libros de Celia, heredados de mi hermana mayor. También recuerdo haber leído siendo muy niño un libro de José María Pemán. Una obra de teatro titulada El divino impaciente. La obra me impresionó tanto que al final, viendo a Francisco Javier muriendo en la isla de Sanchón a las puertas de la China, se me saltaron las lágrimas. Yo por entonces, cuando niño, era católico y sentimental. Cuando me hice mayor, me hice asimismo y además feo, católico y sentimental, como el marqués de Bradomín. Y por supuesto los libros que había en casa de mis padres eran todos católicos. Recuerdo haber oído contar a mi madre una historia según la cual mi abuelo, su padre, compró un buen día una Biblia a unos señores que aparecieron por la tienda vendiendo libros religiosos. Pensó que sería un buen regalo que agradaría a mi abuela, muy religiosa. Subió al piso, que estaba encima de la tienda, y le entregó la Biblia a mi abuela: “Mira, Amalia, qué libro más bonito te he comprado” Estaban en la cocina donde mi abuela terminaba de preparar la comida del día. Ella tomó con una mano el libro mientras con la otra mano retiraba los aros de hierro de la hornilla ayudándose del gancho de cocina que para eso se usaba. Y echó el libro al fuego del hogar volviendo a poner en su sitio los aros de hierro. Mi abuelo se quedó estupefacto: “Pero, Amalia, si es la Biblia…”. A lo que mi abuela replicó. “Sí, es la Biblia. ¡Pero es una Biblia protestante!”. Mi abuelo, republicano de toda la vida, aunque eso sí gente de orden, y de familia republicana desde los tiempos de la Primera República, no entendía gran cosa de esas diferencias confesionales. Pues bien, por eso digo que los libros que había en casa de mis padres eran todos ellos católicos. Por ejemplo, los libros del padre Coloma. En casa había dos, que yo recuerde. Uno de ellos, Lecturas recreativas, lo leí muchas veces. En él conocí, entre otras cosas, los sufrimientos de Juana la Loca en su retiro de Tordesillas, la muerte de los tres caudillos comuneros y lo malos que eran los masones frente a la bondad de los padres jesuitas. Había otro libro del padre Coloma titulado Pequeñeces. Pero ese no me lo dejaban leer por ser para mayores. La novela se había publicado en 1891 y había levantado un gran revuelo en los salones mundanos y literarios. Don Juan Valera, por ejemplo, la estigmatizó, quizá picado por su éxito: “La novela hubiera sido mejor sin ser sátira, y la sátira mejor sin ser novela, y el sermón retemejor si no hubiera sido ni novela ni sátira”. También hay que decir que doña Emilia Pardo Bazán alabó el realismo naturalista de la novela, aunque censurando el integrismo de su autor. Pero esto yo lo supe mucho más tarde.
Tampoco sabía yo por entonces que el mismo padre Luis Coloma había escrito un cuento, publicado más tarde en el año 1911, dedicado a su majestad Alfonso XII con ocasión de la caída de su primer diente. Y que el cuento se titulaba Ratón Pérez. Resultó que, a finales del siglo XIX, hacia 1894, le pidieron al padre Coloma desde la corte que escribiera un cuento cuando a Alfonso XIII, que entonces tenía ocho años, se le cayó un diente. Al jesuita se le ocurrió la historia del ratoncito Pérez, protagonizada por el rey Buby, que era como la reina doña María Cristina llamaba a su hijo. Desde entonces el ratoncito Pérez es un personaje muy popular entre los niños españoles e hispanoamericanos, a los que pone un regalo bajo la almohada cuando se les cae un diente. Por eso quizá, en España, se ha atribuido a Luis Coloma la implantación del ratoncito Pérez en la mitología infantil. Pero leo en Wikipedia que “sin embargo, en la novela de Benito Pérez Galdós La de Bringas, escrita en 1884 y ambientada en 1868, el autor compara a un personaje, Francisco Bringas, avaro y tacaño, con el ratoncito Pérez, luego debía ser popular para el público ya antes del cuento del padre Coloma. Coloma lo presenta como un bonachón personaje que muestra al rey Buby (apodo con que la Reina María Cristina llamaba a su hijo) las miserias de los pobres, antes de depositar un toisón de oro en su ilustre lecho. En la versión de Coloma, el ratón vivía con su familia dentro de una gran caja de galletas, en el almacén de la entonces famosa confitería Prast, en el número ocho de la calle del Arenal, en el corazón de Madrid y no muy lejos de Palacio. El pequeño roedor se escapaba frecuentemente de su domicilio y, a través de las cañerías de la ciudad, llegaba a las habitaciones del pequeño rey Buby I (Alfonso XIII) y las de otros niños más pobres que habían perdido algún diente, despistando a los gatos, que siempre estaban al acecho. El escritor concluye así: ‘El rey niño Buby I colocó su diente debajo de la almohada, como es costumbre hacer, y esperó impaciente la llegada del ratoncito. Ya se había dormido cuando un suave roce lo despertó’”.
