1. Teoría general de los afectos
Antes de meternos de lleno en la teoría spinozista de los afectos, conviene llevar a cabo un breve repaso de la teoría spinozista sobre el conocimiento pues a raíz de esta podemos encontrar los pilares sobre los que Spinoza construye su teoría de los afectos.
1.1. El conocimiento como afecto
Para Spinoza, los afectos del ánimo no se dan si no se da en el mismo individuo la idea de estos afectos (cfr. Spinoza 1677: 71). El alma humana percibe, no solo las afecciones del cuerpo, sino también las ideas de tales afecciones. Ahora bien, la idea de una afección cualquiera del cuerpo humano no implica el conocimiento adecuado del cuerpo exterior. Para Spinoza, existen ideas adecuadas e ideas inadecuadas, siendo solo las primeras garantes de un conocimiento adecuado. El criterio que nos permite hablar de ideas adecuadas es que tales ideas han de poder explicarse clara y distintamente desde sí misma sin recurrir al cuerpo externo al que se refieren.
A su vez, Spinoza señala que, en la medida en que el alma posea ideas adecuadas, podemos decir que el alma obra, mientras que, si posee solo ideas inadecuadas, padece. El cuerpo humano, en la medida en que es limitado, es capaz formar, distinta y simultáneamente, solo un cierto número de imágenes. Si ese número se sobrepasa, las imágenes empezarán a confundirse, hasta el punto de que se volverán confusas entre sí. Es por ello que el alma humana puede imaginar distinta y simultáneamente tantos cuerpos como imágenes pueda formarse simultáneamente en su propio cuerpo. Ahora bien, si las imágenes están completamente confundidas en el cuerpo, el alma imaginará todos los cuerpos confusamente y sin distinción y los agrupará bajo un solo atributo. Así es como se forman, según Spinoza, los trascendentales y los universales (cfr. Spinoza 1677: 105-106): el cuerpo es afectado por numerosas cosas formando de ellas numerosas imágenes que el alma tiende a confundir entre sí, agrupándolas en una noción que excluye las diferencias entre ellas. No obstante, tales nociones universales no se forman por todos de la misma manera, sino que varían de acuerdo a las cosas por las que el cuerpo ha sido habitualmente afectado. Pero hay ciertas ideas o nociones comunes a todos los hombres, pues todos los cuerpos concuerdan en ciertas cosas, las cuales han de ser percibida por todos adecuadamente, esto es, clara y distintamente.
Serán esas nociones comunes las que garanticen la posesión, por parte del alma, de ideas adecuadas. Por otro lado, de aquello que es común y propio del cuerpo humano y de ciertos cuerpos exteriores por los que el cuerpo humano suele ser afectado, habrá en el alma una idea adecuada. De esto se sigue que el alma es más apta para formar ideas adecuadas, cuantas más cosas comparta su cuerpo con los cuerpos externos (1). Por otro lado, dada cualquier idea, siempre hay un efecto que se sigue de la misma siendo que el hombre padecerá más cuantas más ideas inadecuadas posea, y obrará más cuantas más ideas adecuadas contenga. Desde este panorama, Spinoza entiende la falsedad como la mera privación de conocimiento que se sigue de toda idea inadecuada.
A partir de todo lo anterior podemos entender cómo entiende Spinoza el conocimiento “verdadero” de lo bueno y de lo malo. Este conocimiento no es sino la constatación de un afecto desde nuestra sola esencia. El conocimiento de lo bueno y lo malo es la conciencia de una alegría o una tristeza. Este conocimiento será verdadero cuando la alegría o la tristeza solo se conciban desde nuestra sola esencia, esto es, desde el esfuerzo del alma por perseverar en el ser y nada más.
Así pues, el conocimiento para Spinoza se entiende como un afecto y las consecuencias de ese afecto, cómo puede este truncarse y cuáles son las causas de que esto ocurra será lo que analizaremos en los apartados siguientes.
1.2. Pasión y acción
Concibiendo la idea adecuada como una idea que se explica desde sí misma sin referencia alguna al cuerpo externo que la motiva, Spinoza señala que toda acción del alma se sigue solo de ideas adecuadas mientras que las pasiones solo de las inadecuadas (cfr. Spinoza 1677: 129). Las pasiones se refieren al alma solo en la medida en que esta se concibe como una parte de la naturaleza que, por sí sola y sin las demás cosas, ni siquiera se puede concebir a sí misma clara y distintamente. Con esto, Spinoza muestra que la esencia de una pasión no puede explicarse por la esencia del hombre, sino que debe definirse por la potencia de la causa exterior comparada con la nuestra.
