Número 20, 2024 (2), artículo 2


Significado sociocultural de las religiones


Juan Antonio Estrada Díaz

Catedrático de Filosofía. Universidad de Granada




RESUMEN
Socioculturalmente los occidentales estamos marcados por la tradición judeocristiana, junto con la grecorromana y las corrientes ilustradas. Constituyen los referentes fundamentales para comprender lo que es Europa como civilización y estilo de vida. Tener esto en cuenta es imprescindible para iluminar la complejidad del hecho religioso en la sociedad actual.


TEMAS
cultura · humanización · libertad · naturaleza humana · religión



Después de las tesis sobre la decadencia de las religiones en las décadas de los sesenta y setenta, como consecuencias de la secularización social, la laicidad del Estado y la cultura posmoderna, hay un cambio de perspectiva. Para evaluar las religiones hay que comprender su origen, significado y funciones desde la perspectiva antropológica, social y cultural. Entre otras, destaca la de ser una instancia de sentido, una de las fuentes básicas de la moral social, y un factor determinante de cohesión y de identidad. De ahí, la pervivencia de la religión, aunque las religiones concretas se transformen, mueran y nazcan, al margen de la existencia o no de Dios o los dioses. En cuanto sistema de creencias y prácticas constituyen uno de los constituyentes fundamentales de las sociedades.

La cultura es el intento de humanizar al animal (Adorno). Somos un animal incompleto, nacemos inmaduramente y durante el primer año de vida podemos hablar del feto extrauterino. En cuanto que tenemos una dinámica instintiva pobre, así como un alto grado de indeterminación de los instintos, nos escapamos al mecanismo de estímulos y respuestas que, en buena medida, es el determinante de la conducta del animal. El animal humano es diferente, de ahí su potencial de libertad y su mayor adaptación a los cambios y transformaciones del entorno que son un requisito para la supervivencia. Si desde el punto de vista de la mera naturaleza somos un animal pobre, la cultura es nuestra segunda naturaleza y la capacidad de aprendizaje es el potencial que compensa nuestro déficit instintivo. De ahí, viejas definiciones antropológicas que definen al hombre como animal social y político, y también como el que tiene razón, siendo la cultura la que cultiva la naturaleza humana

La educación y el aprendizaje son los que constituyen la base desde la que se produce la humanización del hombre. El hombre es un animal social y racional, con una doble naturaleza biológica y sociocultural. Se construye a sí mismo, en cuanto que fabrica teórica y prácticamente la sociedad, por medio del pensamiento y el trabajo. Es un producto social, y hay que analizar cómo se constituye, desde la premisa de que no hay posibilidades de una vida privada plenamente realizada en un orden social falso. La individuación se da desde la socialización. Nos hacemos personas en cuanto que nos inculturamos en una sociedad, y la autonomía se desarrolla desde la colectividad a la que pertenecemos. El punto de partida es la heteronomía no la autonomía, y el nosotros colectivo impregna desde el primer momento el yo, que se forma al socializarse. La dialéctica bíblica de perderse para encontrarse, se traduce en la inviabilidad de un yo autárquico y centrado en sí mismo. El hombre isla está condenado, y sólo desde relaciones interpersonales puede surgir una conciencia cognitiva y moral.

No se puede comprender al yo al margen de la sociedad que lo constituye, y ésta, a su vez, es el resultado de la actividad humana en su doble dimensión teórica y práctica. La pregunta por el sentido de la vida se retrotrae a la del proceso de constitución del hombre y desemboca en crítica de la sociedad. Estamos condenados al enraizamiento y la integración en la sociedad, y cada una de ellas es un proyecto colectivo que busca humanizar al animal, ofreciéndole un sentido así como normas y orientaciones para guiarse en la vida. Tenemos que construir un proyecto de vida y la cultura nos ofrece normas, orientaciones, ideales y creencias desde las que nos orientamos y construimos nuestra identidad. Por eso, la sociedad en sus distintas mediaciones es el marco de construcción de la personalidad

Podemos describir materialmente la evolución del animal al hombre sin que haya grandes diferencias al describirla, y, sin embargo, diferir fundamentalmente al interpretarla, ya que nuestra reflexión es siempre a posteriori e inevitablemente proyectiva. Antropológicamente podemos definir el ser humano como un animal bípedo y erguido, con un cerebro complejo y una amplia capacidad práctica, instrumental y lingüística posibilitada por su anatomía, que, a su vez, evolucionó por influencia de esas capacidades. Trabajo y lenguaje están interaccionados, del mismo modo que las acciones manuales presuponen el cerebro y una creciente conciencia, que hace posible el lenguaje, la capacidad simbólica y el aprendizaje cultural. Nuestra naturaleza biológica, y en especial el cerebro, hacen posibles el trabajo y el lenguaje, y, a su vez, estas dimensiones influyen en su maduración, complejidad y capacidades. Esta doble conjunción de naturaleza e influjo retroactivo de la acción humana determinó la evolución y abrió espacios inéditos a la carga hereditaria. En cuanto que somos realidad psicosomática, corporal y espiritual al mismo tiempo, hay una interacción entre ambos.