En realidad -sigo encontrando noticias en Internet-, el ratoncito Pérez es un personaje de leyenda muy popular entre los niños españoles e hispanoamericanos. La tradición sigue el mismo ritual que en el caso del hada de los dientes de los países germanos: cuando a un niño se le cae un diente de leche, lo colocará debajo de la almohada y, mientras duerme estos personajes mágicos, duendes, hadas o ratones se lo cambiarán por un pequeño regalo, dulces o monedas. Puede decirse que se trata de una traición universal, pues “en Francia se le llama "Ratoncito" (la petite souris), en Italia se le conoce como "Topolino", "Topino" (ratoncito) o "Fatina" (Hadita) y en los países germanos, el "Hada de los dientes" (Tooth Fairy). En Cataluña es "l'Angelet" (el angelito), en el País Vasco -sobre todo Vizcaya-, es "Maritxu teilatukoa" (Mari la del tejado) y en Cantabria es "l'Esquilu de los dientis" (la ardilla de los dientes). En algunos lugares es tradición tirar los dientes de los niños a los tejados de las casas. Algunas versiones del ratoncito Pérez le han añadido como nombre de pila: Odón. El origen más probable del ratoncito y su enlace con un hada proviene de un cuento francés del siglo XVIII de la baronesa d'Aulnoy: La bonne petite souris (el buen ratoncito). Habla de un hada que se transforma en un ratón para ayudar a derrotar a un malvado rey, ocultándose bajo la almohada del mismo, tras lo cual se le caen todos los dientes.
Así pues, parece que al futuro rey Alfonso XIII se le cayó el primer diente a los ocho años. Yo no recuerdo cuándo se me cayó a mí. Me dicen que eso suele empezar a ocurrir a los cinco o seis años y se termina a eso de los nueve. De modo que sería por esas fechas, allá al comienzo de los años cincuenta del siglo pasado cuando deposité mi diente bajo la almohada. De esto sí me acuerdo, y a la mañana siguiente comprobé que el diente había desaparecido y en su lugar bajo la almohada había un duro de los de Franco, un duro blanco y brillante que parecía de plata. Naturalmente no era de plata, la plata y el oro se los había llevado la guerra civil, sino de níquel. Pero era un hermoso y rutilante duro. ¿Cómo había logrado el ratoncito Pérez colarse bajo mi almohada y hacer el cambio? Todavía hoy lo ignoro. Pero, por el mecanismo cognitivo que llamaré del camión de la basura, yo sabía que el ratoncito Pérez lo había hecho. Allí, ahora en el bolsillo derecho de mi pantalón corto, estaba la prueba: el duro de níquel. Y también, por vía negativa, la desaparición del diente reforzaba la fe en la existencia del ratoncito Pérez y en la realidad de su venida nocturna hasta mi cama.
Pero ¿existe de verdad el ratoncito Pérez? Hace ya unos cuantos años, el ayuntamiento de Madrid puso una placa romboidal y amarilla en el número 8 de la calle Arenal. En la placa puede leerse lo siguiente: “AQUÍ VIVÍA DENTRO DE UNA CAJA DE GALLETAS EN LA CONFITERÍA PRAST RATÓN PÉREZ SEGÚN EL CUENTO QUE EL PADRE COLOMA ESCRIBIÓ PARA EL REY NIÑO ALFONSO XIII”. En el año 2003, el entonces alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, inauguró una placa conmemorativa en la fachada del edificio, Pero no acaba ahí la cosa. En ese mismo edificio del número 8 de la calle Arenal existe La casita museo de Ratón Pérez desde el año 2008. Así que ¿de verdad existe el ratoncito Pérez? Transcribo a continuación la noticia, hallada en Internet, de un curioso experimento: “Aunque a algunos les pueda parecer trivial el formular esta cuestión, vamos a intentar demostrar la existencia o inexistencia del individuo comúnmente llamado Ratón Pérez alias Ratoncito Pérez". A los que tengan principios morales poco consolidados o crean que el descubrir algunas verdades puede herir su sensibilidad, les rogamos encarecidamente se abstengan de leer el texto que a continuación exponemos.
