Número 20, 2024 (2), artículo 3


¿Por qué los malestares del individuo actual, flotante e internauta?


Agustín Moreno Fernández

Profesor contratado doctor. Universidad de Granada




RESUMEN
Presentamos un examen reflexivo del libro de Marino Pérez ‘El individuo flotante’, bajo la pregunta principal a la que trata de dar respuesta con un diagnóstico, a la vez que traza la evolución histórica y ofrece pistas resolutivas respecto a los malestares encarnados por la figura del individuo flotante.


TEMAS
filosofía · individuo flotante · malestar · psicología · realidad virtual · redes sociales



Presentamos aquí un resumen extenso y comentado del libro de Marino Pérez El individuo flotante (1), encabezado bajo la pregunta principal a la que trata de dar respuesta con un diagnóstico, a la vez que traza la evolución histórica y ofrece una serie de pistas resolutivas en referencia a los malestares encarnados por la figura del individuo flotante (Pérez Álvarez 2023).

Un vademécum es un libro para acceder eficazmente a conocimientos fundamentales sobre una materia. Una guía de viajes nos sirve para obtener informaciones y detalles significativos de un itinerario determinado. Pues bien, El individuo flotante de Marino Pérez se revela con las virtudes de ambos. Cualquier objeto de estudio ligado a comportamientos y producciones del ser humano reviste una especial complejidad, inabordable pertinentemente si no es a través de un prisma interdisciplinar. Algo que conlleva el desafío de apelar a diferentes campos del conocimiento con solvencia y acreditada capacidad de análisis, síntesis, interrelación y agudeza interpretativa. En este sentido, afrontar la tarea de una caracterización del prototipo de individuo actual incorporando su afectación por el ultramundo virtual, es un desafío al respecto del que esta obra se presenta como un logrado manual de consulta. Al mismo tiempo, como empresa intelectual sólida y bien constituida, este estudio del individuo no elude las problemáticas filosóficas y epistemológicas. En él se exponen, justifican y analizan los resultados de la indagación histórica de diversas fuentes y trayectorias literarias, sociológicas, religiosas, económicas, ideológicas, psicológicas, en el trasfondo y la sedimentación del individuo flotante de nuestros días, sin las que este no se entendería, revisitadas en las coordenadas del presente. Es por lo que la obra constituye un erudito, reflexivo y crítico compendio, que nos ayuda a recorrer hitos insoslayables de la historia del individuo en el largo trayecto del Renacimiento hasta hoy, permitiendo reconocer resonancias y manifestaciones del pasado en la actualidad, incluso insospechadas.

En la introducción se constata como punto de partida una situación que recuerda a la evocada por Ortega y Gasset: «¿época de cambios?, cambio de época», pues, afirma el autor de El individuo flotante: «nuestro mundo de toda la vida ha cambiado hasta el extremo de parecer un nuevo mundo». ¿Un motivo principal para afirmarlo después de unas dos décadas? La universalización del uso de los teléfonos móviles que nos tienen pendientes de sus pantallas, dándonos acceso a Internet y a todos sus contenidos, no sin paradojas, como las que siguen (y que no desacreditan sus prestaciones si se usan razonablemente). Los teléfonos para hablar han minado las conversaciones. Las llamadas redes sociales juntan en la distancia a personas solas, más que conectarlas con cercanas, en el denominado «siglo de la soledad» (N. Hertz). Del abuso de estos dispositivos y sus aplicaciones resultan adicciones comportamentales, que coinciden con el progresivo deterioro de la salud mental de la población infantojuvenil. El autor, sin embargo, amplía su diagnóstico no sólo a la sociedad del siglo XX –ya calificada en Estados Unidos como «muchedumbre solitaria»–, sino incluyendo un decurso histórico en el que los malestares del yo se enraízan en el individualismo del siglo XVI, desde donde el libro pretende trazar un viaje hasta hoy, ya que la psicología tampoco tendría sentido «si no es a la luz de la historia», que nos ayuda a comprender mejor la actualidad.

Marino Pérez se plantea dos objetivos generales y complementarios. El primero, entender el impacto psicológico de las redes sociales y por qué aumentan, en lugar de reducir, el malestar en los usuarios. El segundo, identificar y definir los rasgos del individuo típico de nuestros días, de manera que este ejercicio sirva para «un mundo mejor sin tanta soledad». Las tres partes de las que consta su obra podemos decir que responden a tres grandes cuestiones, que articularán esta reseña.

 

¿De qué manera el individualismo, el Romanticismo y la secularización forman parte de nuestra raigambre social y psicológica?