La realidad espiritual influye en los mismos rasgos corporales y humaniza no sólo al rostro sino a todo el hombre, y, al mismo tiempo, para que se dé una vida espiritual es necesario que haya una transformación corporal, que es la que permite el salto del animal al ser humano. Es lo que ocurre cuando seres humanos adultos que no han tenido acceso a la cultura entran en ella, de tal modo que se puede percibir incluso visualmente como se humanizan las facciones y los rasgos físicos que les constituyen. Esta es otra cara del proceso de emergencia del animal humano en la evolución, mediada por la sociedad y el grupo en que vivimos, así como del carácter unitario psicosomático de nuestra personalidad. Somatizamos lo que sentimos, haciendo que la subjetividad impregne a nuestra corporeidad y materializamos nuestras sensaciones, que influyen en nuestras vivencias, estados de ánimo y comportamientos. La inteligencia sentiente, y también la emocional, son expresiones que apuntan a esa realidad psicosomática que somos.

Las creencias y rituales socioculturales guían el comportamiento y los adquirimos desde el doble mecanismo de la identificación y la imitación. Por eso necesitamos modelos que sirvan de referencia y nos arrastren a un comportamiento marcado por el seguimiento mimético. Pero este dispositivo cultural tiene ya una base natural, y podemos hablar de unos valores morales innatos al animal humano, que aprecia la cooperación, la simpatía y también los valores estéticos. El mundo animal se deja guiar por el instinto, pero no es verdad que la naturaleza sea una tabla rasa en la que no haya preferencias y predisposiciones. Hay una predisposición biológica a determinados tipos de comportamiento y, a su vez, el desarrollo evolutivo potencia la capacidad innovadora y creativa que tiene el hombre. Y también hay una determinación cultural, en función de las normas, hábitos y costumbres, que modifica los esquemas de comportamiento innatos o naturales. Nuestra libertad es real, dada la flexibilidad e indeterminación de las pulsiones humanas, pero limitada, ya que no podemos superar el peso de la carga genética y del aprendizaje cultural, desde los que hemos construido nuestra identidad.

Hay una disposición genética a lo normativo, que es necesario para la supervivencia del grupo de pertenencia y que forma parte de la naturaleza animal. Entre la biología y la moral no hay sólo discontinuidad, ruptura evaluativa y selección, sino también complementariedad y apoyo mutuo. Por eso se puede hablar de una sinergia o afinidad entre las predisposiciones naturales y las normas sociales. La sociedad selecciona y ofrece una economía para la conducta, que reduce la necesidad de optar, y facilita el aprendizaje. Por eso podemos hablar de unas raíces naturales para la obligación moral, desde el trasfondo de la supervivencia y tendencia a la complejidad de la especie humana, dentro de la cual se inscribe la regla moral de tratar a los demás como a uno mismo.

El proceso de humanización ha sido descrito por Piaget, Kohlberg y Habermas, como el de una creciente tendencia a la universalización, superando los comportamientos egocéntricos y utilitaristas, en función del reconocimiento de la dignidad de todo ser humano. Es un proceso en el que hay un desarrollo cognitivo y emocional, que capacita para etapas morales cada vez más universales. Este universalismo va mucho más allá de la protección animal del grupo de pertenencia, pero se inscribe en la dinámica de supervivencia de la especie. En cuanto que tomamos distancia crítica de nuestros deseos e intereses, así como también de los de nuestro grupo de pertenencia, rompemos el marco de la sociedad en la que vivimos y aprendemos a relacionarnos con otros grupos, cuya identidad diferente sirve de referente para concienciar la propia. Crecemos en identidad en cuanto que nos abrimos a lo diferente y dialogamos con otras culturas e identidades, sin que esto implique renunciar a la pertenencia de origen. Para ser ciudadanos del mundo no tenemos que abstraer de la socialización cultural primera en la que nos hemos formado, sino que nos universalizamos desde el diálogo y la apertura a los otros. De la misma forma que la ley del incesto está al servicio de la apertura a los otros, rompiendo la endogamia familiar, así también la capacidad de relacionar y aprender de los otros es la que enriquece la cultura particular de la que partimos.