Uno de los grandes misterios de la existencia, es sin duda el Ratoncito Pérez. El ratón Pérez pertenece a la familia de los musélidos, bajo el nombre genérico de ratón común o mus mus. Según la tradición se le representa siempre vestido con ropa y sombrero extravagante, lo que le dota de un aspecto peculiar. La tradición es muy rica en cierto tipo de coplillas referentes al citado individuo. Una de las que hemos podido recopilar es la siguiente:
Ratoncito Pérez, Se cayó en la olla, Y la cucarachita, Le canta y le lloooora...
Lírico y emocionante. Uno siente la profundidad de la métrica, el contenido artístico de la coplilla. Un ejemplo más de nuestra rica y extensa tradición cultural...
El ratón Pérez tiene una particular afición que le hace mundialmente famoso, su amor por los dientes de leche. Además, posee una extraordinaria inteligencia, ya que suele cambiar cada dientecillo por un billete de mil, una bolsa de caramelos...
Llevamos a cabo un experimento para comprobar la existencia del citado individuo. En un laboratorio herméticamente aislado a una presión de una atmósfera, con una temperatura de 22 grados centígrados, humedad ambiental relativa del 20%. Las paredes están recubiertas de planchas de acero, con cubierta granítica. En el centro de la habitación hemos colocado una cama con edredón de lana de oveja merina, estampita del niño Jesús, mesilla de noche con lámpara rosa fluorescente con una bombilla de 80W, 220V. Sobre la cama, reposa mi ayudante, Narciso Meninges, a quien acompaña su osito de peluche Marcelino. Marcelino es de felpa, con interior de gomaespuma. Este último detalle fue bastante difícil de constatar, debido a la resistencia de Narciso en que diseccionáramos a su entrañable amigo. Hemos tenido que anestesiar a mi ayudante, ya que se estaba poniendo bastante pesado. Sobre todo, cuando le comentamos que era un elemento indispensable para el experimento la extracción de una de sus piezas dentales. Ahora duerme como un angelito.
Introducimos en el experimento un testigo objetivo fiable, mi madre, que aportará datos sobre la presencia o no del susodicho ratón Pérez. Al cerrar la puerta blindada, tipo Benson 43567G, esperamos un tiempo prudencial y entramos de nuevo en la habitación.
Mi madre no ha observado nada anómalo. Examinamos la almohada cervical marca 'JinSu', y constatamos que el diente que habíamos colocado ha desaparecido apareciendo en su lugar un billete de mil pesetas. Elaboramos una hipótesis de trabajo: Para ello debemos recurrir a la famosa ecuación del eminente físico-matemático Albert Einstein: E=mc2 Ahorramos al lector la demostración matemática, que podrá encontrar en cualquier libro de física medianamente coherente (si lo hay).
Tenemos un objeto denominado diente. Este posee una masa determinada. Pues bien, teniendo en cuenta que el calor proporcionado por la almohada cervical es de 14 julios, la presión de la cabeza de mi ayudante sobre el diente es de 23 newtons, la c=3e8 m/s y la potencia del ronquido es de 14 decibelios, podemos deducir que es posible bajo determinadas circunstancias que el diente adquiriese el cuadrado de la velocidad de la luz, con lo que llegaríamos a una paradoja física, la masa se convierte en energía, y según parece, el individuo objeto del experimento ha influido en la reconversión del diente en billete verde.
Repetimos el experimento 32 veces con el consiguiente aumento del capital económico del que suscribe, y el notorio decrecimiento de piezas dentales de mi ayudante. Ante la repentina escasez de dientes optamos por concluir el experimento. En conclusión, deducimos que el ratón Pérez existe, y, es más, podemos intuir que o tiene un tío rico, o ha metido mano en los fondos reservados... “.
Hasta aquí la noticia. No obstante, no recuerdo cuándo el ratoncito Pérez desapareció de mi vida como personaje activo. Supongo que sería más o menos cuando mis dientes de leche fueron sustituidos por los definitivos. Esos que hoy, a los setenta años de mi edad, estoy a punto de perder. Me gusta imaginar que el ratoncito Pérez de mi infancia acabó casándose con la ratita presumida y se dedica ahora a hacer aquello que prometía en el cuento: “¡Dormir y callar!”.