Ahora bien, toda acción que se siga de que el alma padezca un determinado afecto, también puede seguirse de la esencia del hombre entendida como razón (cfr. Spinoza 1677: 134-135). La diferencia estriba en que cuando la acción de un hombre es determinada por una pasión, ese hombre queda determinado por algo exterior a él (a saber, la causa de dicha pasión), mientras que, si la acción se sigue de la esencia del hombre, este se determina a sí mismo. A su vez, obrar según la razón no es otra cosa que hacer aquellas cosas que se siguen de la necesidad de nuestra naturaleza, considerada en sí sola.
Visto esto, el valor de una acción dependerá de aquello de lo cual brota, pues ninguna acción considerada en sí misma es buena o mala, por el contrario, una sola y misma acción es a veces buena y a veces mala dependiendo de aquello que la motive. De este modo una acción considerada mala puede ser considerada como buena si a ella nos conduce la razón. Las pasiones son aquellos afectos que no se explican desde la sola esencia del hombre considerada en sí misma, sino que requieren de una causa externa. De este modo toda acción que se siga de una pasión será vista como una acción mala en la medida en que lo que afirma no es la potencia de actuar del hombre, sino la de aquello que motiva la pasión y la consiguiente acción. Por el contrario, las acciones buenas serán aquellas que se sigan únicamente de la razón, en la medida en que tales acciones conducen a la afirmación de la propia esencia. De manera que podemos comprender, ahora, como toda pasión dependerá, a su vez, de una idea inadecuada, mientras que las acciones buenas dependerán de ideas adecuadas del alma
Así pues, el hombre presenta ideas adecuadas e ideas inadecuadas. Las segundas motivan un padecimiento del hombre que no significa otra cosa que la sumisión de su potencia de obrar a la potencia de obrar de otra cosa distinta a él; mientras que las primeras suponen una afirmación de la propia potencia de actuar del hombre. Este análisis, no obstante, ha de ser completado con unas palabras sobre los afectos de alegría y de tristeza.
1.3. Tristeza y alegría
Para Spinoza la esencia de cada cosa es el esfuerzo por perseverar en su ser. La esencia del hombre consistirá, pues, en su potencia para obrar, de modo que el alma se esforzará tanto como pueda en imaginar aquello que potencie su capacidad de obrar (cfr. Spinoza 1677: 168), lo que a su vez implica que mientras el alma imagine aquello que disminuya su potencia de obrar, se esforzará en imaginar algo que anule la existencia de aquello que disminuye su potencia de obrar2. La alegría y la tristeza se entenderán como este aumento o disminución de la propia capacidad de obrar.
Visto lo anterior, podemos entender ahora en qué consiste para Spinoza el amor y el odio: el amor será entendido como aquella alegría acompañada de la idea de una causa externa; mientras que el odio, por su parte, será la tristeza acompañada de la idea de una causa externa. Aquel que ame se esforzará, por tanto, en conservar aquello que ama, pues tal cosa supone una alegría para él. Por el contrario, quien odie se esforzará en destruir la causa de su tristeza. De modo que tanto del amor como del odio se sigue un deseo: del amor, el deseo de conservar lo amado; del odio, el de aniquilar lo odiado.
Nótese que aquí, la alegría, la tristeza y el deseo, vistos desde el amor y el odio, son, todos, concebidos como pasiones, en la medida en que dependen por entero de una causa exterior. No obstante, es posible para Spinoza encontrar una alegría y un deseo que no dependa para nada de causa externa, esto es, una alegría y un deseo que no se conciban como pasiones. Según Spinoza, cuando el alma se concibe a sí misma y concibe su potencia para obrar, se alegra y esta alegría será mayor cuanto mayores sean la claridad y distinción con la que se conciba a sí misma. A esto es a lo que Spinoza denomina “contento de sí”. Esta alegría no depende de causa externa alguna, sino que se concibe como la alegría de la propia alma en la contemplación de sí y de su potencia de obrar. De esta alegría se seguirá el deseo de conservar la causa de dicha alegría, esto es la propia potencia de obrar. Así, el deseo motivado por el contento de sí no hará otra cosa que afirmar la propia potencia, y no, como en el caso del amor, afirmar la potencia de lo amado concebido como algo externo.