Los capítulos del primero al séptimo integran esta cuestión en otra más amplia y primera al respecto de cómo surge el individuo en el contexto renacentista, con crecientes malestares y soledad. El humanismo y su interés por el individuo constituirían parte de la respuesta. Ya en psicología el origen del término individuo en el siglo XVI se aplica al estudio de este, concebido «independiente, desvinculado de la tradición» (Marulić). Hito indispensable sería la Reforma protestante que, con Lutero, enfatiza la experiencia religiosa subjetiva, el sentimiento de fe y el remordimiento, ligados a la posterior expresividad romántica individual, que llegarán hasta el actual contexto de capitalismo consumista, con la gran relevancia de la «identidad sentida» y mostrada en las redes sociales, en ejercicio de culto y autoensalzamiento público como forma de divinización secularizada. Paradójicamente esta progresiva divinización yoica, aparentemente ligada a la libertad y a un prometido y prometedor paraíso interior, habría resultado ser un lugar solitario, desdichado y angustiante. Como no menos paradójico resultaría el que la moderna influencia luterana sería la de un anticuado planteamiento cuyos sentidos de libertad y de conciencia no son los modernos, sino aislados de la razón y solamente ante Dios.

Marino Pérez parte de la tesis de la dialéctica irreductible de influencias recíprocas entre individuo y sociedad y de que «la sociedad fue antes que el individuo», incluyendo tanto la individualización (por la que cada cual es distinto), como el individualismo (que sitúa su foco central de atención en el individuo). Lo que nos parece «natural» (como el «yo interior») no es sino social y resultado de la historia y sus procesos civilizatorios y transformaciones de toda índole, en el seno de sociedades formadas por individuos, que a la vez que han sido socializados en ellas inciden en ella.

Tras mencionar, bosquejar o caracterizar diversas formas de individualismo en Occidente en los siglos XVI, XVII y XVIII, el autor se detiene en el siglo XIX, que se habría inaugurado con la
«soledad como término y experiencia reconocible» (F. Bound Alberti) y en el capitalismo clásico hasta comienzos del siglo XX, en el que se promueven individuos leales, ahorradores, comprometidos a largo plazo, disciplinados en sus deseos, ciudadanos antes que consumidores. Al contrario, el capitalismo consumista invierte los valores anteriores, privilegiando la condición consumidora sobre la ciudadana. Ambos modelos serían neurotizantes y el individualismo neoliberal tendría más afinidad con la concepción protestante del individuo independiente (basado en «un supuesto yo interior» naturalizado), que con el énfasis católico en la pertenencia familiar y comunitaria.

El autor sostiene que la psicología está obligada, contra toda ingenuidad, «a reconocer la naturaleza sociohistórica del yo interior», no debiendo «fomentarlo como algo en sí en detrimento del mundo (exterior) donde la gente vive y se desvive (no en su mundo interior)», estando uno «dentro de un mundo o situación», en lugar de afirmar «un mundo dentro de uno». Así, desgajar un pretendido «yo interior», diferente del yo exterior público manifestado en comportamientos observables, sería engañoso y un espejismo, porque no puede localizarse «dentro de uno», ni mucho menos como una «fuente autooriginaria», no cabiendo entenderlo sino en relación a prácticas sociales (como el grado de sinceridad social o los umbrales de pudor y vergüenza), prácticas materiales (como el uso de habitaciones domésticas), prácticas lingüísticas (como la lectura en silencio generalizada en la madurez medieval) y contextos históricos y culturales. No siendo equivalentes la apelación al conocimiento de sí mismo en el oráculo de Delfos, Agustín de Hipona o Rousseau (el único verdaderamente moderno, pretendiéndose autoemanado, autorreferencial y sin remitir a Dios).

Rousseau precisamente tiene un papel destacado en el Romanticismo «y sus secuelas» hasta nuestros días. De acuerdo con Taylor habría sido su precursor y gran artífice del yo interior en la versión de «hontanar de la naturaleza en nosotros», que podríamos «sentir». Sin embargo, sería inentendible sin la realimentación entre los modelos literarios y la vida, el reencantamiento y la romantización del mundo, y la exaltación de la originalidad de la propia comunidad y de uno mismo (frente a la razón abstracta moderna ilustrada y universalista).

Marino Pérez concreta y sitúa diversas tradiciones románticas en psicología popular y académica: la psicoanalítica en Inglaterra; la humanista (y la positiva, su epígono, con su «búsqueda de la felicidad») partiendo de Alemania; o el yo romántico en España. Antes, alude al psicólogo R. Baumeister, quien identifica lo problemático del culto y cultivo de la subjetividad romántica (a partir de un amplio proceso de secularización), que se volvería contra uno mismo: «uno se hace presente para sí mismo (sus sentimientos, sus deseos, sus fantasías, su mundo interior), hasta el extremo de interponerse en las relaciones con el mundo: todo un mundo interior se sobrepone al mundo» (p. 44).

