Solo unas breves consideraciones intempestivas sobre el poder de las ideas. No es que las ideas por sí mismas tengan ningún poder. Pero, en la medida en que se instalan en el pensamiento de los individuos y circulan en las interrelaciones sociales, adquieren un influjo determinante sobre lo que se hace o sucede realmente.
Los clásicos determinismos al uso, infraestructural, histórico, psíquico, genético, desde un punto de vista crítico, no pasan de ser ideologías destinadas al fracaso. Por mucho que la desidia y el sectarismo hagan subsistir la creencia determinista como pretensión teórica, envasada en distintas formas de presentación: científica (mecánica clásica), filosófica (causalidad metafísica) y teológica (predestinación). En todos estos casos, sin embargo, tal pretensión delata una posición dogmática insostenible.
Esto no significa negar que hay situaciones en las que solo es posible una actuación, conforme a la tesis general determinista. Ahora bien, este tipo de situaciones, lejos de ser la regla, son muy excepcionales. Por el contrario, en cualquier contexto humano, con su problemática concreta, lo normal es la incertidumbre que hace posible una pluralidad de reacciones, respuestas, comportamientos. Si estas posibilidades resultan restringidas, se debe a la interpretación de la realidad que hacen los agentes, o lo que es lo mismo, a las ideas que operan en sus cabezas, que limitan su pensamiento y los orientan en su práctica, sea esta cognitiva, emocional o comportamental.
Tales prácticas no son deducibles de ningún determinismo ciego. Más bien, lo determinante es la visión de los agentes, la lógica que organiza la mente, los discursos, las conversaciones, las decisiones, las acciones. Y cabe afirmar que esa visión depende de las ideas que hayan tomado posesión de los sujetos individuales y los flujos de opiniones circulantes en la sociedad. Ahí, las ideas ejercen un poder determinante.
Cualesquiera que sean los motivos aducidos para justificar la decisión práctica sobre lo que se va a hacer, necesariamente suponen, aun sin decirlo, un juicio acerca de lo que pasa, una teoría desde la que se juzga la situación y se establecen los objetivos y las estrategias. Pues bien, esta teoría, en última instancia, en cuanto postula un sentido último al que se otorga un carácter sagrado, posee un trasfondo religioso. De ahí la importancia del debate sobre las ideas, las ideologías, las implicaciones «teológicas».
Por esta razón, siempre es de máxima importancia el debate de las ideas, la batalla del pensamiento, la confrontación cultural. Si la rehuimos, dejamos el campo libre al enemigo. En nuestro mundo de hoy, ante nuestros ojos, una de las principales guerras que se están librando tiene que ver con la difusión del islamismo y su doble, que es el izquierdismo «progre». Ante estos rebrotes de barbarie, las multitudes, con una opinión pública intoxicada por los medios, se encuentran desnortadas para entender y responder. Por eso, para todos y cada uno de nosotros, cobra fuerza el dilema de saber, o vivir engañados.
Hay que comprender que el islam es un aliado para la destrucción cultural en curso, programada por la izquierda reaccionaria y el progresismo retrógrado que nos acosan. Para ello se benefician de la ignorancia que fomentan sus organizaciones, de la mentira sistemática que difunden sus portavoces. Necesitamos reconocer sus alianzas nefandas para no dejarnos manipular. Necesitamos valorar y defender nuestra herencia cultural, lo mejor de nuestra historia, frente a esos sucedáneos de religión que embrutecen a la gente con su política de dogmas, anatemas, inquisiciones y amenazas de violencia.