Es en esto último en lo que Spinoza cifra la virtud, a saber, en el esfuerzo por perseverar en el ser, el cual se despierta como resultado de la alegría que supone la conciencia de sí y de la propia potencia de obrar. Ahora bien, el alma se concibe a sí misma únicamente por los afectos y por las ideas de los mismos (cfr. Spinoza 1677: 95). Luego el alma solo se concebirá a sí misma adecuadamente en la medida en que posea ideas adecuadas, esto es, en la medida en que no padezca afecto alguno. Sin embargo, rara vez el alma no es afectada por una pasión. Como el propio Spinoza señala, la potencia de obrar del hombre es infinitamente menor que la de las otras cosas (cfr. Spinoza 1677: 190), por lo que necesariamente el hombre padecerá y en tanto que padezca, no concebirá su propia potencia de obrar sino la de otra cosa y, por tanto, no afirmará su potencia de obrar.
De modo que, como vemos, la potencia de obrar del hombre puede ser aumentada tanto por sí mismo, como por una causa externa a la que el hombre ame. Para Spinoza la verdadera virtud es aquella que se encuentra motivada por ideas adecuadas, esto es, se entenderá como aquella que se sigue de la sola esencia del hombre. Ahora bien, en tanto que el amor implica alegría, esto es, un aumento de perfección en el ser humano, parece cercano a la virtud. Sin embargo, la dependencia del amor de una causa externa es algo que puede motivar, paradójicamente un olvido del propio esfuerzo por perseverar en el ser. El amor, por tanto, parece concebirse como positivo siempre y cuando no tenga excesos, entendidos estos como un olvido de la propia esencia. Se trata de una pasión y, en tanto que tal, hace dependiente al hombre que la padece de una causa externa y por tanto no coincide plenamente con la virtud.
Una vez visto en qué medida ciertas pasiones, pese a serlo, pueden desembocar en un aumento de la potencia de actuar que, pese a no coincidir plenamente con la virtud, tampoco la imposibilitan, a continuación, analizaremos el principal problema de ciertas pasiones, a saber, que conducen a quien las padece a una situación de indecisión o confusión. Nos referimos a la fluctuación del ánimo y al odio como una de sus principales causas.
1.4. El odio y la fluctuación del ánimo
Para Spinoza, una conducta basada exclusivamente en los afectos, además de ser una conducta “esclava de la fortuna”, puede conducir a ciertas confusiones y malinterpretaciones que a su vez conduzcan a una disminución de la perfección humana. Esta confusión se identifica con la fluctuación del ánimo.
Según Spinoza, si el alma es afectada por dos afectos, cuando, más tarde, sea afectada por uno de ellos, inmediatamente lo será por el otro. Esto supone que cualquier cosa puede ser, por accidente, causa de alegría, tristeza o deseo (cfr. Spinoza 1677: 136-137). Supongamos que dos afectos se nos presentan a la vez. Uno de ellos ni aumenta ni disminuye nuestra capacidad de obrar mientras que el otro la aumenta. Este segundo será causa de alegría, por sí mismo. Ahora bien, cuando, más tarde, el primer afecto se presente de nuevo, esté evocará el segundo, lo que supondrá alegría. De manera que podemos decir que el primer afecto será causa, por accidente, de alegría. Esto supone que una cosa, que de por sí no procura alegría puede hacerlo en virtud de otra cosa. Como veremos esto puede conducir a una situación en la que una misma cosa procure dos afectos contrarios al mismo tiempo.
A su vez, si una cosa que suele afectar de tristeza, se asemeja a otra cosa que nos afecta de alegría, amaremos y odiaremos a esa misma cosa. Es precisamente a esta disposición del alma a amar y odiar con igual intensidad la misma cosa a la que Spinoza la denomina “fluctuación del ánimo”. Como vemos, una guía por el mero afecto nos conduce a situaciones de indecisión o confusión cuando la misma cosa despierta en nosotros dos afectos contrarios que impiden que el hombre tome efectiva posesión de su conducta.