El Romanticismo habría reaccionado ante la secularización. Esta habría sobrepasado el sentido luterano de privatización de la fe y habría que entenderla, además, como el weberiano desencantamiento del mundo, que desmitifica y diluye el reino mágico y espiritual de lo invisible, a favor de la razón científica y técnica escrutadora de los enigmas en la inmanencia. Sin embargo, a pesar de todo, hoy pervivirían diversas formas de religiosidad, transformadas e incluso aliadas en ocasiones –como la espiritualidad New Age– con el individualismo y la misma secularización, en la que lo sagrado estaría oculto en lo más hondo de un yo sacralizado. Formas de «religiones sustitutivas», apunta el profesor Pérez Álvarez –sin ánimo descalificador–, serían el ecologismo, el animalismo o el mindfulness, siguiendo la tesis de Gauchet de que la modernidad no elimina la religión, sino que la absorbe, pasándose de una «dictadura» externa trascendente a una «dictadura del interior» del individuo en una sociedad inmanente, enfrentándonos no a los dioses sino a nosotros mismos. Con la paradoja señalada por Erich Fromm. Mayor libertad de vinculaciones y restricciones, y mayor libertad para autodeterminarse, supone asimismo la inseguridad y la soledad por la pérdida de vínculos de sentido de pertenencia y de seguridad; la impotencia ante las fuerzas impersonales y poderosas del capital y el mercado; la ansiedad y la depresión del solitario individuo conectado a las redes sociales de autoconciencia intensificada, «desdichado paraíso interior» en contra del imaginado por Milton.

Los dos últimos capítulos de la primera parte ofrecen una caracterización psicológica y sociológica del tipo de individuos prevalente heredero del viaje histórico antes dibujado y que, siendo anterior a nuestra época de los denominados teléfonos inteligentes, redes sociales y selfis, va a confluir en ella, dando bríos renovados a la muchedumbre solitaria, el individualismo y la soledad, sedimentados secularmente hasta llegar al siglo XX.

En lo referente a lo psicológico el autor de El individuo flotante se guía por medio de tres autores eminentes. De Erich Fromm, ya aludido, recupera la doble faceta de la libertad de instancias de autoridad ligadas a la tradición, y la libertad para la autodeterminación individual. En el desafío que va de la una a la otra el miedo a la libertad está vinculado al riesgo a caer en: el autoritarismo (buscando seguridades interpersonales o sociopolíticas de repuesto a las que someterse); la destructividad, el resentimiento o la envidia; o el conformismo adocenado, refractario al pensamiento propio y crítico, hipersensible a las expectativas ajenas y a las modas. Fromm concibe la «patología de la normalidad», en la que el individuo es cosificado como mercancía, cuyo valor y cualidades exitosas son aquellas así consignadas en el mercado (la personalidad, el agrado o la simpatía vendibles en él) y cuyos síntomas serían la superficialidad, el aburrimiento, la enajenación de sí mismo o la melancolía.

De Ortega y Gasset se alude al «hombre-masa», que pretende expresar libremente sus deseos vitales y como «señorito satisfecho» es radicalmente ingrato hacia las condiciones que posibilitan sus comodidades y facilidades, que no reconoce como mérito civilizatorio sino como algo natural. De Karen Horney, se recoge la «personalidad neurótica de nuestro tiempo» expresada en tres variantes. El acercamiento a los demás en pos de aprobación y afecto hasta la sumisión y la dependencia; el enfrentamiento dominante, hostil y agresivo; el alejamiento huidizo e irresponsable que dimite del mundo y de sí mismo. Estrategias que buscarían que nada ni nadie puedan dañar sea mediante el amor, el poder o el aislamiento.

En cuanto a las consideraciones sociológicas, las referencias son el sociopsicólogo David Riesman y su historia de la muchedumbre solitaria, en la que se habría convertido la sociedad norteamericana, heredera de tres periodos occidentales: el dirigido por la tradición (eminentemente medieval y duradero en contextos rurales como en la España del s. XX); el dirigido desde dentro (a partir del Renacimiento y la Reforma, consolidado en las revoluciones industrial y urbana del siglo XIX y en las culturas del hacerse a sí mismo y el emprendimiento, según la metáfora de un giroscopio psíquico activado por los padres, sensible después a otra autoridades análogas y sus expectativas, so pena de un sentimiento de culpabilidad ); el dirigido por otros (desde comienzos del siglo XX en un contexto estadounidense urbano, industrial, capitalista, de clase media alta y protagonizado por los medios de comunicación de masas). En este último periodo los propios contemporáneos serían una «fuente internalizada de dirección de los individuos», cuya aprobación se busca de forma real o imaginaria, según la metáfora del radar y cuya presión y fracaso se expresa en términos de «ansiedad difusa», vergüenza y culpa. (Otros sociólogos como Goffman, o Putnam y su «solo en la bolera» también son incluidos por Marino Pérez).

 

¿Qué efectos del abuso de las redes sociales serían resultados causales y no sólo asociados?

La parte segunda del libro encara esta cuestión, pero no solamente. ¿Por qué y cómo una serie de problemas psicológicos o malestares («ansiedad, depresión, disforia de género, conductas autolesivas, ideas suicidas, trastornos de la alimentación»), con la soledad como posible protagonista y telón de fondo, se asocian destacadamente en múltiples estudios con la generalización del uso de las redes sociales a partir de 2012? ¿Qué posibles maneras habría de afrontarlos?

