Los filósofos suelen definir el significado de "secularización" como un cambio de mentalidad por el que la sociedad y el hombre se liberan de la tutela de la religión. O bien, que lo sagrado se vuelve menos público y más privado. O que determinados bienes e instituciones pasan de la esfera religiosa a la civil. ¡Qué forma tan irenista e incruenta de describir y encubrir los hechos!
Fue en la paz de Augsburgo (1555), tras las guerras entre protestantes y católicos en Europa central, cuando se designó "secularización" a la apropiación de las propiedades eclesiásticas, de obispados y monasterios, por parte de los príncipes alemanes, seglares, convertidos al luteranismo. Lo mismo que había hecho Enrique VIII en Inglaterra. Algo muy semejante a lo que, en la España del siglo XIX, llevaron a cabo las sucesivas desamortizaciones.
En la realidad práctica, secularizar consiste en apropiarse el Estado de los bienes de la Iglesia, expropiándoselos. Consiste en apoderarse también del poder institucional de la Iglesia. Y en tratar de absorber finalmente la sacralidad de la religión, para investir con ella a la propia mitología política.
Desde un punto de vista irreverente, cabe ver ahí un caso paradigmático de guerra para hacerse con el botín: económico, político e ideológico. Sus consecuencias más bárbaras las podemos observar claramente en lo que, desde fines del siglo XVIII, se viene llamando revolución, implicando una sacralización de la violencia. Destrucción de iglesias y asesinato intensivo de clérigos y laicos cristianos en la Revolución Francesa (1793-1796). Destrucción de iglesias y monasterios, y masacres de eclesiásticos en la Revolución Leninista de Rusia (desde 1917). Destrucción de iglesias y conventos y asesinato de curas, obispos y monjas en la revolución del Frente Popular en España (1936-19439).
El sentido filosófico de la secularización como emancipación no pasa de ser una fantasía especulativa, porque el significado pragmático no es un abandono de lo sagrado, sino, ante todo, un desplazamiento de la sacralización hacia un poder totalitario, peor que el anterior, tanto peor cuanto más se configura como una religión política, arcaica y brutal, que ejerce el terror.
Pasado el tiempo, cuando regresa la sensatez y se hace balance del proceso efectivo, es necesario trazar una nítida distinción de conceptos. Por un lado, y no gracias a la secularización, sino a pesar de ella, las sociedades democráticas han reconocido el derecho a la libertad de conciencia y de religión, la separación entre el poder temporal y el espiritual, y la división e independencia de los tres poderes del Estado. A este concepto lo podemos llamar secularidad o laicidad. Se funda en la autonomía de la sociedad civil.
En cambio, por otro lado, el laicismo militante, el secularismo izquierdista, sigue siendo propenso a la fusión de los tres poderes del Estado, a la persecución de toda disidencia ideológica y de la autoridad espiritual, y a la restricción de los derechos individuales y la libertad religiosa. Persiste en la obsesión por imponer confesionalmente su utopía totalitaria.
Deberíamos denominar por lo que es esa aberrante teología política que cree que la historia progresa mediante el culto a Moloc que llaman revolución, en cuyos altares hay que ofrendar sacrificios masivos de humanos, lo que solo es una forma abyecta de canibalismo político.