Una de las principales causas de la fluctuación del ánimo la podemos encontrar en el odio. Si odiamos a alguien semejante a nosotros, entonces experimentaremos un afecto contrario a su afecto (cfr. Spinoza 1677: 144-145). Luego el odio, como vemos, es siempre motivo de una fluctuación de ánimo pues, cuando observamos aquello que odiamos padeciendo tristeza, en un primer momento nos entristecemos en la medida en que todo aquello que es semejante a nosotros motiva un afecto semejante al que le asalta (cfr. Spinoza 1677: 157-143); pero, a su vez, en la medida en que proyectamos sobre ello odio, nos afecta de un afecto contrario al que le asalta, es decir, a raíz del odio sentimos afectos contrarios ante una misma causa.
En el apartado anterior vimos cómo es posible que una pasión, puede ser positiva en la medida en que potencie o favorezca la capacidad de obrar del hombre. Ahora sin embargo nos encontramos con que la guía del mero afecto puede conducir a la fluctuación de ánimo. Como vemos Spinoza es ambivalente a la hora de valorar el papel de las pasiones. Por un lado, pueden ser positivas en la medida en que aumenten la capacidad de obrar del hombre; pero por otro, pueden conducir a la temida fluctuación del ánimo. Dado esta ambivalencia de las pasiones, Spinoza considerará que el hombre sabio ha de regirse por aquello que dicta la razón y no por la mera pasión. En esto radicará la virtud, que analizamos a continuación.
1.5. Los límites de la virtud racional
Spinoza hará coincidir la virtud con lo que antes denominábamos contento de sí. Este contento de sí será para Spinoza el objetivo de aquel que se guíe hacia la virtud. En términos generales, para Spinoza, virtud no es más que la potencia del hombre para hacer algo que se explique desde su sola esencia. Cuanto más se esfuerza cada cual en conservar su ser, tanto más dotado de virtud se encuentra. La virtud, pues, es la potencia humana misma, que se define únicamente por el esfuerzo del hombre en perseverar en su ser.
Por lo anterior nadie deja de esforzarse por conservar su ser a no ser que sea por causas exteriores y contrarias a su naturaleza (cfr. Spinoza 1677: 201). El alma no puede, por sí misma, producir una idea que sea contraria a la existencia de su cuerpo ya que ambos son lo mismo e imaginar el alma algo contrario a sí misma es algo contrario a su esencia (perseverar en su ser). Luego la causa por la que el alma imagina una idea que le es contraria ha de ser algo distinto a ella, una causa exterior.
Por otro lado, todo lo que el hombre hace de acuerdo a ideas inadecuadas es contrario a la virtud, solo podemos decir que es virtuoso en la medida en que entienda, esto es, en la medida en que posea ideas adecuadas (cfr. Spinoza 1677: 203). En la medida en que el hombre está determinado a obrar por ideas inadecuadas, padece, por lo que no realiza un comportamiento virtuoso. Ahora bien, si está determinado a hacer algo por el hecho de entender, en esa medida obra. Así el hombre actúa de acuerdo a la virtud cuando desarrolla su esencia (conservar su ser) de acuerdo a la razón.
Dado que, como decimos, el esfuerzo en virtud de la razón que el alma acomete para conservarse no es otra cosa que el conocimiento, este esfuerzo por entender, es el primer y único fundamento de la virtud. La virtud racional consiste en vivir según la guía de la razón. En contraposición con esta virtud racional, la impotencia consiste solamente en el hecho de que el hombre se deja llevar por las cosas exteriores y resulta dominado por ellas.
En este sentido, la virtud racional exige un intento por parte del hombre de renunciar a toda pasión, o lo que es lo mismo, de tratar de convertirse en causa adecuada de todos sus afectos. Ahora bien, no está en la mano del hombre el controlar que le asalten o no pasiones. El hombre padece en la medida en que es una parte de la naturaleza que no puede explicarse sin las demás (cfr. Spinoza 1677: 190). Esto significa que la virtud racional, tiene límites dado que, por su propia naturaleza, no es posible que el hombre no padezca.
De lo anterior, el propio Spinoza da cuenta. En primer lugar, la fuerza por la que el hombre persevera en su ser es limitada y es infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores. A su vez, es imposible que el hombre no sea una parte de la naturaleza y que no pueda sufrir otro cambio que los inteligibles desde su sola naturaleza y de los que sea causa adecuada (cfr. Spinoza 1677: 191). Por ello podemos concluir que el hombre está siempre sujeto a pasiones.
