Agustín de Hipona
Qué es el tiempo. Edición bilingüe y traducción.
Madrid, Trotta, 2011.
La editorial Trotta nos presenta, en su colección Mínima, la sugestiva reflexión de Agustín de Hipona (354-430): Qué es el tiempo, que constituye el capítulo XI de Confesiones. Se publica en edición bilingüe, latina y española, con traducción de Agustín Corti, autor también de una excelente introducción.
En esta honda meditación sobre el tiempo, es evidente que el concepto no se parece al tiempo físico relojero de Newton; tampoco al tiempo psicológico, probablemente miope y perdido en los vericuetos de lo vivido. No se confunde con el tiempo del espacio relativista de Einstein, quien propende a entenderlo como ilusión. Me atrevería a decir que quizá presagie más la flecha del tiempo irreversible teorizado por Ilya Prigogine, por cuanto este le atribuye naturaleza creativa, lo dota de verdadera realidad y lo deja abierto a un futuro no escrito. En cualquier caso, Agustín trasciende la tradición neoplatónica en la que se inscribe y, todavía hoy, nos hace pensar.
Inicia su análisis del tiempo a partir del libro del Génesis, es decir, a partir del origen y evolución del universo, pensado en la relación de la finitud humana con la eternidad divina. Y esto es parte de la búsqueda de un conocimiento bien fundado sobre sí mismo, así como del camino que uno puede descubrir y debe seguir en la vida.
Qué es el tiempo, un texto equivalente a unas veinticinco páginas, consta de cuarenta y un parágrafos, agrupados en cinco bloques de desarrollo.
El proemio contextualiza el tema del tiempo en el conjunto de Confesiones, cuyos diez capítulos precedentes son de índole autobiográfica y ahora, sobre ellos, se eleva la pregunta por el sentido, y esta se canaliza precisamente a través de la categoría del tiempo desde su óptica cristiana. «Nos buscaste, en efecto, para que te buscásemos. Suplico por tu palabra, por medio de la cual hiciste todas las cosas de las que soy parte. Suplico (…) todos los tesoros escondidos de la sabiduría y de la ciencia. Estos son los que busco» (XI,4).
La introducción plantea la cuestión de qué es el tiempo, tomando como punto de partida la naturaleza creada y temporal del universo, en contraste con la atemporalidad de Dios. «Tampoco precedes tú a los tiempos en el tiempo: de otro modo, no precederías a todos los tiempos. Mas precedes todo el tiempo pasado con la altura de tu eternidad siempre presente y prevaleces sobre todo el tiempo futuro porque es futuro y cuando haya llegado, será pasado. (…) Tú hiciste todos los tiempos y eres antes de todos los tiempos y ningún tiempo existía cuando aún no había tiempo» (XI,16).
La parte primera ahonda en el análisis que pretende responder a la pregunta acerca de qué es el tiempo, más allá de las formas ordinarias de comprenderlo y teniendo en cuenta las paradojas o las trampas que el lenguaje conlleva. Por ejemplo, dice: «Ciertamente comprendemos algo cuando hablamos de él. ¿Qué es, por lo tanto, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quiero explicarlo a quien me pregunta, no lo sé. Pero sí puedo decir con certeza que reconozco que si nada pasase, no habría tiempo pasado, y que si nada adviniese, no habría tiempo futuro, y que si nada sucediese, no habría tiempo presente. Pero ¿qué características poseen esos dos tiempos, el pasado y el futuro, si el pasado ya no es y el futuro aún no es?» (XI,17). «Mi espíritu arde en deseos de conocer este complicadísimo enigma» (XI,28).
La parte segunda explora los modos de medir la temporalidad y señala críticamente la radical insuficiencia de la teoría que la reduce al compás del movimiento de los astros, pues es el tiempo el que permite medirlo. Y ¿cómo medimos el tiempo de una sílaba larga o corta, o el de una melodía que suena, o el silencio? El alma humana es la que asume y constituye –evoca a Kant–la experiencia del tiempo, que sin embargo está en correspondencia con la realidad de lo que acontece y transcurre. «En ti, espíritu mío, mido los tiempos. No quieras interrumpirme, es decir: no quieras interrumpirme con el torbellino de tus afecciones. En ti, repito, mido los tiempos. Las cosas que pasan dejan en ti, mientras transcurren, una afección que permanece» (XI,36).
Finalmente, el epílogo expone la conclusión de sus indagaciones, a la vez que propone encontrar el secreto del tiempo de la finitud humana en su articulación primera y última con la divina eternidad. Implica, sin duda, la indeterminación del porvenir. «Si hubiera un espíritu con tanta ciencia y presciencia, para quien fuera conocido todo lo pasado y futuro, así como yo conozco un poema famoso, este espíritu sería admirable en gran medida y lo contemplaríamos con un estupor escalofriante, ya que nada le sería oculto de lo que ha pasado y de lo que queda por pasar hasta el final de los siglos. (…) Pero lejos de mí pensar que tú, creador del universo, creador de las almas y los cuerpos, lejos de mí pensar que conozcas de esta manera lo futuro y lo pasado» (XI,41).
No vamos a discutir que el estilo retórico de Agustín queda lejos de nuestra mentalidad. Pero aún nos interpela y nos rompe algunos esquemas. Un aspecto que creo importante destacar es la afirmación de fondo de que el tiempo no es maya evanescente, es real, no determinado, sino determinante, con posibilidades de ser dotado de sentido, una tarea para la que nos convoca y que urge a un compromiso intelectual y moral, como el que –para Agustín– representa un cristianismo pensante.
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