¿Se puede escribir un artículo pretendidamente filosófico sobre una vaca sagrada del pensamiento, sin expresar la menor objeción, cuestión o disentimiento al respecto?
Hasta semejante grado de entontecimiento han llegado los que se creen, o aspiran a ser, intelectuales, es decir, empleados del escalafón universitario o de los medios masivos de manipulación social.
Si en el texto del artículo virtual imaginado, académicamente impecable, que versa sobre Antonio Gramsci, no encontramos el menor asomo de reparo crítico a las ideas expuestas, entonces ese artículo se reduce a una hagiografía. Peor aún, deriva hacia una promoción ingenua y gratuita del pensamiento del susodicho, presentado como modelo ejemplar cuando merecería ser puesto en la picota. Las razones tienen que ver con el desvelamiento indefectible de aquello de lo que había que rehuir: la falta de una racionalidad política aceptable, la mendacidad sistemática en la argumentación y el subrepticio encumbramiento de la violencia salvadora.
Porque, en efecto, Antonio Gramsci es un maestro, pero de la impostura ideológica marxista. Así, cuando, en vista de que la revolución ya no comparecía, excogitaba la fórmula de sus sucedáneos: «fabricar un grupo oprimido para mantener la lucha», o sea, suscitar causas amañadas. Máxima hipócrita donde las haya, que nos sirve para entender por qué las reivindicaciones del progresismo son hoy básicamente montajes políticos. Ya no se busca analizar la realidad, ni ser decentes en la acción política, sino fabricar conflictos y soliviantar a la gente para que se haga la ilusión de que luchan por algo, mientras son conducidos a la dictadura. El único conflicto existente es el que los mismos «progresistas» crean por la vía de la agitación social y la destrucción de la razón. Discurren por varias corrientes: del posmodernismo al identitarismo o el multiculturalismo, del etnicismo al racismo y el indigenismo, del ecologismo al animalismo, del feminismo al pansexualismo y el transgenerismo.
El maestro y los adeptos hacen gala de una entusiasta credulidad en las teorías seudocientíficas que han sido siempre las del marxismo. Y en el terreno práctico, apoyan o patrocinan todos los proyectos de demolición de las libertades políticas y personales. Mientras, pretenden hacer pasar por progreso y avance democrático la construcción de un sistema de poder opresivo, totalitario, ejercido indefectiblemente por una organización criminal, como se ha visto en todos los países donde triunfó su ideología.
En analogía con lo que representó Heidegger para el nazismo, Gramsci es hábil en el arte de engatusar a los escuchantes y los lectores, de modo que los seduce con una retórica artificiosa y oscura, plagada de brillantes seudoconceptos, de mitos y utopismos capciosos. Con tales artimañas induce a sus seguidores y admiradores a creerse instalados en el lado correcto de la historia, cuando solo han caído en las trampas de una dialéctica fatua.
Sin duda, Gramsci está sobrevalorado y sus falaces planteamientos resultan deletéreos, por cuanto favorecen en la sociedad desprevenida, y sobre todo en los «intelectuales» al uso, la fermentación de un izquierdismo imaginario, engreído e irresponsable: una rémora que impide abordar adecuadamente los problemas que realmente existen y persisten.
Hacen falta nuevos análisis, nuevos métodos, nuevos enfoques que nos proporcionen una nueva comprensión de la Modernidad al presente, que superen el marco de los errores y despropósitos del marxismo y que no sucumban en el cenagal de las filosofías en descomposición que intentan ocupar su lugar.
No hay tiempo para andar con circunloquios y autocensuras. Será tiempo de plantar cara a tantos inquisidores disfrazados como hoy acechan por las esquinas y parasitan las instituciones. Inventemos cómo.