Por otro lado, la virtud depende de un conocimiento verdadero de lo bueno y de lo malo, el cual hemos caracterizado en apartados anteriores como un afecto. Del conocimiento verdadero del bien y del mal en tanto que afecto, surge necesariamente un deseo que es mayor cuanto mayor sea el afecto que lo despierta. Ahora bien, dado que dicho deseo brota de que conocemos verdaderamente algo, se sigue de nosotros en tanto que obramos y, por tanto, puede explicarse desde nuestra sola esencia y, consiguientemente, su fuerza depende exclusivamente de la potencia humana (cfr. Spinoza 1677: 197). Por su parte los afectos que nos asaltan son, a su vez, mayores, cuanto mayor sea la vehemencia con la que aparecen y, así, su fuerza depende de la potencia de la causa externa, la cual supera infinitamente, como ya hemos visto, la nuestra.
Siendo así, y dado que la virtud racional se encuentra seriamente limitada, es necesario encontrar cierta virtud en la pasión, esto es una virtud afectiva. Dado que no siempre podemos guiarnos por la razón, o lo que es lo mismo, dado que es inevitable que nos asalten pasiones por nuestra propia naturaleza limitada, debemos encontrar un modo de llegar a la virtud mediante las pasiones. Hacia ese objetivo se dirigen los dos apartados siguientes, en los cuales se toma el miedo y la compasión como dos pasiones que, no obstante, pueden conducir a aquel que las padece hacia la virtud.
2. El miedo
El miedo será entendido por Spinoza como una pasión que ata a quien la padece a la contemplación de una cosa pretérita o futura y que, por tanto, impide que este desarrolle la virtud racional. No obstante, Spinoza nota la importancia que el miedo puede tener como ayuda para alcanzar la virtud, aunque de manera inadecuada, o lo que es lo mismo, Spinoza advierte que el miedo puede ser una posible vía hacia lo que denominamos virtud afectiva.
2.1. El miedo como pasión
Para Spinoza, el hombre es afectado por la imagen de una cosa pretérita con el mismo afecto de tristeza o alegría que por la imagen de una cosa presente (cfr. Spinoza 1677: 138-139). En el momento en que consideramos que una cosa va a darse o que ya se ha dado la consideramos como existente, lo que implica la afección correspondiente a esa imagen, por la cual el cuerpo es afectado como si esa cosa fuese presente. Ocurre sin embargo que, aquellos que han experimentado muchas cosas, al considerar la imagen de una cosa pretérita suelen contaminarla con las imágenes de otras cosas, por lo que presentan fluctuación de ánimo respecto a aquella.
Es en este tipo de afectos donde sitúa Spinoza el miedo. Se trata de un afecto inconstante en la medida en que no solo dependen de la imagen de la cosa sino de otros afectos. En concreto, es la tristeza inconstante surgida de una cosa futura o pretérita de cuya realización dudamos. Por lo tanto, el miedo es dependiente de la duda: en el momento en el que la duda se suprime dejamos de temer para, o bien ser afectados por la seguridad o la desesperanza. Sea como fuere, lo interesante es que el miedo conduce a la fluctuación del ánimo (cfr. Spinoza 1677: 153).
En efecto, el hombre no quiere algo porque sea bueno, sino que juzga como bueno aquello que quiere, lo que quiere decir que el hombre juzga de acuerdo a sus afectos: como bueno todo aquello que aumenta su deseo y su potencia de obrar, como malo todo aquello que la disminuye. El miedo invierte esa tendencia. Cuando teme, el hombre juzga lo bueno como lo contrario a lo que quiere, esto es, quiere lo que realmente no quiere. De ahí a decir que el miedo motiva que amemos y odiemos la misma cosa, hay solo un pequeño paso.
Así, el miedo consiste en una pasión en la medida en que depende de una causa externa. Además, esta pasión como vemos, puede conducir a la fluctuación del ánimo.
2.2. Una pasión débil
Pese a lo dicho anteriormente, Spinoza señala que un afecto cuya causa imaginamos presente ante nosotros es más fuerte que otro cuya causa no imaginamos presente (cfr. Spinoza 1677: 194). Una imaginación, es una idea por la que consideramos una cosa como presente ante nosotros y que revela, más que la naturaleza de la causa exterior, la constitución de nuestro cuerpo. Así, una imaginación es un afecto en la medida en la que revela la constitución del cuerpo. A su vez, un afecto es más intenso en la medida en que no imaginamos nada que se oponga a su causa. De lo que se sigue que, del mismo modo, es más intenso si imaginamos esa causa presente, que si imaginamos que no lo está.