Esta segunda parte lleva por título «El ultramundo de las redes sociales», sin dejar de inscribirlo en los derroteros históricos del individuo moderno antes trazados, contextualizado ahora en unas coordenadas en las que no puede entenderse sin el teclado y la pantalla, a los que está acoplado, como el nuevo mundo virtual también lo está al mundo de siempre. Actualmente casi un 60% de la humanidad sería usuaria de plataformas y dispositivos de las redes sociales, con un promedio de dos horas y media al día, habiendo transformado hasta tal punto la vida y la psicología de la población que, sin ser necesarias en un inicio (como tampoco lo fue el teléfono móvil), se habrían vuelto necesarias a partir de la inventiva de una serie de ingenieros del Valle del Silicio. Además de ser usadas por nosotros, nosotros estaríamos siendo transformados por ellas, recreando nuestras experiencias y modificando nuestro estilo de vida, cómo nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos.

Paradójicamente más que contribuir a relaciones sociales saludables las redes sociales parecen potenciar más la soledad del individuo. Un individuo que es el heredero, desde el siglo XVI, del individualismo expresivo (con sus sentimientos únicos y propios) y utilitarista (con su empeño racional y económico hacia sus intereses); vinculado al romanticismo norteamericano y europeo dieciochesco y decimonónico; revitalizado en la exaltación del rendimiento utilitarista y en el sentimentalismo expresivo neoliberales de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Algo que, destaca el autor del libro, está bendecido políticamente tanto por la izquierda identitaria, que «hace el ‘trabajo sucio’ convirtiendo los deseos en derechos» (p. 213), como por la derecha neoliberal, que comercia con los sentimientos, «productora también de deseos que satisface con sus productos» (p. 213), «conforme a una extraña convergencia» (p. 87). Pues bien, las redes sociales se presentan como aliadas y amplificadoras e intensificadoras de estas dos vertientes del individualismo. Con una paradoja añadida: «el mismo racionalismo científico-técnico (utilitarista) que habría desencantado el mundo de toda expresividad de fuerzas ocultas y sentimentalismo parece estar ahora al servicio del romanticismo que exalta la expresividad de un mundo interior y encanta a los usuarios de las redes» (p. 88). Y los usuarios estarían inmersos en un doble juego donde son a la par audiencia voyerista y figurantes exhibicionistas; proveedores y buscadores de «me gusta».

Turkle (Solos juntos) y Riesman (La muchedumbre solitaria) convergen en la idea del «yo dirigido por los otros», intensificada a través del teléfono móvil, favoreciendo «una sensibilidad en la que la validación por otros de los sentimientos de uno termina por establecerlos» (Turkle), en un contexto en el que mayor tiempo en línea y en redes sociales se asocia a mayor tiempo aislado en la vida no virtual. Y a malestares como depresión y soledad, que vienen de antes (p. ej. en el siglo XX: la «epidemia de depresión» de los años ochenta, o la «personalidad neurótica» en la primera mitad), pero que se vigorizan: «la lógica de las redes sociales, con su exhibición de bienestar, superficialidad y, al final, tú a solas acoplado al teclado y la pantalla, deja a uno más solo de lo que estaba. Sin por ello quedar vacunado, sino acaso abocado a nuevas incursiones en las redes, en un triunfo, una vez más, de la esperanza sobre la experiencia» (pp. 90-91).

Marino Pérez destaca especialmente la soledad como malestar (sentimiento de alejamiento, incomprensión, rechazo o incomunicación), dada su ubicuidad entre los demás malestares asociados y por la paradoja de cómo una red social que se supone que conecta a otros puede suponer soledad y desconexión de los demás (de la vida y del mundo), que precisamente podría ser cauce de trastornos psicológicos, y no por problemas en las conexiones neuronales. Paradójicamente, más redes sociales pueden suponer mayor soledad, esa que precisamente trata de evitarse a través de ellas. Una soledad que llevaría tras de sí una historia forjada en la modernidad de finales del s. XVIII y a comienzos del s. XIX (Fay Bound Alberti), entre procesos de individualización, urbanización y secularización, enfatizada ulteriormente en un contexto neoliberal y consumista, de éxito de las redes sociales y el teléfono móvil, donde las conexiones virtuales que instrumentalizan a los otros les hieren y merman como fines en sí mismos y como personas con las que empatizar y conversar cara a cara.

En esta segunda parte del libro –en el capítulo 10– , se ofrece una diversa gama de investigaciones que analizan de forma cualitativa y cuantitativa a lo largo del tiempo (estudios longitudinales), la relación causal, y no meramente correlativa, entre el uso excesivo y continuado de las redes sociales y los malestares, así como investigaciones experimentales que muestran, en general, los beneficios de un uso «más juicioso y controlado» de las mismas, basándose en los efectos de la autolimitación del tiempo de utilización por los usuarios.