En cualquier caso, hay que subrayar que la sociedad y la cultura son los lugares en los que se humaniza el animal. También que nuestra cosmovisión o imagen del mundo depende del entorno en el que nos hemos criado y que por mucho que la transformemos y ampliemos siempre somos hijos de un lenguaje, una tradición y una cultura. La libertad es siempre limitada y condicionada, y la multiplicidad de sociedades expresan el carácter fragmentario de la condición humana, que se da en la diversidad de culturas. La cultura es nuestra segunda naturaleza y nuestra visión del mundo es aprendida, aunque también es reformable. En lugar de aferrarnos al mecanismo de los instintos nos valemos del sistema de creencias y prácticas que nos ofrece cada sociedad. Como cada cultura interpreta el mundo de forma diversa y está marcada por intereses, condicionamientos y tradiciones heterogéneas, toda forma de vida es una construcción social. No hay una naturaleza pura del ser humano, sino siempre inculturada, y la condición humana se expresa en la variedad de sociedades. Vivimos en un mundo interpretado, definido, seleccionado y construido.

En este contexto, las religiones juegan un papel determinante dentro de la cultura y de la sociedad. Y esto es así porque el problema sigue siendo el significado, sentido, o valor de la vida humana. Pregunta fundamental para la que no hay respuesta científica, y, sin embargo, ineludible porque estamos remitidos a interpretar, evaluar y jerarquizar el mundo en el que nos movemos. En cuanto que rompemos la mera dinámica de los instintos como normativos de la conducta humana, preguntamos por lo que es importante o no, por lo que genera felicidad y plenitud, y por lo que es bueno o malo a la hora de orientar nuestra vida. Estas son las preguntas que llevan a la religión. ¿De dónde venimos y a dónde vamos? ¿Qué significa vivir y morir? ¿Cuáles son las orientaciones básicas para realizarnos como personas y ser felices? ¿Qué es el bien y el mal para el hombre? ¿Hay bien y mal objetivos y normativos, o sólo son instancias subjetivas, lo bueno y malo para mí, o para una cultura determinada? ¿Cómo luchar contra el mal, en sus diversas dimensiones, y qué podemos esperar a la luz de la injusticia, del sufrimiento y de la muerte, que cuestionan el sentido del hombre. El hombre es el que se interroga sobre esas realidades y su significado, más allá de la facticidad del origen y de su constitución natural.

Son preguntas racionales y afectivas, ya que se conciernen a toda la persona, a la razón y el corazón. Por eso, el lenguaje religioso es racional pero también afectivo, ya que la religión es hija del deseo y la esperanza, y en ese lenguaje prima lo expresivo y lo comunicativo, sobre lo explicativo y causal. Las religiones intentan responder al sentido de la vida y orientar racional, psicológica y afectivamente al ser humano. Para ello hay que escaparse de lo finito y contingente y abrirse a lo infinito, absoluto y eterno. Esta dinámica responde al deseo de Dios, que según algunas religiones es constitutivo de lo humano, y también a la dinámica proyectiva del hombre, que es lo que acentúa la crítica religiosa. En esta dimensión religiosa podemos distinguir un nivel de creencias, doctrinas, credos y representaciones, y otro experiencial, vinculado a ritos y vivencias de lo sagrado, que es lo que algunos fenomenólogos llaman lo «numinoso». Las representaciones de lo sagrado llevan a las creencias religiosas, mientras que los rituales apuntan más al elemento vivencial y experiencial. De ahí la doble dinámica intelectual y afectiva de la religión, su globalidad y capacidad de interpelar el conjunto de la personalidad humana, y su enorme potencial de fascinación, ya que la divinidad suscita amor y temor, admiración y distancia, atracción y rechazo. Es lo que fenomenológicamente se definió como «misterio fascinante y tremendo» que es una clave fundamental para comprender la ambigüedad y el potencial del lenguaje religioso.