De esto se sigue que si bien, considerada solo la imagen, una imagen presente tiene la misma potencia que una pasada o futura, considerada desde el tiempo que ocupa es más fuerte que aquellas y, por tanto, el afecto que se sigue de la imagen también. El miedo, en tanto que es una pasión dependiente de la imagen de una cosa pretérita o futura, es más débil que cualquier afecto causado por la imagen de una cosa presente.
Del mismo modo, el afecto que se sigue de una cosa que imaginamos necesaria es más intenso que el que se sigue de una cosa contingente o posible (cfr. Spinoza 1677: 195). Cuando imaginamos una cosa como necesaria afirmamos su existencia, del mismo modo que la negamos si la consideramos contingente o posible. De este modo, dado que el miedo depende de la imagen de una cosa pretérita que imaginamos posible, se trata de una pasión más débil que cualquiera que se siga de la imagen de una cosa presente, pretérita o futura que imaginemos necesaria.
Por último, otro motivo de la debilidad de la pasión del miedo es que el deseo que surge del conocimiento del bien y el mal referido al futuro es extinguible fácilmente por el deseo que surge de las cosas que están presentes y son agradables (cfr. Spinoza 1677: 198). En base al miedo obtenemos un “conocimiento” del bien y del mal referido al futuro que, en tanto que afecto, motiva un determinado deseo. Sin embargo, ese deseo, será superado por aquel que se motiva por los afectos que se siguen de las cosas presentes.
En definitiva, observamos como Spinoza muestra la debilidad del miedo. Por el contrario, todos los afectos que se siguen de la razón versan sobre las cosas necesarias y presentes, en contraposición con las deficiencias del miedo. Luego aparentemente parece que una guía racional bastaría para esquivar la pasión del miedo. Sin embargo, los límites de la virtud racional son notorios, luego esa consideración de las cosas como presentes y necesarias, también tiene sus límites y por tanto es inevitables que por eso resquicios de la razón aparezca el miedo. Dado que la razón no siempre puede suprimir el miedo ¿es posible encontrarle cierta utilidad al miedo?
2.3. Control de la alegría
Según Spinoza los afectos que cotidianamente nos asaltan tienen generalmente exceso y someten al alma a la consideración de un objeto impidiéndolo atender a los otros, lo que a su vez supone que el alma humana descuide su virtud entendida como el cuidado de sí en la medida en que, queda atada a la potencia de obrar de una cosa exterior a sí misma (cfr. Spinoza 1677: 219).
Es necesario, pues, permitir al alma la aptitud para ser afectada por todos los objetos de la misma manera. este será el cometido que el miedo puede cumplir: una contención de cualquier exceso del alma.
El placer puede tener exceso y ser por ello malo; el dolor puede ser bueno en la medida en que el placer sea malo (cfr. Spinoza 1677: 218). El placer es una alegría que, en cuanto referida al cuerpo, consiste en que una de sus partes sea afectada más que las otras de tal modo que la potencia de ese placer supere las restantes acciones del cuerpo e impida, de esta suerte, que el cuerpo sea apto para ser afectado de otras muchas maneras. Visto desde esta perspectiva, el placer puede ser malo.
El dolor, en tanto que tristeza, no puede ser bueno, considerado en sí solo. Pero dado que su fuerza se define por la potencia de la causa exterior comparada con la nuestra, podemos entonces concebir infinito grados y modalidades en la fuerza de este afecto. Podemos concebir pues un dolor que reprima el placer, para que este no cometa excesos y así permitir que el cuerpo sea apto para ser afectado de múltiples formas. En esa medida el dolor es bueno.
Del mismo modo, el amor y el deseo también pueden tener excesos (cfr. Spinoza 1677: 219). El amor es una alegría acompañada de la idea de una cosa exterior. Así pues, el placer acompañado de la idea de una causa exterior es amor y, por tanto, el amor puede tener excesos, como veíamos que tenía el placer. A su vez, el deseo es tan fuerte como fuerte sea el afecto del que brota. Así, si decimos que un afecto puede ser tan fuerte que anule las demás acciones del cuerpo, un deseo puede ser tan fuerte que anule los demás deseos, teniendo pues los mismos excesos que tenía el placer.