Es llamativo cómo la comparación envidiosa con los demás es uno de los focos del malestar o cómo el apagón mundial de Facebook, Instagram y WhatsApp el 4 de octubre de 2021 durante seis horas, generó diversas reacciones en los usuarios, del alivio a la perturbación. Se patentiza aquí, una vez más, el énfasis del autor en una honda y rica perspectiva histórica, señalando que, si los malestares no tienen por única causa las redes, tampoco la desintoxicación digital es la panacea, siendo las cosas más complejas y profundas. Reconoce que es el uso problemático de las redes sociales –abusivo y excesivo, y no por sí mismo– el vinculado a malestares o inconvenientes, pero también cómo este anida potencialmente en mecanismos concretos de conducta adictiva, comparación social y envidia, que les son propios porque fueron diseñados de ese modo, «para atrapar al usuario», temeroso, por otra parte, de perderse algo que están disfrutando los demás (FOMO). A resultas de la comparación una posible fuente de malestar es que el propio estado no sea equiparable al que se está contemplando (normalmente una «autopresentación mejorada» del prójimo o de cada cual), a lo que cabe añadir otro posible malestar por «la discrepancia de uno con su propia imagen proyectada», que a su vez puede generar un malestar análogo en los demás, en una espiral de «autopromoción-envidia». Sobre todo, en torno a viajes, experiencias, relaciones y eventos, no sólo objetos de consumo. Se siguen aquí los cánones experienciales de un capitalismo seductor y comercializador de emociones y felicidad, encarnado por influencers de calculada apariencia espontánea, explotando, como la publicidad y la sociedad de consumo, la naturaleza del deseo mimético y envidioso (Girard), según su dinámica carencia-deseo-satisfacción, que resulta insaciable. Como afirma el autor en unas líneas memorables: «cuando el deseo se disfruta más que el objeto-del-deseo estamos en una dinámica de drogadicción, donde el ansia y los preparativos satisfacen tanto más que la sustancia consumida, que deja a uno como lo deja» (p. 119).

Es más, en la autopresentación virtual, más que exponerse y arriesgar como en la vida real, habría un mayor ejercicio de exhibición prefabricada, más que compartida. Sería un juego de espejismos tratando de satisfacer las expectativas sociales y obtener aprobación, mostrando que se es partícipe de una obligada y estereotipada felicidad, de acuerdo con el afán de expresividad romántica individual que viene de lejos, contradictoriamente estandarizada por la publicidad y los medios de comunicación de masas, y del que son muestra los selfis. A su estudio psicológico se dedica el capítulo 12, apuntando a la autopresentación idealizada y a la pertenencia que requiere de la aprobación social –a lo que se suma el saber venderse o la búsqueda de atención– como importantes factores a los que respondería este fenómeno. Un fenómeno no exento tampoco, en su vertiente de abuso problemático, de malestares asociados a la autoestima: el narcisismo (dependiente, como en el mito, del eco de los demás, como Narciso de la enamorada ninfa Eco), la soledad, o hábitos perjudiciales de alimentación.

Sin embargo, se incluyen otros aspectos del fenómeno selfi en términos de resistencia, subversión y posibilidades artísticas diferentes (como pretendería con sus selfis Cindy Sherman), aunque estos serían minoritarios en una cultura apoteósica del yo, representada por quienes se criaron bajo la bandera de la autoestima y los egos inflados y adulados, con el lema «soy especial» y con el teléfono móvil inteligente y las redes sociales como instrumentos privilegiados y aliados.

Afortunadamente también se nos ofrecen en el libro a continuación pistas al respecto de qué se puede hacer. Antes, se recapitula y se señalan cinco aspectos adictivos inherentes a las redes sociales. Fueron diseñadas con ellos y hacen no sólo que se enganchen personas vulnerables, sino que su uso haga a otras personas vulnerables. 1) Uso fluido inmersivo (ofreciendo contenidos sin fin, favoreciendo abstraerse del tiempo y del espacio). 2) Retroalimentación continua (de acuerdo con reforzadores intermitentes de una conducta de picoteo, como la de las palomas de Skinner). 3) Algoritmización del yo (mostrando al usuario lo que le gusta). 4) Efecto de suspense (incitando a ver qué pasa y el temor a perdérselo, en estado de tensión (efecto Zeigarnik)). 5) Presión social (para estar atento, mirar y responder rápido, empujando a conectarse frecuentemente).

¿Cómo actuar entonces si se cae en la adicción? Dado que es irreversible el hecho de que nuestro mundo y vida cotidiana están entretejidos con el mundo de las redes sociales y sus funcionalidades, el horizonte razonable no sería la abstinencia sino un uso no problemático, no adictivo. El autor sugiere las siguientes medidas entre otras. La disposición ordenada de horas (incluso lugares) específicamente para atender las redes o para no hacerlo, en lugar de estar a su albur y «a la deriva». La ejecución de actividades o comportamientos alternativos «en lo posible incompatibles con navegar en la red», como prácticas deportivas o relaciones sociales presenciales. La clarificación jerarquizada de los propios valores, elucidando qué es lo que más nos importa, nos es más valioso o preferimos realmente, en lugar de seguir enganchados a las redes, cuyas apetecibles gratificaciones momentáneas son a costa de lo que realmente se quiere. Y, en coherencia con esto: la aceptación comprometida a llevar las riendas; la disposición a experimentar malestares como el miedo a perderse lo que pasa en línea; renunciar al uso excesivo de las redes, en un ejercicio voluntario contextualizado según las propias posibilidades y circunstancias.