Estas son cuestiones específicas que llevan a la religión. La pregunta kantiana «qué puedo esperar», que se integra en la cuestión integral de «qué es el hombre», es la versión filosófica de la pregunta religiosa típica en Occidente «¿cómo puedo encontrar un Dios(es) que pueda salvarme?». Porque el hombre no sólo se deja llevar por un saber filosófico y científico ante la naturaleza, sino que irrumpe en el ámbito religioso achacando el origen y el significado del mundo y del hombre, a los que califica de contingentes, cambiables e infundamentados, a los dioses (permanentes, eternos, inmóviles e inmutables). No es posible estudiar aquí los orígenes históricos de las religiones, ni evaluar críticamente el significado de las preguntas por los dioses. Por un lado, no hay sociedades sin un sistema de creencias y de prácticas religiosas, aunque no haya una definición universal de religión y tengamos que hablar de un aire de familia para hablar de las religiones. Éstas forman parte de la constitución de la sociedad, aunque sean una opción libre para el individuo, han jugado un papel importante en la evolución humana, y son fundamentales como instancias de sentido, dadoras de identidad y generadoras de cohesión social. Por eso, aunque Dios no exista siempre habrá religiones, dada la enorme importancia de las instancias religiosas a la hora de responder a preguntas existenciales de la vida, que tienen que ver con el «¿Qué puedo esperar?» kantiano.

Esto no quiere decir que todas las personas tengan interés, motivación y preocupación por las religiones, pero la secularización no elimina la religión cultural ni tampoco el ámbito de lo sagrado. Tampoco implica que las sociedades no puedan evolucionar en la línea de superar las religiones concretas, aunque siempre habrá grupos y personas que sigan aferrándose al sistema de creencias y prácticas religiosas. Las religiones se transforman y mueren, pero la «religión» en cuanto sistema de creencias últimas, que busca un referente trascendente es muy difícil que desaparezca en las sociedades, aunque éstas busquen cubrir sus huecos y lugares con sistemas ideológicos y afectivos, como han sido históricamente el nacionalismo y la ideología marxista en los estados comunistas de la segunda mitad del siglo XX. El ser humano está condenado a inventarse un proyecto de vida con sentido, ya que esto no se lo ofrece la naturaleza, y la religión junto a la ética y el humanismo, es una de las mediaciones básicas que posibilita afrontar los problemas de la vida y encontrarles una respuesta. Su capacidad para motivar, inspirar y dinamizar se convierte en fundamental para la misma moral de cada sociedad.

En el contexto actual hay que subrayar sus funciones identitarias en las sociedades tradicionales que se sienten amenazadas por la cultura de la postmodernidad y la mundialización de la economía de mercado y de la democracia parlamentaria. La occidentalización fáctica del mundo se convierte en una amenaza para la biodiversidad socio cultural, erosionando raíces e instituciones sociales y transformando la familia, las relaciones interpersonales y el estilo de vida tradicional. De ahí el significado de la religión, junto con el nacionalismo, como factores de resistencia a la cultura hegemónica invasora, difundida por los medios de comunicación y la expansión de la cultura científico técnica.

Este es el sentido subyacente a la discutible tesis defendida por Huntington sobre el choque de civilizaciones. Minusvalora las causas económicas, políticas y culturales de los conflictos, pero tiene razón al apuntar a que los imaginarios culturales están vinculados a un código religioso. Huntington tiende a la polarización mundial desde la perspectiva de una lógica culturalista, y tiende a afirmar la identidad en confrontación con otras, cayendo en una abstracción universalista en torno al concepto de civilización. Pero tiene el acierto de captar el trasfondo religioso de la cultura y la importancia de ésta junto a los factores económicos y políticos. En este sentido, la fenomenología francesa, sobre todo con Durkheim, así como la filosofía crítica (desde Hegel y Nietzsche hasta Heidegger) han mostrado la importancia de los referentes religiosos para la sociedad. La moral, las filosofías de la historia y las antropologías interaccionan con las imágenes religiosas del mundo.

Socioculturalmente todos los occidentales estamos marcados por tradiciones judeocristianas, que juntamente con las griegas y las corrientes ilustradas, constituyen referentes fundamentales para comprender lo que es Europa como civilización y estilo de vida. Por eso, Habermas, que confiesa su escasa sensibilidad para el hecho religioso, no duda en afirmar: «No creo que como europeos podamos entender seriamente conceptos como el de moralidad y eticidad, persona e individualidad, libertad y emancipación (...) sin apropiarnos la sustancia de la idea de historia de salvación de procedencia judeocristiana (...) Sin la mediación socializadora y sin la transformación filosófica de alguna de las grandes religiones universales puede que ese potencial semántico se nos tornara inaccesible». Este planteamiento puede iluminar la complejidad del hecho religioso en la situación actual.


Publicado 02 julio 2024