El miedo, en tanto que una pasión triste, implica cierto dolor. Ahora bien, en la medida en que el placer puede tener exceso, un miedo dirigido a aquello que puede producir tal exceso, puede despertar en nosotros el deseo de evitar dicha causa de exceso. En esta medida el miedo se hace positivo, aunque, como venimos diciendo, lo positivo del miedo aquí no puede entenderse como virtud racional, ya que el miedo sigue haciendo dependiente al hombre de una causa exterior. No obstante, es positivo, luego es posible encontrar cierto atisbo de virtud que se siga de un afecto y que podemos denominar virtud afectiva para distinguirla de aquella virtud que solo se sigue de una conducta estrictamente racional.
No obstante, Spinoza no deja de señalar que quien actúa motivado por el miedo para evitar un mal, en ningún caso actúa conforme a la virtud racional (2). Esto no quiere decir, que el miedo carezca de valor como guía hacia un comportamiento virtuoso, solo que tal comportamiento virtuoso se distingue de aquel otro –también virtuoso, y más que este– en que se encuentra motivado por los afectos y no por la razón.
3. La compasión
La compasión será vista por Spinoza como una pasión triste. Sin embargo, en base a ella, puede despertarse en el hombre el afecto de la benevolencia que es definido por Spinoza como el deseo de hacer el bien a otra persona. Esta benevolencia coincidirá por tanto con una exigencia de la propia razón –hacer el bien a los demás– y, por tanto, acercará la compasión a la virtud.
3.1. Una pasión de amor
Cuando imaginamos que aquello que amamos es afectado de alegría o tristeza, somos afectados por esos mismos afectos (cfr. Spinoza 1677: 140). Esto se debe a que el alma se esfuerza en imaginar aquello que potencia su capacidad de obrar, esto es, aquello que ama. Así, cuanto mayor sea la alegría de aquello que el amante ama, más se esforzará esa cosa por permanecer en su ser, lo que implica que mayor será la alegría del amante. Lo mismo ocurre con la tristeza.
Desde aquí podemos comprender en qué consiste la compasión para Spinoza: la tristeza surgida por el daño percibido en la cosa amada. A su vez, podemos establecer ciertas condiciones iniciales para que se dé la compasión: 1) hemos de amar a aquel a quien observamos sufriendo para sentir compasión de él, lo que equivale a señalar que 2) aquel que nos produce compasión es causa de un afecto de alegría en nosotros, o lo que es lo mismo, es causa de un aumento en nuestra capacidad de obrar. Ahora bien, en base a 2) el hombre que se compadece por amar al que sufre, no es causa adecuada de ese aumento de su potencia de obrar que motiva en él el que sufre –no en tanto que sufre sino en tanto que amado– sino que tal aumento se explica desde una causa externa. Observamos, pues, como la compasión es una pasión en la medida en que, siendo compasivos, somos causa inadecuada de cualquier aumento o disminución de nuestra perfección. Y esto se debe a que lo que motiva la compasión es el amor, el cual implica una causa externa.
3.2. La naturaleza compasiva del hombre
Ahora bien, no es necesario, pese a lo que acabamos de ver, que amemos al otro para sentir compasión. Por el contrario, basta con que no hayamos proyectado sobre él afecto alguno y que ese otro se presente como semejante a nosotros (3). Por el hecho de imaginar una cosa semejante a nosotros y sobre la que no hemos proyectado afecto alguno, afectada por cualquier afecto, experimentaremos nosotros un afecto semejante (cfr. Spinoza 1677: 143). Si la naturaleza de un cuerpo exterior es semejante a la de nuestro propio cuerpo, entonces la idea de ese cuerpo implicará una afección semejante a la de ese cuerpo en nosotros.
Por lo anterior, de forma natural el hombre siempre se compadecerá del mal que otro sufre. Puede ocurrir, sin embargo, que esa compasión natural sea alterada en el momento en el que proyectemos sobre una persona ciertos afectos. Esto ocurre, por ejemplo, con el odio (cfr. Spinoza 1677: 141). Del mismo modo que cuando observamos afectada de alegría la cosa amada, nos vemos afectado por esa misma alegría, en el caso de odiar a una persona esa relación se invierte, de modo que lo que produce alegría en la persona odiada, produce en nosotros tristeza. Luego la compasión no puede darse respecto a una persona odiada.