 

¿En qué consiste el individuo flotante como figura que permite elucidar malestares y problemas contemporáneos, plantear psicoterapias eficaces y comprender mejor las redes sociales?

Se propone el concepto de individuo flotante como «figura de nuestro tiempo», no sólo como descripción o metáfora, sino como instrumento de análisis crítico de las condiciones sociales que lo posibilitan y las soluciones que posibilitaría. Se pretende un concepto antropológico y filosófico, pero no clínico. ¿Por qué? El autor defiende que «precisamente por ello, puede arrojar luz sobre la naturaleza de los problemas clínicos y las ayudas requeridas». Y, aun así, tendría que ver con los problemas psicológicos en un sentido doble: en tanto que la condición flotante del individuo puede llevar a problemas psicológicos y en la medida en que estos serían susceptibles de ser contemplados también a través suya «más allá de las preconcepciones biomédicas» (p. 197).

Estamos ante una noción introducida por Gustavo Bueno en 1982, a la que le acompaña la de «comunidad salvífica». Ambos conceptos:

«ofrecen una nueva perspectiva de los problemas psicológicos y de la psicoterapia. Se trata de pensar a otro nivel los problemas y las soluciones, más allá del modelo biomédico, […] [concibiendo] los problemas psicológicos como problemas de la vida que derivan en un bucle o situación patógena de la que ya es difícil salir sin ayuda. Y es aquí donde entra la psicoterapia como comunidad salvífica» (p. 194).

Es de agradecer la ecuanimidad y la modestia al respecto de las pretensiones del autor, insistiendo en que la concepción de individuo flotante no abarca «ni agota los individuos de la sociedad actual. No todos los individuos son flotantes. Ni los que lo son lo son del todo. Tampoco abarca ni agota todos los problemas psicológicos/psiquiátricos» (p. 195). El individuo flotante refiere la «levedad del ser» de un sujeto hiperreflexivo, cuyo exceso de autoconciencia se interpone entre sí mismo y el mundo y flota no por vacío, sino por exceso de experiencias, sentimientos y expectativas subjetivas y la desorientación e indecisión generadas al respecto. También remite a la «falta de horizonte que diera sentido a la vida». Pero, curiosamente, esto último tampoco por ausencia sino por sobreabundancia de sentidos, fines y posibles formas de vida, que llevan a la hipertrofia, a su intercambiabilidad o recíproca neutralización sin jerarquizar o profundizar, más pendientes de reflexionar sobre ellos que de buscar los medios para conseguirlos. Unas dificultades que se concretan en el decurso histórico del s. XIX al s. XXI, en el contexto de un capitalismo devenido consumista, montado sobre el mecanismo del deseo insaciable de un consumidor infantilizado, que busca satisfacción permanentemente, hallando siempre insatisfacción y abatimiento, ilusión y desilusión de nuevo, teniendo que trabajar más en condiciones más precarias para seguir en esa dinámica, entre malestares prototípicos: soledad, depresión y ansiedad. Un diagnóstico compartido por diferentes autores a los que se apela: Bauman, Lipovetsky, Kundera, Marx, Baudelaire o Sennett.

Podría verse una prefiguración del individuo flotante en personajes literarios de Dostoievski, Pessoa, Kafka, Camus, Wolf, Calvino… y su retrato en análisis sociológicos de Cushman (yo vacío), Gergen (yo saturado), Lifton (yo proteico), Giddens (yo reflexivo), Maffesoli (nomadismo y vagabundeo), Bauman (liquidez). Pero también en visiones psicológicas como la de Lola López Mondéjar (individuo invertebrado, de blandiblú, en cuya vulnerabilidad fantasea con su invulnerabilidad), o la de Karen Horney (con sus patrones neuróticos ya mencionados, retomados en el capítulo 20).

El autor aboga por la virtud del concepto de individuo flotante en tanto que reuniría una variedad de facetas diversas no sólo en torno a estos conceptos psicosociológicos, resultando reflejo además de una sociedad también flotante a la que trata de adaptarse. Estaríamos asimismo ante un concepto crítico de la ligereza social y de la propia levedad individual.

El concepto solidario de comunidad salvífica (o hetería soteriológica) es protagonista en el capítulo 17, pero:

«ni el término salvación ni tampoco el de soteria son insólitos en psicoterapia. El primero da título –La salvación del alma moderna– al estudio sociológico de Eva Illouz sobre la psicoterapia, y el segundo da nombre al modelo comunitario para la recuperación de crisis psicóticas conocido como Casas Soteria […] [respondiendo] a la idea de comunidad terapéutica, y para el caso salvífica, como modelo de recuperación alternativo al modelo biomédico centrado en la enfermedad» (p. 171).