4. Los Reyes Magos
La verdad es que los evangelios son más bien parcos en dar noticia de estos reyes o magos o, finalmente para evitar olvidos, reyes magos. Sólo aparecen en el capítulo segundo del evangelio de Mateo en el siguiente pasaje: “Nacido Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes, unos magos llegaron de oriente a Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el oriente y hemos venido a adorarle. Al oír esto, el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén. Y, reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, los interrogaba dónde había de nacer el mesías. En Belén de Judá, le dijeron, pues así está escrito por medio del profeta: ‘Tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel’. Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, se informó cuidadosamente por ellos del tiempo en que había aparecido la estrella; y les envió a Belén, diciéndoles: Id e informaos bien acerca del niño; y cuando lo encontréis, avisadme para ir yo también a adorarle. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en marcha. Y he aquí que la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría. Y entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre, y postrándose le adoraron; luego, abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Y, habiendo recibido en sueños aviso de no volver a Herodes, regresaron a su país por otro camino” (Evangelio de san Mateo 2, 1-12). Mateo sólo habla de unos magos venidos de oriente guiados por una estrella. ¿Eran entonces astrólogos?, ¿eran quizá persas? ¿y cuántos eran? Mateo no da muchas pistas y la curiosidad cristiana se queda un tanto insatisfecha. Por eso desde antiguo se acudió a los evangelios llamados apócrifos en busca de la ampliación de la noticia. Entre ellos, el Evangelio del Pseudo Mateo, también llamado Libro sobre el nacimiento de la beata Virgen y la infancia del Salvador, cuenta que estos magos, además de otros regalos, le ofrecen al niño, que ya tiene dos años, oro, incienso y mirra. De ahí proviene la creencia de que los reyes magos fueron tres que se ha mantenido hasta la fecha de hoy. Por otra parte, el Evangelio árabe de la infancia, redactado en árabe y sirio, informa entre otras cosas raras de la duda acerca del número de magos: “Alguien opinó que fueron tres, según el número de los dones, otros dijeron que eran doce hombres, hijos de sus reyes; y otros aseveraron que eran diez, de estirpe real y acompañados con un séquito de cerca de mil doscientos hombres”. Parece ser que sus nombres, Melchor, Gaspar y Baltasar, les fueron dados más tardíamente, pues las primeras referencias se remontan al siglo V a través de dos textos, el primero titulado Excerpta latina bárbari, en el que son llamados Melichior, Gathaspa y Bithisarea. Y en otro evangelio apócrifo, el Evangelio armenio de la infancia, donde se les llama Balthazar, Melkon y Gaspard.
La imaginación popular ha ido enriqueciendo el elenco de referencias y peripecias de estos finalmente tres personajes. La nómina sería excesiva. Baste recordar al Baltasar de la novela, y de la película, Ben Hur, esa obra del gobernador de Tejas, el general Lewis Wallace, el que indultó a Billy the Kid (lo llamo así para distinguirlo del tristemente famoso torturador franquista, apodado Billy el Niño, que todavía anda por ahí sin indulto y sin condena). Pero ¿existieron de verdad los Reyes Magos? En la catedral de Colonia están sus tumbas. ¿Por qué las reliquias de los Reyes Magos se encuentran en la catedral de Colonia? Allá están en un sarcófago instalado detrás del altar mayor que contiene una de las reliquias más veneradas entre los creyentes: los que se suponen que son los restos de los Reyes Magos. En la segunda mitad del siglo XII Federico I de Hohenstaufen, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, más conocido como Barbarroja, conquistó del norte de Italia y expolió la ciudad de Milán. Se llevó de allí todo lo que consideró que tenía un gran valor. Entre otras cosas, las reliquias de los Reyes Magos. Esas reliquias habían sido llevadas a Milán en el siglo IV desde Constantinopla por un religioso cristiano llamado Eustorgio. Ya en el siglo XII, el emperador regaló las reliquias a Reinaldo de Dassel, al que había nombrado canciller jefe de Italia. Resultó que el tal Reinaldo de Dassel además ejercía como arzobispo de Colonia. Y con tal donación vio el cielo abierto para levantar un nuevo templo religioso en esta importante población del oeste de Alemania. Las reliquias llegaron a Colonia en el año 1164. Pero la catedral no comenzó a construirse hasta casi un siglo después, ya en 1248, hacia la mitad del siglo XIII y de hecho no fue terminada hasta finales del siglo XIX, en 1880. Tras el altar mayor se colocó una monumental arqueta gótica en la que se encuentran los restos que son visitados por cientos de miles de personas que peregrinan hasta allí.
No estará de más señalar que, con el tiempo, en países de tradición católica, se adoptó la costumbre de celebrar al mismo tiempo el día de la Epifanía, que era el 6 de enero, y la festividad de los Reyes Magos, conjugándose así la manifestación de Jesús al mundo no judío con la fiesta de estos personajes que representaban justamente ese mundo de gentiles. Poco a poco, se fue olvidando el significado verdadero de la palabra epifanía y la convirtió en un sinónimo de adoración de los Magos.