Así pues, vista la compasión en sí misma, efectivamente se trata de una pasión negativa, en la medida en que supone una mengua en nuestra capacidad de obrar o, lo que es lo mismo, es un afecto de tristeza. Ahora bien, en la medida en que, el alma se esfuerza en imaginar aquello que potencia su capacidad de obrar, pero también se esfuerza en eliminar aquello que la reprime y en tanto que la compasión genera tristeza, el alma se esforzará por suprimir esa tristeza a través de un esfuerzo por mitigar la miseria de aquello que mueve a compasión. Por tanto, la compasión, en tanto que pasión triste, mueve al alma a una acción, a saber, la acción benevolente que consiste en hacer bien a aquel que nos mueve a compasión.
Luego si, por sí misma, la compasión es una pasión triste, por este mismo hecho, conduce a una acción que aumenta nuestra capacidad de obrar. Ahora bien, nosotros mismos no seremos causa adecuada de ese aumento de potencia motivado por la compasión. Cuando el hombre es causa adecuada de sus acciones, estas se explican por ese deseo de perseverar en su ser y solo por él. En la compasión, el aumento de nuestra capacidad de obrar, no se explica desde la sola esencia del hombre, sino que, por el contrario, se encuentra referido a una causa exterior que nos mueve a compasión. Luego la compasión, pese a conducirnos a un aumento de nuestra capacidad de obrar, y pese a, como veremos, ser afín a la virtud, no puede concebirse como tal.
3.3. La benevolencia como virtud compasiva
Nos esforzamos cuanto podemos por librar de su miseria a alguien del cual nos compadecemos (cfr. Spinoza 1677: 144). Lo que afecta de tristeza a alguien que nos mueve a compasión, nos afecta de la misma tristeza por lo que, dado que el alma se esfuerza en imaginar todo aquello que anula la existencia de aquello nos afecta de tristeza, el alma se esforzará por imaginar todo aquello que anule la existencia de aquello que afecta de tristeza a aquel que nos mueve a compasión.
Esa voluntad de hacer el bien a una persona que nos mueve a compasión se entiende como benevolencia, la cual Spinoza define como “un deseo surgido de la compasión”. Así, la compasión, desde este deseo que ella motiva, puede ser entendida como una pasión, sí, pero de alegría, en tanto que la benevolencia ya no se entiende como una pasión, sino como un deseo, el cual implica un potenciamiento de la capacidad de obrar.
Vemos pues que de la compasión se sigue un deseo de hacer el bien que coincide con el deseo, motivado por la razón, en ese mismo sentido. No obstante, la diferencia entre hacer el bien motivado por la compasión y hacerlo por la razón estriba en que, si hacemos el bien por compasión y no por el mero hacer el bien, somos causa inadecuada de ese hacer el bien. Hacer el bien no debe depender, para Spinoza, de nada más que de sí mismo para poder concebir al hombre que así actúa como benevolente. En este sentido, Spinoza señala que la compasión, en el hombre que vive bajo la guía de la razón es o perjudicial, o inútil (cfr. Spinoza 1677: 223). Como hemos visto, la compasión es una tristeza y, por ende, es de por sí mala. En cuanto al bien que de ella se sigue –el esfuerzo por librar de su miseria al hombre hacia quien sentimos compasión–, deseamos hacerlo en función del consejo de la razón, esto es, procurar la salvaguarda de todos los hombres dado que ello es útil. Luego, si nos guiamos por la razón, la compasión nos es irrelevante ya que lo bueno que de ella extraemos, lo extraemos sin necesidad de ella.
Ahora bien, dado que la virtud racional es limitada, la compasión puede ser de suma utilidad para alcanzar una virtud, que, si bien no está fundada en la razón, coincide plenamente con aquella. Es decir, la compasión puede conducir como el miedo, a lo que denominamos virtud afectiva.
1. Vemos aquí la importancia de la mímesis a la hora de alcanzar un conocimiento adecuado. En general, en Spinoza la relación entre la afectividad y el conocimiento será bidireccional: los afectos motivan la producción de ideas por parte del alma y tales ideas permiten a su vez una afectividad adecuada.
2. Esto, como veremos, será de suma relevancia para entender la benevolencia.
3. Nótese la importancia que Spinoza concede a la mímesis como condición para la compasión.
Spinoza, Baruch
1677 Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid, Editora Nacional, 1982.