La comunidad salvífica no sería una salvación colectiva política, sino un remedio psicoterapéutico y social, salvando al individuo flotante, según Gustavo Bueno, incorporándolo en una comunidad que lo reconoce como persona, valida sus sufrimientos y le ayuda a recuperar su sentido y fines vitales a través de sus propias coordenadas biográficas. Sin olvidar lo que el profesor Pérez Álvarez sostiene, que «el sentido de la vida no se encuentra dentro de uno mismo, sino sobre un horizonte de posibilidades siempre más allá de uno mismo» y que «la psicoterapia siempre implica una dimensión filosófica implícita o explícita, siquiera fuera por los valores que implica» (p. 181). La comunidad salvífica no ahorra el miedo a la libertad que, eso sí, para el autor no se sitúa en un «abismo cósmico» sino «dentro de la pluralidad del mundo», en la toma de decisiones a la que va aparejada la responsabilidad que implica decidir y que en el contexto actual vive la paradoja de la elección: a mayores alternativas para elegir, menor satisfacción (pp. 194-195). Las concepciones de individuo flotante y comunidad salvífica serían tanto o más apropiadas actualmente que cuando las introdujo Gustavo Bueno en 1982 (p. 181).

En las conclusiones se ofrece una lograda síntesis recapitulativa de los malestares del individuo y el impacto psicológico de las redes sociales, encuadrados en el devenir histórico y a través de un punto de vista antropológico, haciendo patente que incluso el autoconocimiento, como los selfis, están mediados social y culturalmente, asumiendo que el individuo flotante y sus actuales coordenadas no parecen tener una vuelta atrás cercana.

Ante tal diagnóstico el autor, lejos de cualquier fatalismo, providencialismo o determinismo de otro cuño y asumiendo las condiciones históricas inmanentes en las que vivimos, queriendo con su libro ayudar a «perder la inocencia», subraya cinco elementos en los que afirma haber tomado partido: 1) deconstruyendo el «espejismo del yo interior»; 2) criticando la «sobrevaloración de la independencia […] en detrimento de la interdependencia»; 3) cuestionando el supuesto «vacío» de valores, ante el que sitúa su sobreabundancia y la falta de jerarquización y clarificación como escollo para decidir y para dar sentido (dirección y significado) a la vida; 4) revisando e impugnando «el imperativo de la positividad» que se aleja de «los problemas de la vida real», cayendo en la paradoja de que a mayor atención a la preocupación por la felicidad (también la preocupación envidiosa por la felicidad ajena vía redes sociales), menos se vive y menos feliz se es; 5) desmitificando el «yo romántico», que no resulta a la postre ningún prístino manantial de «naturalidad, autenticidad e identidad sentida» (pp. 202-204).

En las conclusiones, además, se expone una propuesta de sociedad liberal. Se inspira en su versión clásica, aunque corregida y actualizada, fomentando la vida comunitaria y regenerando la política y la confianza en ella y en las instituciones. Y se basa en cuatro pilares, queriendo evitar las perversiones del liberalismo, tanto por la derecha económica neoliberal de acentuada desregulación, como por la izquierda identitaria basada en sentimientos: 1) la libertad de expresión; 2) la persona individual como eje prioritario, antes que los colectivos; 3) la igualdad moral y legal de las personas; 4) el mejoramiento individual y social mediado institucionalmente en los ámbitos político, educativo, jurídico, económico.

Finalmente, la educación, como aspecto esencial en la formación para la vida y el ejercicio de la ciudadanía es objeto de una atención particular y primordial. En este sentido el autor da un gran aldabonazo al respecto de una serie de ideas, creencias e ideología («buenas intenciones y malas ideas», parafraseando el subtítulo del libro de Lukianoff y Haidit), que «están condenando a una generación al fracaso». La autoridad parental estaría diluida, temerosa de causar traumas por poner límites, por hacer pensar en el futuro y sus escollos, o por no satisfacer los deseos idealizados de los niños, aunque estén producidos o muy influenciados por el mercado y el sistema de producción. La idea de unos niños/alumnado como clientela que ha de ser halagada y tener razón, algo que recuerda al pronóstico del filósofo Fernando Savater: «habrá niños contentos, pero idiotas». Nadie sería responsable de nada, pues «sólo el cerebro y los genes [serían] culpables perfectos». Los énfasis excesivos en la autoestima, lo emocional, la expresividad, la positividad, el yo interior, o en la felicidad como imperativo y medida, ante todo. Estos y otros elementos no serían casuales. El mimo y el consentimiento estarían arraigados en la concepción romántica del yo y en un mal entendimiento de la vulnerabilidad: «no deja de ser irónico que una concepción romántica revitalizada por la propaganda y el consumismo esté en la base de la educación de los niños. […] ¿y si los niños no fueran tan vulnerables como se supone y terminaran siéndolo porque en realidad se supone que lo son?» (p. 209).