Los niños que en la noche de Reyes se duermen con la ilusión y el nerviosismo propios de la ocasión no suelen tener ni idea de lo que aquí se ha contado. Ni falta que les hace. Antes, los niños han escrito sus cartas a los reyes enumerando los regalos que quieren y los méritos por los que merecen recibirlos. También es tradición que la noche del 5 de enero los niños dejen sus zapatos en algún lugar de la casa, junto a la puerta, o en el balcón o en una ventana. También incluso se dejan dulces para los Reyes Magos y agua o comida para los camellos. Al día siguiente esos dulces y demás cosas dejadas por los niños han desaparecido y en su lugar se encuentran allí los regalos o, en el caso de haber sido malos, el trozo de carbón que, por supuesto, es asimismo un dulce de feo aspecto, pero golosina, al fin y al cabo. Siguiendo el principio o regla de investigación que hemos llamado del camión de la basura, cualquier niño medianamente avispado puede deducir que los Reyes Magos existen y que han pasado por su balcón, por su calle o por su ventana a altas horas de la noche.
Claro que también los Reyes Magos, como los otros mitos de nuestra infancia, tienden a desvanecerse en algún momento del desarrollo de la mentalidad infantil que va dejando de serlo. Tampoco recuerdo yo ahora el momento en que descubrí que los Reyes Magos no eran quienes se decía que eran sino otras personas más cercanas de la familia. Pero no debió de ser demasiado pronto porque yo nunca fui un niño muy listo. Y eso que en la tienda de mis padres en vísperas del 6 de enero se echaba el cierre más tarde que de costumbre y la tienda y su mostrador se llenaban, finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta del pasado siglo, se llenaban digo de peponas de cartón y de tamboriles de hojadelata mayormente, junto con algunas otras cosas más delicadas y costosas. La calidad de los juguetes fue cambiando a mejor con el paso del tiempo. Si se vendían en la tienda tantos juguetes en la época navideña no parece que fuera muy difícil deducir que había una conexión, más que evidente, entre esa venta extraordinaria y la festividad de los Reyes Magos. Pero es probable que el velo de la ilusión nublara el tierno entendimiento infantil.
Si no recuerdo el momento en que mi entendimiento comenzó a hacerse adulto y realista, sí puedo sin embargo contar cómo, muchos años después, viví con divertida emoción el momento en el que una de mis sobrinas descubrió la verdad del asunto. Estaba yo en casa de mi hermano con ocasión de las vacaciones de Navidad y por la dolorosa circunstancia de que, a comienzos de aquel año, exactamente el 2 de enero, había fallecido mi madre que vivía con mi hermano, mi cuñada y sus tres hijas. Mi hermano llevaba entonces la tienda que había sido fundada por mi bisabuelo materno, había pasado después a mi abuelo, el de la Biblia, y luego a mis padres, hasta que, a la muerte de mi padre, mi hermano se había hecho cargo de ella. Estaba yo triste en aquella tarde noche del 5 de enero. Acompañaba a mis sobrinas en el piso de sus padres mientras ellos, sus padres, atendían la tienda. Por la televisión, según creo recordar, se veía la cabalgata de los Reyes Magos de Barcelona adonde habían llegado en barco como era costumbre. Por la calle adelante, en la realidad, avanzaba la cabalgata de los Reyes Magos de Aranda de Duero. Mi sobrina Loreto, que tenía entonces siete años cumplidos, miraba alternativamente las escenas de la televisión y el avance de la cabalgata en la calle. Movía la cabeza de la ventana al aparato y un gesto, al principio de asombro y de intriga, iba dejando paso en su cara a una sonrisa primero leve y después cada vez más ancha y más franca. Se le iluminaban los ojos y, feliz, llegó al descubrimiento. No dijo nada. Se puso el abrigo y saliendo del piso se encaminó a la tienda. La acompañé. Ya en el establecimiento se encaró con su madre y le dijo con sonrisa pícara: ¡Mamá! Los reyes magos no son tres, son dos. Porque son los padres. La reacción de mi cuñada fue la que según parece suele ser común en muchas madres. Mi cuñada se puso triste, enfadada, y riñó a la chiquilla. Yo le alabé la franqueza y la inteligente deducción a cuyo proceso había tenido el privilegio de asistir. La niña, un poco cortada por la reacción primera, y primaria, de su madre, se fue alegrando de nuevo y así entró en una nueva etapa de su vida. Me encantó el momento porque lejos de ser vivido como una decepción fue experimentado como un descubrimiento alegre y vital y como un triunfo de la agudeza deductiva. Si yo no puedo recordar cómo y cuándo mis reyes magos se fundieron en las nieblas del mito pude sin embargo ver cómo una naciente inteligencia había sabido llegar a una verdad de forma alegre y descubridora.
El mecanismo del camión de la basura se encaminaba hacia nuevos horizontes.
5. Y Dios ¿por qué no?
El cuarto de los mitos infantiles de los que trata este artículo habita en un terreno similar a los anteriores, aunque su estatus y su tratamiento resultan ser más peliagudos. En vano los teólogos de la muerte de Dios o los razonadores ateos dan vueltas una y otra vez al mecanismo del camión de la basura y a la parábola del jardinero que va de Hume a Flew, pasando por John Wisdom, y rebrota en Paul M. van Buren y en un buen puñado de analistas de la religión. El “dios que ha muerto la muerte de las mil cualificaciones” se sigue resistiendo una y otra vez a ser emparejado con el amigo invisible. Y acepta menos aún, bueno, digamos que sus partidarios aceptan menos aún que sea comparado e igualado con la cigüeña, con el ratón Pérez o con los reyes magos a los que deberían sentir más cercanos. Pero de hecho Dios es uno de los mitos de nuestra infancia, quizá el gran modelo, el analogatum princeps de los mitos infantiles, y también el más persistente y pertinazmente resistente de todos ellos.
El dios de mi infancia comenzó siendo el Jesusito de mi vida que eres niño como yo. Era efectivamente como yo era entonces, rubio, guapo y sonriente. Era el gran aspirante a ejercer el papel de amigo invisible y a menudo hacía sus veces, por más que esa institución del amigo invisible, otro de los mitos de la infancia, fuera algo ajeno a nuestra cultura y sociedad ibérica y perteneciera más bien al mundo anglosajón de allende nuestras fronteras. Lo más parecido al amigo invisible que por estos pagos conocimos vino un poco después con el cuento primero y la película después de Marcelino Pan y Vino. Aquel Manuel al que su madre llamó pero que nunca llegamos a ver, ni nosotros ni Marcelino, acompañaba luego las aventuras del niño. Hasta que su apenas velado nombre, Manuel, que a la legua se veía que era otro nombre del niño Jesús, fue sustituido por la figura y el nombre del Jesús crucificado arrumbado en el desván del convento. No obstante, aun sin tener el concepto ni la institución a nuestro alcance, el niño Jesús hacía a menudo las veces de amigo invisible, como ya he dicho.
Este niño Jesús, a medida que aprendimos el catecismo y fuimos yendo al colegio de los frailes, se fue haciendo uno, aunque sin nunca confundirse con él, con el dios que aparecía en la historia sagrada y en los dibujos que la acompañaban. Aquel dios del ojo en el triángulo, el dios creador de todo que enviaba a un ángel de espada flamígera (¡vaya palabra!) para expulsar a Adán y Eva del paraíso, aquel dios vengador de Abel que marcaba a Caín en la frente al que recordaba Antonio Machado:
“Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín…”
Aquel dios tronante del monte Sinaí envuelto en humo y llamas del que descendía Moisés, que todavía no era Charlton Heston, con las tablas de la Ley en los brazos. De esta manera se pasaba de la ternura del niño Jesús a la severidad temible del dios del antiguo testamento del mismo modo que se había pasado del calor del hogar a la dureza de los bancos y pupitres de la escuela y a su frío ambiente.