El profesor Pérez Álvarez prefiere hablar en términos de «antifragilidad» (Taleb) antes que de «resiliencia» y por supuesto en lugar de «vulnerabilidad». Si esta última, mal entendida, fragiliza a la infancia, la segunda se quedaría corta en tanto que resistencia y recuperación, ante la «antifragilidad», más que resiliencia o robustez, capacidad de asumir incertidumbres y errores, «exposición a las contingencias», y que «prepara mejor para la vida que el halago, la autoestima y, en fin, mirarse al ombligo», con el principio de realidad antepuesto al principio de placer (p. 212). Esto no quiere decir que se pasen por alto la mejora de las condiciones de vida colectivas, incluidas tanto en la experiencia individual al servicio de una sociedad mejor en el ideal de antifragilidad, como en el ideal liberal de mejoramiento individual y social. Elementos postergados en las perversiones del liberalismo de la izquierda identitaria y la derecha neoliberal, convergentes en generaciones ensimismadas y dóciles de jóvenes cuyas capacidades de transformación social o revolucionaria quedarían mermadas o anihiladas. La lucha de clases, los conflictos laborales, los fracasos, se remitirían a la propia lucha, culpabilización, vergüenza y problematización interiores en el seno de uno mismo, empleado y empresario de sí mismo (Byung-Chul Han).

El individuo flotante, se nos ofrece como resultado de un riguroso estudio, solventes análisis, ponderadas consideraciones y sólidas reflexiones, en diálogo y discusión con un nutrido elenco de autores e investigaciones de muy diversa índole. Su atenta lectura, además de erudición, aporta valiosos elementos para comprender en importante parte nuestro hoy, qué pasa y qué nos pasa. Actualiza de forma virtuosa la invitación ilustrada a atreverse a saber y a pensar. Se presenta como un ejercicio intelectual que bien podría relacionarse con lúcidas advertencias de hace más de una década, como las formuladas por Nicholas Carr, al respecto de qué está haciendo Internet con nuestras mentes (Carr 2011); o con agudos análisis como los de Pascal Bruckner (Bruckner 1996), denunciando el infantilismo consumista y la penuria interior, que nos llegaría asimismo desde la herencia que va de Agustín de Hipona a Rousseau. Al ocuparse reiteradas veces a lo largo del libro de las consecuencias de los procesos de transformación, secularización o sustitución de la religión, coincide también, entre otros, con el ya citado Byung Chung-Han (Chung-Han 2020), quien señala el déficit de la «comunicación sin comunidad» típica de las redes sociales. A diferencia de la comunidad que se reúne, se reconoce y cohesiona mediante rituales simbólicos, más allá de la comunicación específica entre individuos.

Especialmente evocadora resulta la llamada del profesor Pérez Álvarez al insustituible papel de las ciencias sociales, las humanidades, las artes y la filosofía, «para repensar el mundo presente», evitando la mistificación de la «naturalización de la historia y la especialización de los conocimientos, sin ideas ni filosofía», «nada mejor para los intereses de los Gobiernos y de las grandes corporaciones supraestatales» (pp. 214-215). Hasta el final del libro se pone de manifiesto la coherencia del autor, cuestionando un modelo biomédico dominante en psicología y psiquiatría, en la medida en que naturaliza y privatiza malestares y problemas psicológicos, entendidos como «supuestas averías biológicas [o] internas». Problemas y malestares que se habrían entendido mejor antes de la hegemonía de ese modelo, «como reacciones ante las adversidades de la vida», «acontecimientos biográficos» relacionados con condiciones sociales y de vida. La mejora de esas condiciones, su transformación o las soluciones pueden resultar difíciles o demasiado ambiciosas, pero eso no cuestiona este enfoque diagnóstico o apuntar posibles vías resolutivas, como se expone en el libro al respecto del abuso de las redes sociales. La congruencia de Marino Pérez llega hasta la misma conclusión, proponiendo: «considerar que la actual ‘crisis de salud mental’ es en realidad un síntoma de la sociedad en la que vivimos, mejorable siquiera empezando por la reconversión del consumidor en ciudadano» (p. 215). ¿Se querrá recoger el guante o preferiremos seguir flotantes?



Notas

1. Véase un resumen más sintético del libro en Moreno Fernández 2024: 116-117.



Bibliografía

Bruckner, Pascal
1996 La tentación de la inocencia. Barcelona, Anagrama.

Carr, Nicholas
2011 Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Madrid, Taurus.

Chung-Han, Byung
2020 La desaparición de los rituales. Barcelona, Herder.

Moreno Fernández, Agustín
2024 «El individuo flotante. La muchedumbre solitaria en los tiempos de las redes sociales», Papeles del Psicólogo (Madrid), nº 45 (2): 116-117.
https://www.papelesdelpsicologo.es/pdf/3040.pdf

Pérez Álvarez, Marino
2023 El individuo flotante. La muchedumbre solitaria en los tiempos de las redes sociales. Bilbao, Deusto.


Publicado 02 julio 2024