En los años cuarenta y cincuenta mi casa era muy religiosa y muy católica. Como gran parte de las familias de la pequeña burguesía provinciana española. O quizá más. Pues mi casa parecía un seminario. Y en cierto modo lo fue. Una de las consecuencias de este hecho fue que nunca celebráramos el rito, pagano donde los haya, de las doce uvas de la nochevieja. Mi padre pertenecía a una asociación denominada Adoración Nocturna. Sus socios solían celebrar periódicamente vigilias nocturnas en la iglesia de los claretianos, vigilias en las que los asociados pasaban gran parte de la noche rezando ante el sagrario. Y en la noche de fin de año se celebraba una vigilia especial. Ni que decir tiene que todas las nocheviejas allá íbamos todos los miembros de la familia a la vigilia y a la misa nocturnas. Recuerdo el frío de aquellas noches en el camino hasta la iglesia, la dureza del banco, el calorcillo del templo y el disgusto por tener que abandonar la fiesta casera y desterrar las uvas por la cita con el dios nocturno de las nocheviejas. Compensaba un hecho que entonces, y aun ahora, resultaba completamente insólito. Los socios de la Adoración Nocturna eran todos ellos varones hechos y derechos. Al comienzo de la ceremonia cantaban, varones solos, un himno de hermosa letra y muy buena música. Todavía lo recuerdo. El coro de voces varoniles, de personas ya entradas en años, es una de las grandes experiencias casi místicas de mi vida. Y contrastaba claramente con los habituales cantos de mujeres que solían oírse en la iglesia. Parecía esa noche que ser cristiano y católico era una aventura varonil y arriesgada por la que valía la pena dar la vida y no sólo una noche de fin de año. Después, una vez finalizado el himno, comenzaba la misa. Esnifando el humo del incienso, contemplando somnoliento el baile de las llamitas de las velas y arropado por el calorcillo de los cuerpos reunidos, yo me iba quedando poco a poco adormilado cuando no plenamente dormido. Por eso a duras penas recuerdo algo más de aquellas ceremonias litúrgicas a beneficio del dios nocturno de la nochevieja. Sólo me viene a la memoria el frío, otra vez, de la vuelta a casa y el sopor con el que caminaba después de la medianoche. Un año, uno de mis hermanos estaba enfermo y, en lugar de ir a la iglesia, pasamos la nochevieja en casa. Cuando nos disponíamos a tomar las uvas, sentados en torno a la mesa familiar, a las doce menos un minuto, se paró el reloj de pared del cuarto de estar. Hubo que remediar la catástrofe tocando las horas con una cazuela y un cucharón. Tuve para mí que aquello era una venganza del dios aguafiestas de la nochevieja.
Pues, como dice la Biblia, dios es un dios celoso. Al dios de las nocheviejas y al dios tonitronante de la escuela le siguió, ya casi en el colegio del bachillerato, el dios de los infiernos. El que, en un descuido, en una falta, en un retraso confesional, podía enviarte al fuego para toda la eternidad. Dios mostraba entonces su cara terrible. Había que andarse con mucho cuidado porque aquello iba en serio. Y nos contaban, en los ejercicios espirituales, la historia de aquel niño en el internado de Carrión al que una cabra que merodeaba por los dormitorios se llevó muerto una noche de sábado en la que al mudarse se había despojado inadvertidamente del escapulario de la Virgen. Ya que el pecado oculto era terrible y acarreaba la desgracia eternitaria. Este dios de los infiernos era temible y generaba extrañas visiones nocturnas y malos sueños. Pero también he de decir que los jesuitas, con los que estudié el bachillerato, no insistían demasiado en esos ángulos oscuros y esquinas tremebundas de la religión. El dios de los infiernos se fue haciendo extrañamente adulto, o al menos eso parecía, más serio, menos efectista y más atractivo para nuestra entonces mentalidad adolescente. Claro que las ciencias no eran precisamente el fuerte de la enseñanza del bachillerato en los colegios religiosos. Ni siquiera entre los jesuitas.
Así llegamos a la pregunta final de estas reflexiones desenfadadas. ¿Por qué Dios no siguió ni suele seguir el camino de los otros mitos de nuestra infancia? Llegamos también al, cuando menos, intento de respuesta condensada y breve. Condensada y breve porque a lo largo de los tiempos las explicaciones y explanaciones sobre las trasformaciones y evoluciones de la palabra Dios y de sus imágenes han sido, y son aún hoy mismo cuando esto escribo, y previsiblemente lo serán en el futuro, muchas, largas, prolijas, muchas de ellas falsas, otras prescindibles, y muchas, muchas más de las que debieran, perfectamente inútiles.
Esto ocurre por una razón a primera vista sencilla. Las imágenes de dios son imágenes sin referente real. Imágenes vacías. Por eso son y han sido tan variables, tan variopintas, incluso tan contradictorias las unas con las otras a lo largo de la historia. La palabra misma “dios” es eminentemente polisémica. Puede significar el dios islámico, tanto el de La Meca como el del ISIS, o el dios del Sinaí con sus fuegos y sus tablas, o el dios del Tabor, o el dios vasconavarro de Montejurra o el dios creador o el dios y padre de nuestro señor Jesucristo o, en definitiva, el dios personal y particular de cada uno. ¿Cómo puede una palabra, por mágica que sea, albergar tantos y tan dispares significados? Kant planteó que “Dios” es una idea. Una de las tres ideas de la razón pura. Las ideas, en el sistema y en la terminología kantiana, son entidades conceptuales vacías sin significado ni referencia alguna adecuada. En terminología kantiana, no pueden ser llenadas por ninguna intuición adecuada. Por ello puede decirse que son las primas solteronas de los conceptos, los cuales, estos sí, están destinados a casarse con intuiciones y a ser henchidos por ellas de un razonable contenido empírico y por tanto ser dotados de significado propio y de referencia. Las ideas de la razón pura, precisamente porque carecen de contenido adecuado y están condenadas a permanecer siempre vacías e infecundas, pueden ser alevosamente rellenadas con cualquier contenido más o menos espúreo. Las ideas de la razón en el sistema kantiano son las ideas del Yo, del Mundo y de Dios. Oh maravilla, aquellas tres entidades que para Descartes eran las tres esencias fundamentales de la realidad. Por cierto, que Ortega y Gasset llamaba “ideas” a lo que Kant llamó “conceptos” y a lo que Kant llamaba “ideas” él lo llamó “creencias”. Y así decía: “Las ideas se tienen y en las creencias se está”. Estas imágenes de los filósofos pueden ayudar para llegar a comprender dos aspectos básicos de esa entelequia llamada “dios” y de su casi indestructible persistencia. La polisemia de la palabra “dios” se debe a su inexistente significado: dado que no tiene significado alguno ni la menor referencia, puede llegar a significar cualquier cosa, esto es, todas las cosas y ninguna, todo cabe en su eterna e inespacial inmensidad. Por ello, todos los devotos que en el mundo han sido han podido creer que dios estaba con ellos tanto si eran benefactores de sus semejantes como si cometían contra ellos tropelías innombrables.
Por otra parte, dado lo raro que resulta que un ser humano utilice correctamente su capacidad de raciocinio, su uso de razón, y dada la hondura moral y sentimental a la que se alojan en nosotros las creencias, tanto más arraigadas cuanto menos demostrables, la persistencia del mito infantil del dios resulta mucho más duradera e indesmontable que la de los otros mitos de nuestra infancia, aunque sea de la misma pasta y cumpla la misma función estructural en el sistema del pensamiento mágico. La misma función que la cigüeña, el ratoncito Pérez, los reyes magos o el amigo invisible.
¿Hasta cuándo deberemos esperar para encontrar un hombre que se haya echado a la espalda no sólo los mitos infantiles sino también su convalecencia y su nostalgia, un hombre en el que ya no quede nada de la infancia ni de la adolescencia, que sea por fin un hombre que sirva para vivir la vida humana en su plenitud, sus alegrías y sus dolores? Nietzsche soñó con ese tipo de hombre hasta los confines de la locura y para esa pregunta nos legó, en el párrafo 108 de La gaya ciencia, una respuesta tan lúcida como descorazonadora. Dice así: “108. Nuevas luchas. — Después de la muerte de Buda se presentó durante siglos su sombra en una caverna. Dios ha muerto, pero los hombres son de tal condición, que habrá tal vez durante miles de años cavernas donde se presente su sombra”.
Es lo que hay.
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Recursos electrónicos relacionados con el artículo
“¿De verdad existe el ratoncito Pérez?”, en:
http://users.salleurl.edu/~si04380/humor/rperez.html
Anasagasti, Iñaki. “La novela Pequeñeces, del Padre Coloma, se publicó en Bilbao en 1890”, en:
http://ianasagasti.blogs.com/mi_blog/2013/06/la-novela-peque%C3%B1eces-del-padre-coloma-se-public%C3%B3-en-bilbao-en-1890.html
Arranz, David Felipe: “Lo que cuentan los evangelios apócrifos sobre los Reyes Magos”, en:
http://www.elimparcial.es/noticia/116730/opinion/
Casa Museo de Ratón Pérez, en:
http://www.casamuseoratonperez.com/index2.php
Coloma, Luis, SJ, de la Real Academia Española: Ratón Pérez. Cuento infantil. Dibujos de M. Pedrero. Madrid, Administración de Razón y Fe, 1911, en:
http://www.gutenberg.org/files/36558/36558-h/36558-h.htm
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Florido, Mónica S.: “¡Mamá, el ratoncito Pérez existe?”, en:
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Rodrigo Brao, M.: “¿Hasta cuándo con el cuento de El ratoncito Pérez?”, en:
http://blog.famosa.es/hasta-cuando-con-el-cuento-de-el-ratoncito-perez/
Wikipedia, la enciclopedia libre: “Ratoncito Pérez”, en:
https://es.wikipedia.org/wiki/Ratoncito_P%C3%A9rez